Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Roz no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decirse a una mujer que descuartiza a su madre y hermana y luego, con toda la calma del mundo, se dedica a hilar fino por lo que se refiere a la moralidad de una alegación especial?

Olive supuso qué estaba pensando Roz y le dirigió una sonrisa como un resuello.

– A mí me parece lógico. Según mis parámetros, no he hecho nada malo. Es la ley, los parámetros que ha establecido la sociedad, lo que he transgredido.

En la última frase había una cierta ostentación bíblica, y Roz, de pronto, recordó que era lunes de Pascua.

– ¿Cree en Dios?

– No, soy pagana. Creo en las fuerzas naturales. Encuentro lógico adorar al sol, y en cambio adorar a un ser invisible, no.

– ¿Y Jesucristo? No era invisible.

– Pero tampoco era Dios. -Olive encogió los hombros-. Era un profeta, igual que Billy Graham. ¿Quién podría tragarse esta bazofia de la Trinidad? Porque, la verdad, o existe un Dios o un montón de ellos. Depende de la imaginación que uno ponga en el tema. Yo, por ejemplo, no tengo por qué celebrar que Cristo resucitó.

Roz, que había perdido la fe, sentía simpatía por el cinismo de Olive.

– A ver, si lo he entendido bien, me está diciendo que no existen el bien y el mal absolutos, que tan sólo encontramos la conciencia individual y la ley. -Olive asintió con la cabeza-. Y su conciencia no la atormenta porque no cree haber hecho nada malo.

Olive la miró con expresión aprobadora.

– Exactamente.

Roz se mordía el labio inferior mientras reflexionaba.

– Lo que significa que considera que su madre y su hermana merecían la muerte. -Frunció el ceño-. Pues no lo entiendo. ¿Cómo es que no se defendió en el juicio?

– No había defensa.

– Provocación. Crueldad mental. Abandono. Algo tenían que haberle hecho para que usted crea justificado matarlas.

Olive cogió otro cigarrillo pero no respondió.

– ¿Qué me dice?

De nuevo, una observación intensa. En esta ocasión, Roz aguantó su mirada.

– ¿Qué me dice? -insistió.

De pronto, Olive golpeó el cristal con la palma de la mano:

– Ya he terminado, señorita Henderson -gritó.

Roz la miró sorprendida.

– Nos quedan todavía cuarenta minutos.

– Ya he hablado lo suficiente.

– Lo siento. Seguro que la he molestado. -Esperó un momento-. No era mi intención.

Olive no respondió y permaneció allí sentada, impasible, la llegada de la funcionada. Luego, se agarró al extremo de la mesa y, con un fuerte impulso, consiguió ponerse de pie. El cigarrillo, sin encender, colgaba de su labio inferior como una hebra de algodón.

– La veré la semana que viene -dijo dirigiéndose algo ladeada hacia la puerta, arrastrando los pies por el pasillo con la señorita Henderson y la silla metálica a rastras.

Roz se quedó allí sentada unos minutos, observándolas desde la ventana. ¿Por qué se había cerrado en banda Olive al mencionarle la justificación? Roz, incomprensiblemente, se sentía estafada -se trataba de una de las pocas preguntas de las que esperaba una respuesta-, sin embargo… Al igual que los primeros movimientos de la savia largo tiempo inactiva, su curiosidad empezó a despertar. Quedaba claro que aquello no tenía ninguna lógica -ella y Olive eran como la noche y el día-; no obstante, debía admitir que sentía una extraña atracción por aquella mujer.

Con un gesto brusco cerró la cartera y no se dio cuenta de que había perdido el lápiz.

Iris había dejado un recado ansioso en el contestador: «Llámame para contarme toda la porquería… ¿Es tan asquerosa como pensamos? ¿Tan loca y tan gorda como dice su abogado? Tiene que ser terrorífica. Estoy impaciente por conocer los detalles brutales. Si no me llamas, pasaré por tu piso a darte la lata…». Roz se sirvió un gin tonic pensando si la falta de sensibilidad de Iris era congenita o adquirida. Marcó su número de teléfono:

– Te llamo como mal menor. Si me obligas a contemplar tu lascivo y asqueroso babeo mientras te paseas por mi moqueta, creo que vomitaré.

La señora Antrobus, su caprichosa gata blanca, iba deslizándose por las piernas de Roz, con la cola erecta, ronroneando. Roz le guiñó el ojo. Roz y La señora Antrobus tenían una relación de tiempo, en la cual ésta llevaba los pantalones y aquélla sabía a qué atenerse. No había forma de convencer a La señora A. de que hiciera algo que no quería.

– Vaya, ¡qué bien! Así que te ha gustado.

– ¡Eres repugnante! -dijo, tomando un sorbo del vaso-. No sé si yo utilizaría la palabra gustar.

– ¿Está muy gorda?

– Es algo grotesco. Pero me parece triste, no gracioso.

– ¿Te ha hablado?

– Sí. Tiene un acento auténtico y un cierto aire intelectual. Nada que ver con lo que yo esperaba. En su sano juicio, por cierto.

– Creía que el abogado había dicho que era una psicópata.

– Es cierto que lo dijo. Mañana iré a verle. Quiero saber de dónde ha sacado esta idea. Según Olive, cinco psiquiatras han decidido que era normal.

– Tal vez mienta.

– No miente. Lo comprobé con la directora más tarde. -Roz se agachó un poco para acoger a La señora Antrobus junto a su pecho. La gata, ronroneando ruidosamente, le lamió la nariz. Era un amor dirigido al armario. Tenía hambre-. De todas formas, yo que tú no me emocionaría tanto. Puede que Olive no quiera volver a verme.

– ¿Por qué? y ¿qué es este jaleo que tienes montado? -preguntó Iris.

– La señora Antrobus.

– ¡Vaya! ¡El gato sarnoso! -Iris perdió el hilo-. Parece que te estén derribando la casa. ¿Qué piensas hacer con ella?

– Quererla. Es lo único que consigue que valga la pena volver a este piso infecto.

– Estás loca -dijo Iris, cuya aversión por los gatos tan sólo podía compararse con la que sentía por los autores-; Ya me contarás por qué lo alquilaste. Invierte el dinero del divorcio y consigue algo decente. ¿Por qué tendría que negarse Olive a verte?

– Es imprevisible. De pronto se ha enojado conmigo y ha puesto punto final a la entrevista.

Roz oyó el resuello interno de Iris.

– Roz, ¡eres un desastre! ¡Espero que no lo hayas mandado todo al cuerno!

Roz dirigió una risita al aparato.

– No estoy segura de ello. Habrá que esperar. Y ahora tengo que dejarte. ¡Hasta luego!

Colgó con decisión mientras Iris chillaba, enojada, y se fue hacia la cocina a preparar la comida de La señora Antrobus. Cuando el teléfono sonó de nuevo, cogió el gin tonic, se trasladó a su habitación y se puso ante la máquina.

Olive cogió el lápiz que había robado a Roz y lo colocó cuidadosamente junto a la figura de barro que representaba a una mujer, apoyada al fondo de la cómoda. Mientras observaba con aire crítico la figura, sus húmedos labios se movían involuntariamente, mascando, chupando. La había moldeado toscamente, era una pella de arcilla grisácea y seca, cruda y sin vidriar, y sin embargo, al igual que el símbolo de la fertilidad de una época menos afectada, rezumaba una poderosa feminidad. Escogió un rotulador rojo de los que tenía en un bote y se dedicó a colorear con gran atención el pelo que rodeaba el rostro, y luego, cambiando el rotulador por uno de color verde, pintó en el torso de la figura lo que representaba la parte superior del vestido de seda que llevaba Roz.

Cualquier observador habría calificado aquello de pueril. Meció la figura entre sus manos como si fuera una pequeña muñeca, canturreándole, antes de colocarla de nuevo junto al lápiz que llevaba aún impregnado el perfume de Rosalind Leigh, si bien de una forma tan tenue que el olfato humano apenas podía detectar.

Capítulo 2

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