Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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La señora Harding menciona a un compañero de clase de Steven, Anthony Bridges, y asegura que ha ejercido una pésima influencia sobre su hijo. Según ella, Anthony enseñó a robar a Steven y lo introdujo en el mundo de la droga y la pornografía cuando tenían doce años, y el fracaso de Steve proviene de un par de amonestaciones policiales que Anthony y él recibieron cuando eran adolescentes por embriaguez y alteración del orden público, vandalismo y robo de material pornográfico de un quiosco. Después de esos episodios, Steven se volvió rebelde, y resultaba imposible controlarlo. La madre describe a Steven como «un chico demasiado guapo», y dice que las chicas lo han perseguido desde que era muy pequeño. Dice que Anthony, en cambio, siempre estuvo eclipsado por su amigo, y que ella cree que por eso Anthony se divertía «metiendo a Steve en problemas». La señora Harding está muy resentida porque Anthony, pese a sus antecedentes, fue lo bastante inteligente para entrar en la universidad y encontrar un trabajo de maestro, mientras que Steve tuvo que depender económicamente de sus padres, y además nunca se lo agradeció.

Cuando el señor Harding le preguntó a Steven cómo había podido comprarse el barco Crazy Daze, Steven admitió que había conseguido el dinero posando para unas sesiones de pornografía. Eso ofendió tanto a sus padres que lo echaron de casa durante su visita de julio de 1995, y desde entonces no han vuelto a saber de él. No saben nada de sus actividades ni de sus amigos, y no pueden aportar ningún dato a los sucesos del 9-10 de agosto de 1997. Sin embargo insisten en que, pese a todos sus defectos, no creen que Steven sea un joven violento ni agresivo.

Capítulo 15

El jueves por la mañana Maggie Jenner estaba rastrillando la paja de una de las cuadras cuando Nick Ingram y John Galbraith llegaron a Broxton House. Como hacía siempre que llegaban visitas, se escondió para que no la vieran, pues no quería que invadieran su intimidad; tenía que hacer un esfuerzo para participar en cualquier cosa que implicara relación con otras personas. Desde el patio de las cuadras veía Broxton House, un edificio cuadrado con tejado inclinado, paredes de ladrillo rojo y ventanas con postigos. Vio cómo los dos hombres admiraban la casa al bajar del coche antes de echar a andar hacia ella.

Con una sonrisa de resignación, Maggie sacó un montón de paja sucia con el rastrillo por la puerta de la cuadra para que los policías la vieran. Hacía un bochorno insoportable, pues llevaba tres semanas sin llover, y cuando salió a la luz del sol, a Maggie le corría el sudor por la cara. Se sintió incómoda, y lamentó no haberse puesto otra cosa aquella mañana. Tenía la camisa de cuadros de estopilla pegada al cuerpo como una media, y los vaqueros le irritaban la parte interna de los muslos. Ingram la vio casi inmediatamente, y comprobó, satisfecho, que por una vez se habían vuelto las tornas y era ella la que estaba acalorada e incómoda, y no él; aun así, la expresión de Ingram era, como siempre, indescifrable.

Maggie dejó el rastrillo y se secó las manos en los vaqueros, que ya estaban sucios, antes de apartarse el cabello de la sudada cara.

– Buenos días, Nick -dijo-. ¿En qué puedo ayudarte?

– Buenos días, señorita Jenner -dijo él con su clásica inclinación de la cabeza-. Le presento al inspector Galbraith, de la policía de Dorset. Si no le molesta, le gustaría hacerle unas preguntas sobre los sucesos del pasado domingo.

Maggie se miró las palmas de las manos y luego las metió en los bolsillos de los vaqueros.

– Perdone que no le dé la mano, pero las llevo muy sucias, inspector.

Galbraith sonrió, admitiendo la excusa, que en realidad era una muestra de aversión al contacto físico, y echó un vistazo al patio adoquinado. Había una hilera de cuadras en cada uno de los tres lados; estaban construidas con ladrillo rojo y tenían sólidas puertas de roble, y sólo media docena de ellas parecían ocupadas. El resto estaban vacías, con las puertas abiertas, el suelo sin paja, los cestos de heno vacíos; el inspector se dio cuenta de que aquél no era un negocio boyante. Al entrar habían visto un viejo letrero que rezaba Broxton House. Caballerizas, pero por todas partes había indicios de deterioro: en las paredes erosionadas por los elementos durante doscientos años, que empezaban a desmoronarse; en la resquebrajada pintura de las ventanas del cobertizo de los arreos y de la oficina, que nadie se había molestado en arreglar.

Maggie reparó en la curiosidad con que el policía observaba las instalaciones.

– Tiene razón -dijo leyéndole el pensamiento-. Esto se podría convertir en chalets para veraneantes.

– Pero sería una lástima.

– Sí.

Galbraith miró hacia un cercado donde un par de caballos pastaban en la hierba reseca.

– ¿Son suyos también?

– No. Nosotras sólo alquilamos el cercado. Los propietarios tienen que vigilar a sus caballos, pero son unos irresponsables, la verdad, y muchas veces tengo que cuidar a esos animales, sin que eso esté incluido en el contrato. -Esbozó una sonrisa compungida-. No hay forma de hacerle entender a esa gente que el agua se evapora, y que hay que llenar el abrevadero cada día. A veces me pongo histérica.

– Un trabajo pesado, ¿no?

– Sí. -Maggie señaló la puerta que había al final de la hilera de cuadras y dijo-: Subamos a mi piso. Les prepararé un café.

– Gracias.

Galbraith pensó que Maggie era una mujer atractiva, pese a lo desaliñada que iba y sus bruscos modales, y le intrigó la formalidad con que Ingram la trataba, que no podía deberse únicamente a la historia del marido bigamo. Era ella la que debería demostrar formalidad. Mientras los seguía por la escalera, dedujo que el agente debía de haber intentado abordarla en algún momento, y que debía de haber sufrido una derrota aplastante. Maggie Jenner era una mujer de clase alta, aunque la casa donde vivía pareciera una pocilga.

El piso era la antítesis de la pulcra vivienda de Nick. Había desorden por todas partes, varios sacos de alubias amontonados frente al televisor, periódicos con crucigramas a medio hacer sobre butacas y mesas, una alfombra sucia encima del sofá, que olía a perro, y un montón de ropa sucia en el fregadero de la cocina.

– Disculpen el desorden -dijo Maggie-. Me he levantado a las cinco de la mañana, pero todavía no he tenido tiempo de hacer la limpieza. -Galbraith supuso que aquélla debía de ser la excusa que le soltaba a todo el que se atreviera a criticar su estilo de vida.

Ella abrió el grifo y, apartando la ropa sucia, llenó el cazo de agua.

– ¿Cómo les gusta el café? -preguntó.

– Para mí, con leche y dos azucarillos -contestó Galbraith.

– Yo lo prefiero negro, por favor. Y sin azúcar -dijo Ingram.

– ¿Le va bien un poco de leche en polvo? -preguntó Maggie al inspector señalando un envase de cartón-. La leche se ha terminado. -Lavó un par de tazas sucias y añadió-: ¿Por qué no se sientan? Si dejan la manta de Bertie en el suelo, uno de ustedes puede sentarse en el sofá.

– Creo que lo dice por usted -murmuró Ingram mientras salían al salón-. Los inspectores tienen sus privilegios. Es el mejor asiento que hay.

– ¿Quién es Bertie? -preguntó Galbraith en voz baja.

– El sabueso de los Baskerville. Su ocupación favorita es meterle el morro en la entrepierna a la gente y dejársela llena de babas. He comprobado que las manchas tardan al menos tres lavados en marcharse, así que le recomiendo que cuando se siente mantenga las piernas cruzadas.

– Supongo que bromea -dijo Galbraith. Ya había estropeado unos pantalones la noche anterior, mojándoselos en el mar-. ¿Dónde está?

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