Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Harding sacudió la cabeza y replicó:

– Las tiré todas por la borda antes de que vinieran. No quería que se hicieran ideas… -buscó la palabra adecuada- equivocadas.

– ¡Pero qué gilipollas eres! ¿Por qué no dices la verdad, por una vez? Estabas cagado de miedo porque si tenían pruebas de que realizabas actos sexuales con un menor, no tendrían ningún problema para acusarte de violación.

– No lo hacíamos de verdad.

– Pero tiraste esas fotografías. Eres un idiota, tío.

– ¿Por qué?

– Porque puedes apostar a que William les habrá mencionado esas fotografías. Hasta yo las mencioné. Ahora les va a extrañar no encontrarlas.

– ¿Y qué?

– Sabrán que imaginabas que irían a verte.

– ¿Y qué? -repitió Harding.

Bridges lo miró con aire pensativo mientras humedecía con la lengua el papel.

– Ponte en su lugar. ¿Por qué ibas a estar esperando que fueran a verte si no sabías que la muerta era Kate?

Capítulo 13

– Podemos ir al pub -propuso Ingram mientras aseguraba a Miss Creant en el remolque del jeep-, y podemos cenar algo en mi casa. -Consultó el reloj y añadió-: Son las nueve y media, o sea que el pub ya estará muy lleno, y será difícil que nos den algo de comer. -Empezó a quitarse la ropa impermeable, que todavía estaba mojada, pues se había metido en el agua, al final de la rampa, para llevar a Miss Creant hasta el remolque mientras Galbraith manejaba el cabrestante-. En mi casa podremos secarnos -dijo con una sonrisa-. Además, hay silencio y una vista espectacular.

– Me da la impresión de que usted prefiere que vayamos a su casa, no sé por qué -dijo Galbraith mientras se quitaba las botas de agua y las vaciaba. Estaba empapado de cintura para abajo.

– En la nevera hay cerveza, y si quiere puedo hacerle una lubina fresca.

– ¿Fresca de verdad?

– El lunes por la noche todavía estaba viva -dijo Ingram. Cogió unos pantalones de la parte trasera del jeep y se los lanzó a Galbraith-. Puede cambiarse en el puesto de los guardacostas.

– Gracias -dijo Galbraith, y, descalzo, fue hacia el edificio de piedra gris donde se guardaba la lancha salvavidas de Swanage.

Ingram vivía en un pequeño chalet de dos plantas que daba a las colinas que había sobre Seacombe Cliff; las dos habitaciones de la planta baja habían sido convertidas en una sola con una escalera abierta en el centro y una cocina americana. Era evidentemente la vivienda de un soltero, y Galbraith la examinó. Últimamente necesitaba que, de vez en cuando, le recordaran las ventajas de la paternidad.

– Le envidio -dijo al tiempo que se inclinaba para contemplar una réplica detallada del Cutty Sark dentro de una botella que había en la repisa de la chimenea-. ¿La ha hecho usted?

Ingram asintió.

– En mi casa no duraría ni media hora. Todos los objetos de valor que tenía desaparecieron poco después de que a mi hijo le regalaran su primera pelota de fútbol. -Chascó la lengua y añadió-: Dice que se va a hacer millonario jugando en el Manchester United.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Ingram mientras se dirigía a la cocina.

– Siete. Su hermana tiene cinco.

Ingram sacó la lubina de la nevera, y a continuación le pasó a Galbraith una cerveza y abrió otra para él.

– A mí me habría gustado tener hijos -comentó. Abrió el pescado, le quitó la espina dorsal y lo puso sobre la bandeja del grill. Sus movimientos, pese a su envergadura, eran rápidos y precisos-. Pero nunca encontré una mujer dispuesta a quedarse conmigo lo suficiente para tenerlos.

Galbraith recordó que el lunes por la noche Steven Harding había dicho que a Ingram le gustaba la mujer del caballo, y se preguntó si aún no había encontrado a la mujer adecuada.

– A una persona como usted podría irle bien en cualquier sitio -observó el inspector mientras Ingram cogía unos cebollinos y unas hojas de albahaca y los picaba para luego echárselos por encima a la lubina-. ¿Qué lo retiene aquí?

– ¿Aparte de las vistas y el aire puro?

– Sí.

Ingram lavó unas patatas, y las echó en un cazo.

– Pues eso -dijo el agente-. Las vistas, el aire puro, un barco, la pesca, la satisfacción.

– ¿Y la ambición? ¿No le resulta frustrante esta vida? ¿No tiene la impresión de que pierde el tiempo?

– A veces sí. Pero entonces me acuerdo de cómo detestaba la competitividad de la vida moderna, y se me pasan todas las frustraciones. -Miró a Galbraith-. Antes de hacerme policía trabajé cinco años en una compañía de seguros, y aquello fue un verdadero infierno. No creía en el producto, pero la única forma de salir adelante era vender más y más, y eso me volvía loco. Un fin de semana me puse a pensar en lo que esperaba de la vida, y el lunes presenté la dimisión. -Llenó el cazo de agua y lo puso en el fuego.

El inspector se acordó de los diversos seguros que tenía contratados.

– ¿Qué tienen de malo los seguros?

– Nada. -Ingram bebió un sorbo de cerveza y añadió-: Siempre que los necesites, siempre que comprendas las condiciones de la póliza, siempre que puedas permitirte pagar las primas, siempre que te hayas leído la letra pequeña… Los seguros son como cualquier otro producto. Hay que desconfiar de ellos.

– No me diga eso.

Ingram sonrió.

– Por si le sirve de consuelo, le diré que me habría sentido igual si me hubiera dedicado a vender lotería.

La agente Griffiths se había quedado dormida, con la ropa puesta, en la habitación de invitados, pero despertó sobresaltada cuando Hannah empezó a gritar en la habitación de al lado. Bajó de la cama con el corazón latiéndole violentamente, y tropezó con William Sumner, que salía sigilosamente de la habitación de la niña.

– ¿Qué demonios hace? -preguntó la agente-. Le han prohibido entrar en la habitación de Hannah.

– Creía que estaba dormida. Sólo quería mirarla.

– Acordamos que no lo haría.

– Puede que lo acordara usted, pero yo no. No tiene ningún derecho a impedírmelo. Ésta es mi casa y Hannah es mi hija.

– Yo de usted no confiaría demasiado en eso -dijo la agente secamente. Iba a añadir: «Actualmente los derechos de Hannah tienen prioridad respecto a los suyos», pero Sumner no le dio ocasión.

La sujetó por los brazos y la miró con desprecio.

– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Sumner.

Ella no contestó; se limitó a zafarse levantando las manos. Sumner se alejó por el pasillo tambaleándose. Pero la agente tardó un rato en comprender lo que implicaba aquella pregunta.

Si Hannah no fuera hija de Sumner, lo entendería todo mejor, pensó.

Galbraith dejó el tenedor y el cuchillo a un lado del plato y suspiró de satisfacción. Estaban sentados en el patio del chalet, en mangas de camisa, junto a un retorcido ciruelo que despedía un fuerte olor a fruta madura. El farol que había encima de la mesa proyectaba un círculo de luz amarilla sobre la fachada de la casa y sobre el césped. En el horizonte, unas nubes plateadas flotaban por encima del mar como velos impulsados por el viento.

– Voy a tener problemas -dijo Galbraith-. Esto es demasiado perfecto.

Ingram apartó su plato y apoyó los codos en la mesa.

– Tienes que acostumbrarte a estar solo. De lo contrario, éste es el lugar más triste de la tierra.

– ¿Usted lo ha conseguido?

Ingram, el más joven de los dos, esbozó una sonrisa y contestó:

– Me las arreglo bastante bien, siempre que la gente como usted no pase por aquí demasiado a menudo. Para mí la soledad es un estado mental, no una ambición.

Galbraith asintió y dijo:

– Sí, ya le entiendo. -Lo miró un momento y agregó-: Hábleme de la señorita Jenner. Harding nos dio a entender que había estado charlando animadamente con ella antes de que usted regresara. ¿La conoce mucho?

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