Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Pero no era fácil hacer hablar a Ingram de su vida privada.

– Más o menos como al resto de la gente de por aquí -respondió-. ¿Qué le ha parecido Harding, por cierto?

– No sé qué decirle. Asegura que no tiene nada que ver con Kate Sumner, y su interpretación resulta convincente, pero, como señaló mi jefe, la antipatía es un motivo como cualquier otro para violar y asesinar a una mujer. Dice que Kate Sumner lo acosaba manchándole el coche con excrementos, porque él la había rechazado. Podría ser cierto, pero ninguno de nosotros se lo cree del todo.

– ¿Por qué no? Hace tres años hubo aquí un caso curioso: una mujer empotró el coche de su marido contra la puerta de la casa de su amante. Las mujeres se ponen furiosas cuando las dejan de lado.

– Sólo que él dice que nunca se había acostado con ella.

– Quizás ése fuera el problema.

– ¿Cómo es que de pronto lo defiende?

– No lo defiendo. Lo que intento es estar abierto a todas las posibilidades.

Galbraith chascó la lengua.

– Harding quiere hacernos creer que es un semental, supongo que basándose en que un hombre al que nunca le faltan mujeres no necesita violar a nadie, pero no puede o no quiere proporcionar los nombres de las mujeres con que se ha acostado. Ni él, ni nadie. -Se encogió de hombros-. Sin embargo, nadie pone en duda su fama de mujeriego. Todo el mundo está convencido de que recibe visitas femeninas en su barco, pese a que la policía científica no ha encontrado ninguna prueba que lo demuestre. Las sábanas de su cama están llenas de semen seco, pero sólo había dos pelos que no eran de Harding, y ninguno era de Kate Sumner. Conclusión: ese chico es un masturbador compulsivo. -Hizo una pausa para reflexionar-. El problema es que, por lo demás, ese maldito barco es de lo más monástico.

– No le sigo.

– No hay nada ni remotamente pornográfico -dijo Galbraith-. Los masturbadores compulsivos, sobre todo los que cometen violaciones, se hacen pajas mirando vídeos de porno duro porque lo único que les interesa es su polla, y necesitan imágenes cada vez más escandalosas para correrse. Así que, ¿cómo hace nuestro amigo Harding para excitarse?

– ¿Recuerdos? -sugirió Ingram irónicamente.

– Harding ha posado para revistas pornográficas, pero afirma que el único ejemplar que alguna vez ha guardado es el que le enseñó a William Sumner. -Hizo un breve resumen de las versiones de la historia de Harding y Sumner-. Dice que después tiró esa revista a la basura, y que las fotografías no le interesan una vez le han pagado.

– Yo apostaría a que lo tiró todo por la borda cuando pensó que quizá lo incluiríamos en la lista de personas que íbamos a interrogar. -Ingram caviló unos instantes y añadió-: ¿Le preguntó algo sobre lo que me contó Danny Spender? ¿Por qué se estaba frotando con el teléfono?

– Dijo que no era cierto, que se lo había inventado el chico.

– No me lo creo. Apuesto a que Danny lo decía en serio.

– Entonces, ¿por qué lo hacía?

– Quizá estuviera reviviendo la violación. O le excitó que hubieran encontrado a la víctima. Quizá fuera la señorita Jenner la que lo excitó.

– ¿Usted qué cree?

– Que revivía la violación -contestó Ingram.

– Eso es una mera especulación, basada en la palabra de un niño de diez años y un policía. Ningún jurado le creería, Nick.

– En ese caso, hable mañana con la señorita Jenner. Pregúntele si vio algo antes de que llegara yo. -Empezó a recoger los platos sucios-. Pero le aconsejo que la trate con guantes de seda. No siente demasiada simpatía por los policías.

– ¿Por los policías en general, o sólo por usted?

– Sólo por mí, supongo -admitió Ingram-. Me chivé a su padre de que el hombre con el que se había casado había emitido un par de cheques sin fondos, y cuando el viejo se lo comentó al marido, el muy desgraciado se largó con la pequeña fortuna que les había robado a la señorita Jenner y a su madre. Cuando introdujeron sus huellas dactilares en el ordenador, resultó que estaba buscado por toda la policía de Inglaterra, además de por las diversas esposas que había ido acumulando. Maggie Jenner era la cuarta, aunque como su marido no se había divorciado de la primera, el matrimonio no era válido.

– ¿Cómo se llamaba?

– Robert Healey. Lo detuvieron hace un par de años en Manchester. Maggie lo conocía como Martin Grant, pero ante el tribunal él admitió haber utilizado otros veintidós alias.

– ¿Y ella le culpa a usted de haberse casado con un estafador? -preguntó Galbraith, incrédulo.

– No, de eso no. Su padre llevaba años enfermo del corazón, y cuando se enteró de que estaban al borde de la ruina murió de un infarto. Supongo que ella piensa que si yo hubiera hablado con ella en lugar de con su padre, ella habría convencido a Healey de que le devolviera el dinero y su padre seguiría con vida.

– ¿Y lo habría convencido?

– No lo creo. Healey era un experto en chanchullos, y dejarse persuadir no formaba parte de su técnica.

– ¿Cómo lo hacía?

Ingram torció el gesto.

– Empleando su encanto personal. Maggie estaba loca por él.

– ¿Qué pasa? ¿Es tonta?

– No, tonta no; demasiado ingenua. -Ingram ordenó sus pensamientos y prosiguió-: El era un profesional. Creó una empresa ficticia con cuentas ficticias y convenció a las dos mujeres para que invirtieran en ella; para ser exactos, convenció a Maggie Jenner para que convenciera a su madre. Era una operación muy sofisticada. Después yo vi los documentos, y no me sorprende que Maggie picara el anzuelo. La casa estaba abarrotada de folletos, cuentas auditadas, cheques de salario, listas de empleados, declaraciones de renta… Había que ser muy desconfiado para sospechar que alguien se estaba tomando tantas molestias para estafarte cien mil libras. El caso es que, dado que las acciones de la empresa estaban subiendo a un ritmo de un veinte por ciento anual, la señora Jenner cobró todos sus bonos y le extendió un cheque a su yerno.

– ¿Y él lo cobró en efectivo?

– Así es. Pasó al menos por tres cuentas bancarias, y después desapareció. En total, Healey tardó un año en llevar a cabo la estafa (nueve meses camelándose a Maggie Jenner, y tres meses casado con ella). Pero las Jenner no fueron las únicas personas a las que Healey desplumó. Las utilizó a ellas para engatusar a otra gente, y muchos amigos suyos también se pillaron los dedos. Es muy triste, pero desde entonces se han convertido en un par de ermitañas.

– ¿De qué viven ahora?

– De lo poco que ganan con las caballerizas de Broxton House. Pero las cuadras cada vez están más abandonadas.

– ¿Por qué no las venden?

Ingram apartó la silla, dispuesto a levantarse, y contestó:

– Porque no son suyas. El viejo Jenner cambió su testamento antes de morir, y le dejó la casa a su hijo, con la condición de que las dos mujeres pudieran seguir usándola mientras viviera la señora Jenner.

– Y después, ¿qué? El hermano no va a dejar a Maggie Jenner en la calle.

– Pues no me sorprendería -contestó Ingram-. Es abogado, y seguro que no piensa tener una inquilina permanente en la casa cuando venda la propiedad a una inmobiliaria.

El jueves por la mañana, antes de entrevistarse con Maggie Jenner, Galbraith habló un momento con Carpenter sobre el bote aparecido en la playa.

– He enviado a un par de agentes de la científica a examinarlo -le dijo-. No creo que encuentren nada. Ingram y yo lo estuvimos examinando para intentar averiguar por qué se había desinflado, pero la verdad es que está hecho trizas. De todos modos, vale la pena probarlo. Intentarán inflarlo de nuevo y llevarlo al agua, pero le recomiendo que no se haga muchas ilusiones, porque no creo que nos ayude a averiguar gran cosa.

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