Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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El correo de Kate consistía casi únicamente en cartas de negocios, generalmente referentes a trabajos hechos en la casa, aunque había algunas cartas de amigos suyos de Lymington, de su suegra y una, fechada en julio, de Polly Garrard de Pharmatec UK.

Querida Kate:

Hace siglos que no hablamos, y cada vez que te llamo, o comunicas o no estás en casa. Llámame cuando puedas. Estoy impaciente por saber cómo os va a Hannah y a ti en Lymington. Preguntárselo a William es perder el tiempo; él dice «Bien», y no hay forma de sacarle una palabra más.

Me encantaría ver la casa y las reformas que has hecho en ella. ¿Qué te parece si me tomo un día libre para ir a verte mientras William esté trabajando? Así tu marido no podrá quejarse de que cotilleamos. ¿Te acuerdas de Wendy Plater? Hace un par de semanas se emborrachó durante el almuerzo y le dijo a Purdy que era un gilipollas reprimido porque cuando ella llegó, tarde y tambaleándose, él le dijo que le iba a descontar el dinero de la paga. ¡Qué risa, por Dios! Purdy la habría despedido allí mismo, de no ser porque el bueno de Trew intercedió por ella. Wendy tuvo que disculparse, pero no se arrepiente de nada. Dice que era la primera vez que veía a Purdy ponerse lívido de ira.

Pensé en ti inmediatamente, claro, y por eso te estuve llamando por teléfono. Llámame, por favor. Hace siglos que no hablamos, y me acuerdo mucho de ti.

Besos,

Polly Garrard.

Había un borrador de respuesta de Kate enganchado a la carta con un clip.

Querida Polly:

Hannah y yo estamos bien, y claro que tienes que venir a vernos. Ahora estoy un poco ocupada, pero te llamaré en cuanto pueda. La casa ha quedado estupenda. Seguro que te encantará.

Me juraste… ¡La historia sobre Wendy Plater me ha encantado!

Espero que todo te vaya bien.

Hasta pronto.

Besos,

Kate

Los padres de los hermanos Spender se mostraron preocupados cuando Ingram les preguntó si el inspector Galbraith podía hablar con Paul a solas.

– ¿Qué ha hecho mi hijo? -preguntó el padre.

Ingram se quitó la gorra y se mesó el oscuro cabello.

– Que yo sepa, nada -contestó-. Son sólo preguntas de rutina.

– Entonces, ¿por qué quieren hablar con él a solas?

Ingram le sostuvo la mirada y contestó:

– Porque la víctima apareció desnuda, señor Spender, y a Paul le da vergüenza hablar de ello delante de sus padres.

El padre soltó una risita y dijo:

– Debe de considerarnos unos mojigatos irrecuperables.

Ingram sonrió y dijo:

– Como todos los hijos. -Señaló el camino que había delante del chalet alquilado-. Seguramente se sentirá más cómodo si habla con nosotros fuera.

A la hora de la verdad, Paul se expresó con sorprendente franqueza sobre la «simpatía» de Steven Harding.

– Creo que Maggie le gustaba y que intentaba impresionarla demostrándole lo bien que se llevaba con los niños -dijo a los policías-. Mi tío hace lo mismo. Cuando viene a casa solo ni siquiera nos dirige la palabra, pero si trae a alguna de sus novias nos abraza y nos cuenta chistes. Lo hace para que ellas piensen que será un buen padre.Galbraith chascó la lengua y dijo:

– ¿Era eso lo que hacía Steve?

– Supongo. Se puso mucho más simpático cuando apareció ella.

– ¿Le viste juguetear con su teléfono móvil?

– ¿Juguetear como dice Danny?

Galbraith asintió.

– Yo evité mirarle, pero Danny está seguro de que sí, y no creo que se equivoque, porque mi hermano no le sacaba los ojos de encima.

– Y ¿por qué crees que lo hacía?

– Porque se olvidó de que nosotros estábamos allí -contestó el niño.

– ¿Cómo lo hacía exactamente?

Paul empezó a mostrarse abochornado.

– Bueno, no sé -dijo-, creo que lo hacía sin darse cuenta… A veces mi padre también hace cosas sin darse cuenta, como lamer el cuchillo en el restaurante. Mi madre se pone furiosa.

– Eres un chico muy listo. Es lo mismo que habría pensado yo. -Se acarició la mejilla, reflexionando sobre el problema, y prosiguió-: Sin embargo, frotarse la entrepierna con un teléfono no es lo mismo que lamer el cuchillo. ¿No te dio la impresión de que lo hacía para exhibirse?

– Estaba mirando a una chica con los prismáticos -dijo Paul-. A lo mejor quería exhibirse ante ella.

– Es posible. -Galbraith fingió reflexionar sobre aquella posibilidad-. ¿No crees que es más probable que se estuviera exhibiendo ante Danny y ante ti?

– Bueno… Hablaba todo el rato de mujeres a las que había visto desnudas, pero a mí me pareció que la mitad era mentira… Creo que lo que pretendía era que nos sintiéramos mejor.

– ¿Opina Danny lo mismo que tú?

El niño sacudió la cabeza y respondió:

– No, pero eso no significa nada. Steve no le cae bien, porque cree que le robó la camiseta.

– ¿Es eso cierto?

– No lo creo. Sólo es una excusa porque la perdió, y mamá le regañó. Lleva la inscripción derby f.c., y vale una fortuna.

– ¿Llevaba Danny esa camiseta el domingo?

– Dice que fue con lo que envolvió los prismáticos, pero yo no me acuerdo.

– Está bien. Dime, ¿qué piensa Danny de Steve?

– Cree que es un pedófilo -contestó Paul con naturalidad.

Sandra Griffiths silbaba una melodía mientras se preparaba una taza de café en la cocina de Langton Cottage. Hannah estaba sentada, hipnotizada, delante del televisor del salón, y Sandy bendijo al genio que había inventado aquella niñera electrónica. Se volvió hacia la nevera para coger leche y vio a William Sumner.

– ¿La he asustado? -preguntó él al ver que ella daba un respingo.

Ya sabe que sí, imbécil, pensó, pero compuso una sonrisa para disimular el hecho de que William empezaba a ponerle los pelos de punta.

– Sí -admitió-. No le oí entrar.

– Eso mismo solía decir Kate. Y a veces se ponía furiosa.

No me extraña, pensó Sandy. Empezaba a considerar a Sumner un voyeur, un hombre que se ponía caliente espiando a las mujeres. Ya había dejado de contar las veces que lo había visto atisbando desde el marco de una puerta, como si fuera un intruso en su propia casa. Marcó la distancia entre los dos llevando la tetera a la mesa de la cocina y apartando una silla. Hubo un largo silencio durante el cual William Sumner no dejó de golpear la pata de la mesa con la punta del zapato.

– Usted me tiene miedo, ¿verdad? -preguntó él de pronto.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó ella mientras sujetaba la mesa para impedir que se moviera con las pataditas que Sumner le estaba dando.

– Anoche estaba asustada. -Parecía satisfecho, como si aquella idea lo excitara, y a ella le pareció que él necesitaba sentirse superior.

– No se haga ilusiones -le espetó mientras encendía un cigarrillo y le exhalaba el humo a la cara deliberadamente-. Créame, si hubiera estado asustada, le hubiera capado. Primero capar, y después preguntar. Ése es mi lema.

– No me gusta que fume ni que diga palabrotas en esta casa -dijo él dando otra patada a la pata de la mesa.

– Pues presente una queja. Me asignarán otro caso, y se acabó. -Le sostuvo la mirada y agregó-: Y eso a usted no le gustaría, ¿verdad? Está acostumbrado a tener una esclava en la casa.

A Sumner se le humedecieron los ojos.

– Usted no entiende cómo me siento. Antes todo marchaba bien. Y ahora… bueno, ni siquiera sé qué tengo que hacer.

La actuación de Sumner resultó de aficionado, por no decir diabólica, y Griffiths estaba indignada. ¿Qué se creía? ¿Que le atraían los hombres indefensos?

– Pues debería sentir vergüenza -le soltó-. Según la enfermera de la Seguridad Social, ni siquiera sabía usted dónde estaba el aspirador, y mucho menos cómo funciona. Vino a enseñarle las nociones básicas de la paternidad y del cuidado del hogar porque nadie va a permitir que una niña de tres años se quede al cuidado de un hombre que muestra tanta indiferencia por el bienestar de su hija.

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