Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Harding se había quedado lívido.

– Contésteme, por favor -exigió Carpenter-. ¿Es usted consciente de lo que eso significa?

– Si me niego me detendrán.

Carpenter asintió con la cabeza.

– No puedo creer que se estén comportando así. No pueden ir por ahí acusando a la gente de violación para registrar su barco impunemente. Eso es abuso de poder.

– Se olvida usted de los indicios. -El agente enumeró los puntos con los dedos de las manos-: Uno: ha admitido usted que el sábado a las 9:30 se encontró a Kate Sumner poco antes de zarpar; dos: no ha podido ofrecer una explicación razonable de por qué tardó catorce horas en ir de Lymington a Poole; tres: ha dado explicaciones contradictorias de por qué estaba en el sendero de la costa, cerca de donde fue hallado el cadáver de Kate Sumner; cuatro: su barco estaba amarrado a la hora y en las proximidades de donde encontraron a la hija de Kate Sumner deambulando sola y traumatizada; cinco: parece usted poco dispuesto o incapaz de responder satisfactoriamente a sencillas preguntas… -Se interrumpió y preguntó-: ¿Quiere que continúe?

Harding había acabado por perder la compostura, y ahora parecía muy asustado.

– Todo eso no son más que coincidencias -protestó.

– ¿Incluido el hecho de que encontraran a Hannah cerca del puerto deportivo de Salterns?

– Supongo… -Harding se detuvo bruscamente, con expresión de alarma-. No sé de qué están hablando -dijo elevando la voz-. ¡Mierda! Necesito pensar.

– ¿Necesita pensar? Pues piense que si cuando registremos este barco descubrimos una sola huella dactilar que corresponda a Kate Sumner…

– Está bien, está bien -le interrumpió Harding respirando ruidosamente por la nariz y haciendo ademanes tranquilizadores, como si fueran los detectives, y no él, los que necesitaran calmarse-. Kate y su hija estuvieron en este barco, pero no fue el sábado.

– ¿Cuándo fue?

– No me acuerdo.

– Eso no me sirve, Steven. ¿Hace poco? ¿Hace mucho? ¿En qué circunstancias? ¿Las trajo usted hasta aquí en su bote? ¿Era Kate una de sus conquistas? ¿Se acostó con ella?

– ¡No, maldita sea! -contestó Harding, furioso-. Esa mujer era insoportable. No me dejaba vivir, estaba empeñada en que me la follara, y quería que fuera simpático con su hija. Se pasaba el día rondando por el pontón del combustible, por si yo iba a repostar. Me ponía histérico, se lo aseguro.

– A ver si lo he entendido bien -murmuró Carpenter con sarcasmo-. Para que ella dejara de perseguirlo, la invitó a su barco, ¿no?

– Pensé que si era amable con ella… ¡Bah! Adelante, pueden registrar el maldito barco. No van a encontrar nada.

Carpenter le hizo una señal a Galbraith con la cabeza.

– Puedes empezar por la cabina. ¿Tiene otra lámpara, Steven?

Harding negó con la cabeza.

Galbraith descolgó una linterna del mamparo de popa y la encendió.

– Esto servirá -dijo.

Abrió la puerta de la cabina e iluminó con la linterna; casi inmediatamente se fijó en un montoncito de ropa que había en el estante de babor. Con la punta del bolígrafo apartó una blusa fina, unos sujetadores y unas bragas, y debajo de esas prendas encontró unos zapatitos de niño. Los iluminó y se apartó para que Carpenter y Harding pudieran verlos.

– ¿De quién son estos zapatos, señor Harding?

Harding no contestó.

– ¿De quién es esta ropa de mujer?

Harding seguía callado; el agente dijo:

– Si puede explicar qué hacen estas prendas en su barco, Steven, le aconsejo que lo haga ahora.

– Son de mi novia -respondió el joven con un nudo en la garganta-. Tiene un hijo. Los zapatos son del niño.

– ¿Quién es ella, Steven?

– No puedo decírselo. Está casada, y no tiene nada que ver con todo esto.

Galbraith salió de la cabina con uno de los zapatos colgado de la punta del bolígrafo.

– Hay un nombre escrito en la tira, jefe. H. Sumner. Y aquí hay unas manchas en el suelo.

– Iluminó unas manchas oscuras junto a la litera-. Parecen recientes.

– ¿Quiere decirme de qué son esas manchas, Steven?

Con un ágil movimiento, el joven cogió la botella de whisky con ambas manos, blandiéndola violentamente y obligando a Galbraith a refugiarse en la cabina.

– ¡Basta! -gritó al tiempo que se desplazaba hacia la mesa de trabajo-. No se van a salir con la suya. Y ahora, apártense antes de que haga algo de lo que tenga que arrepentirme. ¡Déjenme en paz! ¡Necesito pensar!

A Harding le sorprendió la facilidad con que Galbraith le arrebató la botella y lo hizo girar, colocándolo de cara al tabique recubierto de teca mientras le esposaba las muñecas a la espalda.

– Tendrá todo el tiempo que quiera para pensar en la celda -dijo el comisario fríamente, y tumbó al joven boca abajo en el sofá-. Queda detenido como sospechoso de asesinato. No tiene que decir nada ahora, pero si explica algo ante el tribunal que no mencionó en el interrogatorio, podría perjudicar su defensa. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.

De no ser porque William Sumner tenía la llave de la puerta, Sandy Griffiths habría dudado de que viviera en Langton Cottage, porque daba la impresión de que apenas conocía la casa. De hecho, el agente que la acompañaba estaba mejor informado que el propio Sumner, pues había visto cómo los policías encargados de registrar la casa examinaban minuciosamente las habitaciones. Sumner miraba a Griffiths con expresión de perplejidad cada vez que ella le formulaba una pregunta. ¿En qué armario estaba el té? Sumner no lo sabía. ¿Dónde guardaba Kate los pañales de Hannah? No lo sabía. ¿Qué toalla era la de la niña? No lo sabía. ¿Podía al menos acompañarla a la habitación de Hannah para que la acostara? Steven miró hacia la escalera.

– Está arriba -dijo-. No tiene pérdida.

Sumner parecía fascinado por la invasión de su casa por parte del equipo de investigadores.

– ¿Qué buscaban?-preguntó.

– Cualquier cosa relacionada con la desaparición de Kate -contestó Griffiths.

– ¿Significa eso que creen que lo hice yo?

Griffiths se colocó a Hannah sobre la cadera y le apoyó la cabeza en el hombro.

– Es lo que se hace normalmente, William, pero no creo que debamos hablar de eso ahora. Le sugiero que se lo pregunte mañana al inspector Galbraith.

Pero Sumner no hizo caso a la agente. Se quedó mirando una fotografía de su esposa que había en la repisa de la chimenea y dijo:

– Yo no podría haberlo hecho. Estaba en Liverpool.

A requerimiento de la policía de Dorsetshire, la policía de Liverpool ya había iniciado las investigaciones preliminares en el hotel Regal. Era demasiado pronto para sacar conclusiones, por supuesto, pero la cuenta que Sumner había pagado aquella mañana tenía una lectura interesante. Pese a haber utilizado mucho el teléfono, la cafetería, el restaurante y el bar los dos primeros días, había un período de veinticuatro horas, entre la hora del almuerzo del sábado y una consumición en el bar el domingo a mediodía, durante el cual Sumner no había utilizado ningún servicio del hotel.

Capítulo 10

A la mañana siguiente, durante los veinte minutos que estuvo esperando en el salón de Langton Cottage para hablar con William Sumner, John Galbraith se enteró de dos cosas sobre la difunta Kate. La primera, que era una mujer vanidosa. Todas las fotografías que había a la vista eran suyas, o de ella y Hannah, y el policía buscó sin éxito alguna imagen de William, o de una anciana que pudiera ser la madre de William. Como no las encontró, se puso a contar las fotografías que había -trece-; en todas ellas aparecía el mismo rostro sonriente enmarcado por la melena de rizos dorados. ¿Se trataba de un caso de narcisismo extremo, o de un profundo complejo de inferioridad que necesitaba un constante recordatorio de que ser fotogénico era una virtud como cualquier otra?

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