Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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La segunda cosa que averiguó fue que él no habría podido vivir con aquella mujer. Al parecer, a Kate Sumner le encantaba ponerle volantes a todo: a las cortinas de encaje, al bastidor de la barra, a las butacas… Hasta las pantallas de las lámparas tenían borlas. No había nada en la casa, ni siquiera las paredes, que hubiera escapado a su afición por los adornos. Langton Cottage era una casa construida en el siglo xix, con techos con vigas y chimeneas de ladrillo, y en lugar de las paredes blancas que habrían hecho destacar esos elementos, Kate había cubierto las paredes del salón -seguramente con un gasto considerable- de papel pintado imitando el estilo Regency, adornado con franjas doradas, lazos blancos y cestas de fruta de llamativos colores. Galbraith se estremeció ante aquella profanación de lo que podría haber sido un hermoso salón, e inconscientemente lo comparó con la sencilla decoración del balandro de Steven Harding, que ahora el equipo de la policía científica estaba revisando con microscopio mientras Harding, ejerciendo su derecho a guardar silencio, esperaba en una celda de la comisaría.

Rope Walk era una tranquila avenida bordeada de árboles situada al oeste del club náutico Royal Lymington y del Municipal, y saltaba a la vista que Langton Cottage no era una casa barata. El martes a las ocho de la mañana, cuando llamó a la puerta tras haber dormido sólo dos horas, Galbraith se preguntó a cuánto habría ascendido la hipoteca y cuánto ganaría William con su empleo de director científico de un laboratorio farmacéutico. No entendía por qué se habían marchado de Chichester, sobre todo teniendo en cuenta que ni Kate ni William tenían ningún lazo con Lymington.

La agente Griffiths le abrió la puerta e hizo una mueca cuando Galbraith le dijo que quería hablar con Sumner.

– No creo que esté en condiciones de mantener una conversación -susurró la agente-, Hannah ha pasado la noche llorando, y su padre no ha dormido mucho más que yo.

– Vaya, así que no soy el único.

– Tú tampoco has dormido mucho, ¿eh?

Galbraith sonrió y preguntó:

– ¿Cómo está Sumner?

– No muy bien. No para de llorar y de decir que no hay derecho. -Bajó un poco la voz y añadió-: Estoy preocupada por Hannah. Es evidente que le tiene miedo a su padre. Se pone a berrear en cuanto él entra en la habitación, y se calma al verlo salir. Al final, anoche le dije que fuera a acostarse, para ver si así yo conseguía hacer dormir a la niña.

Galbraith parecía interesado.

– ¿Cómo reacciona Sumner?

– Eso es lo más extraño: no reacciona. Lo ignora, como si estuviera acostumbrado a las pataletas de su hija.

– ¿Te ha explicado por qué se comporta así?

– Lo único que dijo es que como pasa muy pocas horas en casa nunca ha tenido ocasión de establecer un vínculo afectivo firme con la niña. Seguramente es verdad. Me da la impresión de que Kate la tenía envuelta en algodones. En esta casa hay tantos artilugios de seguridad que no entiendo cómo Hannah habría podido aprender algo. Todas las puertas tienen pestillos de seguridad, hasta el armario de su propio dormitorio; eso quiere decir que la niña no puede explorar, no puede elegir la ropa que va a ponerse ni hacer un desastre de vez en cuando. Tiene casi tres años, pero todavía duerme en una cuna. Es muy raro. Su cuarto parece una celda. Todo este despliegue no es normal, y la verdad, no me sorprende que Hannah sea una niña retraída.

– Supongo que habrás pensado que a lo mejor la niña le tiene miedo porque vio cómo él mataba a su madre -murmuró Galbraith.

Sandy Griffiths hizo un ademán de duda y repuso:

– Yo no lo tengo tan claro. Sumner ha hecho una lista de colegas que pueden atestiguar que estaba en Liverpool el sábado por la noche, y si esa coartada se confirma, es imposible que a la una de la madrugada estuviera en Dorset arrojando a su esposa por la borda.

– No. Pero aun así… -Apretó los labios, pensativo-. ¿Sabes que la policía científica no ha encontrado ni un solo medicamento en esta casa? Ni siquiera paracetamol. Es un poco extraño, teniendo en cuenta que William es investigador farmacéutico.

– A lo mejor es por eso que no tiene medicamentos. Porque sabe lo que llevan.

– Mmmm. O porque se deshizo de ellos antes de que llegáramos nosotros. -Miró hacia la escalera y preguntó-: ¿Te cae bien?

– No demasiado -admitió ella-, pero no me hagas mucho caso. Siempre he sido muy mala juzgando a los hombres. En mi opinión no le habrían venido mal un par de bofetadas hace treinta años, para enseñarle modales, pero por lo visto tiene a las mujeres por criadas.

Galbraith rió y dijo:

– ¿Crees que podrás aguantarlo?

Ella se frotó los ojos y contestó:

– ¡Quién sabe! Tu colega se ha marchado hace cerca de media hora, y supongo que tendré un poco de descanso cuando se lleven a William a identificar el cadáver y hablar con el médico que examinó a Hannah. El problema es que no creo que la niña quiera separarse de mí. Se me pega como una lapa. Utilizo la habitación de invitados para echarme una cabezada cuando puedo, y he pensado que tendría que buscarme un sustituto mientras ella duerme para así poder quedarme aquí. Pero tendré que hablar con mi jefe para que busque a alguien. -Suspiró y dijo-: Supongo que quieres que vaya a despertar a William.

Él le dio unas palmadas en el hombro y dijo:

– No, ya lo haré yo. Enséñame dónde está su habitación.

– Vas a despertar a Hannah -protestó la agente-. Si se pone a llorar antes de que me haya fumado un cigarrillo y tomado un café, te mato. Estoy agotada. No soportaría más llantos sin una buena dosis de cafeína y nicotina.

– ¿Se te quitarán las ganas de tener hijos?

– Se me quitarán las ganas de tener marido. Habría sido más fácil si no hubiera tenido a Sumner detrás de mí todo el tiempo como un alma en pena. -Abrió la puerta del salón y agregó-: Puedes esperar aquí. Te encantará. Es como un santuario.

Galbraith oyó pasos en la escalera; se volvió hacia la puerta y vio entrar a Sumner. Tenía cuarenta y tantos años, pero hoy parecía mucho mayor, y Galbraith sospechó que Harding habría sido más cruel al describirlo si lo hubiera visto en aquella situación. Iba sin afeitar y sin peinar, y su rostro denotaba cansancio, aunque era imposible saber si era debido al dolor o a la falta de sueño. Sin embargo tenía la mirada bastante despierta, lo cual no le pasó desapercibido a Galbraith. La falta de sueño no implicaba necesariamente aturdimiento mental.

– Buenos días, señor Sumner -dijo el detective-. Lamento molestarlo a estas horas, pero tengo que hacerle unas preguntas más, y me temo que no pueden esperar.

– No se preocupe. Siéntese. Creo que anoche no fui de gran ayuda, pero estaba tan cansado que no podía ni pensar. -Se sentó en una butaca y le cedió el sofá a Galbraith-, He redactado las listas que me pidió. Están en la mesa de la cocina.

– Gracias. -Galbraith lo miró inquisitivamente-. ¿Ha podido dormir?

– No mucho. No podía dejar de pensar en lo ocurrido. Es todo tan absurdo. Si se hubieran ahogado las dos lo entendería, pero no tiene sentido que Kate esté muerta y Hannah esté viva.

Galbraith le dio la razón. Carpenter y él habían estado cavilando sobre aquello casi toda la noche. ¿Por qué Kate tuvo que nadar para salvarse mientras que a la niña le perdonaron la vida? La mejor explicación -que el barco era el Crazy Daze, que Hannah había estado a bordo pero que había conseguido escaparse mientras Harding iba a pie a Chapman's Pool- no respondía a las preguntas de por qué no habían lanzado a la niña por la borda junto con la madre, por qué a Harding no le preocupaba que la gente de otros barcos que había en el puerto deportivo donde había dejado sola a la niña la oyeran llorar, y quién había alimentado y cambiado a Hannah en las horas anteriores a que la encontraran.

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