– Entonces, lo que nos han dicho de que ella no lo dejaba en paz y que usted estaba harto no es cierto, ¿no? -dijo Carpenter.
Harding no contestó.
– ¿Subió Kate alguna vez a este barco?
– No.
– ¿Está seguro?
Por primera vez, los agentes detectaron nerviosismo en Harding. El actor volvió a encorvarse sobre la mesa y se pasó la lengua por los resecos labios.
– Mire, no sé de qué va todo esto. Vale, una tía se ahoga y resulta que yo la conocía, no demasiado bien, pero sí, la conocía. Reconozco que es una extraña coincidencia que yo estuviera allí cuando la encontraron, pero mire, yo siempre me encuentro a gente que conozco. Suele pasarnos a los que navegamos: siempre te encuentras a gente con la que tomaste una copa quizá dos años atrás.
– Sí, pero ahí reside precisamente el problema -dijo Galbraith con tono razonable-. Según tenemos entendido, Kate Sumner no navegaba. Usted mismo ha dicho que Kate nunca había estado a bordo del Crazy Daze.
– Eso no quiere decir que no aceptara una invitación. Ayer había un Beneteau francés, el Mirage anclado en Chapman's Pool. Lo vi con los prismáticos de los chicos. La semana pasada estaba amarrado en Berthon; lo sé porque una chica que viaja en ese barco me preguntó el código de los lavabos. Esos franceses también podían conocer a Kate. Berthon está en Lymington, ¿no? Kate vive en Lymington. A lo mejor la llevaron a dar un paseo.
– Es una posibilidad -concedió Carpenter. Vio cómo Galbraith anotaba algo-. ¿Recuerda cómo se llamaba la chica, por casualidad?
Harding negó con la cabeza.
– ¿Conoce usted a alguien más que pudiera llevar a Kate a navegar el sábado?
– No. Como ya le he dicho, nos conocíamos poco. Pero seguro que ella tenía amigos que podían invitarla a ir en barco. Por aquí todo el mundo conoce a alguien que tiene un barco.
Galbraith señaló la cocina y preguntó:
– ¿Fue usted de compras el sábado por la mañana antes de salir hacia Poole?
– ¿Y eso qué importa? -repuso Harding con agresividad.
– Simple curiosidad. ¿Compró el queso y las manzanas que tiene en la cocina el sábado por la mañana?
– Sí.
– ¿Se encontró a Kate Sumner en el pueblo?
Harding vaciló antes de responder:
– Sí. Estaba delante de Tesco's con su hija.
– ¿Qué hora era?
– Las nueve y media, más o menos. -Volvió a coger la botella de whisky y la tumbó; colocó el dedo índice sobre el cuello de la botella y la hizo rodar lentamente-. No me entretuve mucho porque quería marcharme pronto, y ella estaba buscando unas sandalias para su hija. Nos saludamos y cada uno se fue por su lado.
– ¿La invitó a dar un paseo en su barco? -preguntó Carpenter.
– No. -Harding dejó de interesarse por la botella y la dejó con el cuello apuntando hacia el pecho del comisario, como si fuera el cañón de un rifle-. Miren, no sé qué creen que he hecho -dijo, cada vez más enojado-, pero estoy seguro de que no tienen derecho a interrogarme de esta forma. ¿No deberían grabar esta conversación?
– No grabamos las conversaciones con las personas que sólo nos ayudan con nuestras investigaciones, señor Harding -explicó Carpenter gentilmente-. Por norma, sólo grabamos las conversaciones tras informar a una persona de que es sospechosa de algún delito. Esas entrevistas sólo pueden llevarse a cabo en una comisaría, donde los agentes cuentan con material adecuado para introducir una cinta virgen en una grabadora delante del sospechoso. -Sonrió sin hostilidad y añadió-: De todos modos, si usted así lo prefiere, puede venir con nosotros a Winfrith, donde lo interrogaremos como testigo voluntario y podremos grabar la conversación.
– De eso nada. Yo no me muevo del barco. -Harding extendió los brazos a lo largo del respaldo del sofá y se sujetó al borde de teca como si con eso quisiera enfatizar sus palabras. Al hacerlo, rozó con la mano derecha un trozo de tela que estaba atrapado entre el borde del sofá y el estante que había detrás, y Harding lo miró un momento antes de cogerlo y ocultarlo en el puño.
Hubo un breve silencio.
– ¿Tiene usted una novia en Lymington? -preguntó Carpenter.
– Es posible.
– ¿Puedo preguntarle cómo se llama?
– No.
– Su agente nos dio un nombre. Dijo que se llamaba Bibi, o Didi.
– Eso es asunto suyo.
A Galbraith le interesaba más lo que Harding tenía escondido en el puño, porque había visto qué era.
– ¿Tiene usted hijos? -le preguntó.
– No.
– ¿Y su novia?
Harding no contestó.
– Eso que tiene en la mano es un babero -señaló el comisario-, lo cual me hace suponer que alguien que ha estado en este barco tiene hijos.
Harding abrió el puño y dejó caer el babero en el sofá.
– Lleva años aquí. No soy muy ordenado.
Carpenter dio una palmada en la mesa, y el teléfono y la botella de whisky se tambalearon.
– Me está poniendo nervioso, señor Harding -dijo con severidad-. Esto no es ninguna obra de teatro, sino una investigación sobre la muerte de una mujer. Ha admitido que conocía a Kate Sumner y que la vio la mañana del día en que ella se ahogó, pero si no sabe cómo pudo aparecer en una playa de Dorset cuando se suponía que ella y su hija estaban en Lymington, le aconsejo que conteste nuestras preguntas con la mayor franqueza y sinceridad. Déjeme plantearle de nuevo la pregunta. -Entrecerró los ojos y dijo-: ¿Ha estado últimamente en este barco con una amiga suya que tiene hijos?
– Quizá -dijo Harding.
– Eso no es ninguna respuesta. O sí o no.
Harding volvió a inclinarse sobre la mesa.
– Tengo varias amigas con hijos -dijo de mala gana-, y muchas han estado en mi barco. Estoy intentando recordar quién ha sido la última.
– Me gustaría que me diera los nombres de todas ellas -dijo Carpenter con gravedad.
– Pues no pienso dárselos -repuso Harding con repentina decisión-, y tampoco pienso contestar más preguntas, al menos sin la presencia de un abogado y sin que se esté grabando la conversación. No sé qué demonios se supone que he hecho, pero se equivoca si cree que conseguirá incriminarme por ello.
– Estamos intentando averiguar cómo se ahogó Kate Sumner en Egmont Bight.
Carpenter enderezó la botella de whisky y colocó un dedo sobre la boca.
– ¿Por qué se emborrachó anoche, señor Harding?
El joven miró al comisario, pero no dijo nada.
– Miente usted descaradamente, amigo. Ayer dijo que se había criado en una granja de Cornualles, cuando lo cierto es que creció encima de una tienda de pescado frito de Lymington. A su agente le dijo que su novia se llamaba Bibi, cuando lo cierto es que Bibi es la chica con la que su amigo sale desde hace cuatro meses. Le dijo a William Sumner que era homosexual, cuando por aquí todos los que lo conocen lo tienen por un Casanova. ¿Qué le pasa? ¿Tan aburrida es su vida que tiene que animarla con mentiras?
Un débil rubor tiñó las mejillas de Harding.
– ¡Desgraciado! -susurró con furia.
Carpenter juntó las yemas de los dedos y lo miró fijamente.
– ¿Tiene algún inconveniente en que echemos un vistazo por el barco, señor Harding?
– Si tienen una orden de registro, no.
– No la tenemos.
Harding los miró con expresión triunfante.
– Entonces ni lo sueñen.
El comisario lo miró un momento y dijo:
– Kate Sumner fue brutalmente violada antes de ser arrojada al mar, y todos los indicios apuntan a que la violación tuvo lugar a bordo de un barco. Ahora, déjeme que le explique las normas sobre registros, señor Harding. Cuando no cuenta con el consentimiento del propietario del local, la policía tiene varias opciones, una de las cuales (suponiendo que tenga suficientes motivos para sospechar que el propietario es culpable de un delito) consiste en detenerlo y a continuación registrar sus locales para impedir que se deshaga de posibles pruebas. ¿Es usted consciente de lo que eso significa, teniendo en cuenta que la violación y el asesinato son delitos graves?
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