Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– No. Estuve unas horas al pairo frente a Christchurch, para pescar y echar un sueñecito. Por eso tardé tanto.

Carpenter no le creyó.

– Hace un momento la explicación estaba en las bordadas. Ahora resulta que paró a pescar. ¿En qué quedamos?

– Las dos cosas son ciertas.

– Y ¿cómo es que no las menciona en el cuaderno de bitácora?

– No me pareció importante.

Carpenter asintió y dijo:

– Tiene usted un concepto del tiempo un poco… -buscó una palabra adecuada- individualista, señor Harding. Por ejemplo, ayer le dijo al agente de policía que quería ir caminando hasta Lulworth Cove, pero Lulworth está a más de cuarenta kilómetros del puerto deportivo de Salterns, ochenta kilómetros en total si pensaba regresar a pie. Es una distancia muy ambiciosa para una excursión de doce horas, ¿no le parece? Sobre todo teniendo en cuenta que le dijo al capitán de puerto de Salterns que regresaría a última hora de la tarde.

A Harding se le iluminó la cara, como si aquello le hiciera mucha gracia, y dijo:

– Desde el mar la distancia parece mucho menor.

– ¿Llegó a Lulworth?

– ¡Qué va! -exclamó Harding, jovial-. Cuando llegué a Chapman's Pool estaba completamente reventado.

– Eso podría deberse a que viaja usted ligero de equipaje.

– ¿A qué se refiere?

– Llevaba un teléfono móvil, señor Harding, pero nada más. Es decir, que salió dispuesto a recorrer ochenta kilómetros a pie uno de los días más calurosos del año sin agua, sin dinero, sin crema de protección solar, sin ropa de recambio y sin sombrero. ¿Siempre es así de descuidado con su salud?

Harding torció el gesto y dijo:

– De acuerdo, fue una estupidez. Lo reconozco. Por eso di media vuelta cuando su colega se llevó a los chicos. Por si le interesa, sepa que el viaje de regreso me llevó el doble de horas que el de ida, porque estaba agotado.

– Unas cuatro horas, ¿no? -calculó Galbraith.

– Seis, creo. Me puse en marcha cuando ellos se fueron, sobre las 12:30, y llegué al puerto hacia las 18:15. Me bebí cinco litros de agua, comí un poco y salí hacia Lymington media hora más tarde.

– ¿Quiere decir que tardó tres horas en llegar a Chapman's Pool? -preguntó Galbraith.

– Más o menos.

– Entonces debió de salir del puerto poco después de las 7:30, porque si no, no habría podido llamar a la policía a las 10:43.

– Si usted lo dice…

– No, yo no digo nada. Según la información que tenemos, usted pagó su atracadero a las ocho en punto, lo cual quiere decir que no pudo salir del puerto hasta pasados unos minutos.

Harding se cogió las manos detrás de la cabeza y miró al detective.

– De acuerdo, me marché a las ocho -dijo-. ¿Qué problema hay?

– El problema es que es imposible que usted recorriera a pie veinticinco kilómetros por un escarpado sendero en dos horas y media. -Hizo una pausa mientras le sostenía la mirada a Harding-. Y eso incluye el tiempo que debió de perder esperando el ferry.

Harding respondió sin vacilar:

– No tomé el sendero de la costa, al menos al principio. Una pareja a la que conocí en el ferry y que se dirigía al parque que hay cerca de Durlston Head me llevó en su coche. Me dejaron junto a las verjas que hay en el camino del faro, y allí fue donde tomé el sendero.

– ¿A qué hora fue eso?

Harding miró el techo y contestó:

– A las 10:43 menos el tiempo que se tarde en ir desde Durlston Head hasta Chapman's Pool, supongo. Mire, ayer consulté mi reloj por primera vez justo antes de hacer esa llamada al 999. Hasta entonces no me había importado un carajo la hora que era. -Volvió a mirar a Galbraith, y había irritación en su mirada-. No soporto vivir pendiente del reloj. Obligar a la gente a ajustarse a evaluaciones arbitrarias de lo que debería durar algo es una forma de terrorismo social. Por eso me gusta navegar. El tiempo es irrelevante, y tú no puedes hacer nada para remediarlo.

– ¿Qué coche llevaba esa pareja? -preguntó Carpenter, sin dejarse impresionar por las divagaciones filosóficas del joven.

– No lo sé. Un turismo. No me fijo mucho en los coches.

– ¿De qué color era?

– Creo que azul.

– ¿Cómo era la pareja?

– No hablamos mucho. Tenían puesta una cinta de Manic Street Preachers. La estuvimos escuchando.

– ¿Podría describirlos, señor Harding?

– Pues no, la verdad. Eran normales. Me pasé casi todo el trayecto mirándoles el cogote. Ella era rubia, y él moreno. -Cogió la botella de whisky; empezaba a agotársele la paciencia-. Pero veamos, ¿a qué vienen tantas preguntas? ¿Qué coño importa lo que tardé entre ir de A a B, ni a quién me encontré por el camino? ¿Aplican el tercer grado a todos los ciudadanos que llaman al 999?

– Sólo estamos atando cabos, señor Harding.

– Eso ya lo ha dicho antes.

– ¿Está seguro de que no se dirigía a Chapman's Pool, en lugar de a Lulworth Cove?

– Sí.

Hubo un silencio. Carpenter miró a Harding mientras éste seguía jugueteando con la botella de whisky.

– ¿Había algún pasajero en su barco el sábado? -preguntó el policía.

– No.

– ¿Está seguro?

– Por supuesto. ¿No le parece que lo habría visto? Mi barco no es el Queen Elizabeth.

Carpenter hojeó el cuaderno de bitácora y preguntó:

– ¿Lleva alguna vez pasajeros?

– Eso no es asunto suyo.

– Puede que no, pero nos han dicho que le gustan a usted las faldas. -Levantó una ceja y añadió-: Dicen que suele llevar mujeres a su barco. Lo que no sé es si alguna vez las lleva a navegar, o si toda la acción tiene lugar en la cabina mientras el barco está amarrado a la boya.

Harding se tomó su tiempo para responder.

– A algunas las llevo a navegar -admitió.

– ¿Ocurre eso muy a menudo?

– Una vez al mes, más o menos -contestó el actor después de otra pausa.

Carpenter dejó el cuaderno de bitácora en la mesa y tamborileó con los dedos encima de él.

– Entonces ¿por qué no las menciona aquí? Es su obligación registrar los nombres de todas las personas que suben a bordo, por si ocurre un accidente, ¿no? ¿O es que no le importa que alguien pudiera ahogarse porque los guardacostas sólo lo buscarían a usted?

– Eso es ridículo -dijo Harding con desdén-. Para que ocurriera algo así el barco tendría que zozobrar, y en ese caso el cuaderno de bitácora se perdería.

– ¿Alguna vez se ha caído por la borda alguna de sus pasajeras?

Harding sacudió la cabeza, pero no dijo nada. Miró con desconfianza a los policías, analizando su humor como una serpiente que saca la lengua para analizar un olor detectado en el aire. Todos sus movimientos estaban perfectamente calculados, y Galbraith lo observó con sangre fría, sin olvidar que se hallaba ante un actor. Tenía la impresión de que Harding se estaba divirtiendo con aquella conversación, pero no se le ocurría por qué, a menos que Harding no supiera que la investigación estaba relacionada con un caso de violación y asesinato y estuviera aprovechando aquella experiencia de un interrogatorio para practicar técnicas de interpretación.

– ¿Conoce a una mujer llamada Kate Sumner? -preguntó Carpenter.

Harding apartó la botella y se inclinó hacia delante con agresividad.

– ¿Y a usted qué le importa?

– Eso no es una respuesta. Permítame que le repita la pregunta. ¿Conoce usted a una mujer llamada Kate Sumner?

– Sí.

– ¿La conoce bien?

– Bastante bien.

– ¿Qué quiere decir «bastante»?

– Eso no es asunto suyo.

– Se equivoca. Le aseguro que sí es asunto mío. El cadáver que sacaron de la playa en helicóptero era el suyo.

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