Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– No, ni siquiera nos lo planteábamos -dijo Sumner con un deje de ironía-. Lo pensamos hace un año, cuando nos mudamos a Lymington. Y sí, tiene razón, es un viaje espantoso, sobre todo en verano, cuando New Forest está lleno de turistas.

– ¿Dónde vivían antes?

– En Chichester.

Galbraith recordó las notas que Griffiths le había enseñado después de la llamada telefónica de Sumner.

– Allí vive su madre, ¿verdad?

– Sí. Siempre ha vivido allí.

– ¿Usted también? ¿Nació y se crió en Chichester?

Sumner asintió con la cabeza.

– El cambio de residencia debió de ser un poco doloroso, sobre todo si suponía añadir una hora de viaje cada día.

Sumner ignoró la pregunta y se quedó mirando por la ventana.

– ¿Sabe lo que estoy pensando? -dijo de pronto-. Si me hubiera mantenido firme y me hubiera negado a mudarme, Kate no estaría muerta. En Chichester nunca tuvimos problemas. -Entonces se dio cuenta de que su comentario podía interpretarse de varias maneras, y añadió a modo de explicación-: Lo que quiero decir es que Lymington está lleno de extraños. La mitad de las personas que conoces ni siquiera viven allí.

Galbraith habló un momento con Griffiths antes de que la agente acompañara a Hannah y su padre a su casa. Griffiths había tenido tiempo, mientras los de la policía científica llevaban a cabo el registro de Langton Cottage, para ir a su casa a cambiarse y recoger algo de ropa, y ahora llevaba un jersey amarillo holgado y unas mallas negras. La agente ofrecía un aspecto menos severo que el que ofrecía con el uniforme, y Galbraith se preguntó, irónicamente, si el padre y la hija se sentirían cómodos con aquella joven de atuendo desenfadado. Seguramente no demasiado. Los uniformes de policía inspiraban confianza.

– Vendré mañana por la mañana -le dijo Galbraith-. Antes de que llegue yo, necesito que lo pinches un poco. Quiero una lista de sus amigos de Lymington, otra de sus amigos de Chichester y otra de sus amigos del trabajo. -Se acarició la mandíbula mientras intentaba organizar su memoria-. Sería útil que separara a los que tienen barco, o son aficionados a los barcos, de los que no lo tienen; y más aún que separara a los amigos de Kate de los amigos comunes.

– De acuerdo -dijo ella.

Galbraith sonrió.

– Intenta que te hable de Kate -añadió-. Necesitamos conocer su rutina, qué hacía durante el día, dónde compraba y esas cosas.

– Muy bien.

– Ah, y su madre -prosiguió Galbraith-. Tengo la impresión de que Kate obligó a Sumner a separarse de ella, y es posible que eso creara malestar dentro de la familia.

– Yo no culparía a Kate -dijo ella con sorna-. Sumner es diez años mayor que ella, y cuando se casaron él llevaba treinta y siete años viviendo con su mamá.

– ¿Cómo lo sabes?

– Estuve hablando con él cuando le pregunté por su dirección anterior. Su madre le dio la casa familiar como regalo de bodas, a cambio de que él se hiciera cargo de una pequeña hipoteca para ayudarla a comprarse un piso en unas viviendas vigiladas para ancianos en la misma calle.

– Demasiado cerca para estar cómodo, ¿no?

– Agobiante, diría yo.

– ¿Y su padre?

– Murió hace diez años. Hasta entonces había sido un ménage a trois. Después se convirtió en un ménage a deux. William era el hijo único.

Galbraith sacudió la cabeza.

– ¿Cómo es posible que estés tan bien informada? No habéis tenido mucho rato para hablar.

Griffiths se dio unos golpecitos en el tabique nasal.

– Preguntas lógicas y olfato femenino -respondió-. Sumner está acostumbrado a que se lo hagan todo; por eso no se siente capaz de salir adelante él solo.

– Pues que tengas suerte -dijo-. Te aseguro que no te envidio.

– Alguien tiene que cuidar de Hannah. -Griffiths suspiró-. Pobrecita. ¿Te has preguntado alguna vez qué habría sido de ti si te hubieran abandonado de pequeño, como les ocurre a la mayoría de los chicos a los que detenemos?

– A veces -admitió él-. Otras veces le agradezco a Dios que mis padres me sacaran del nido y me animaran a arreglármelas solo. Tan malo es que te quieran poco como que te quieran demasiado; la verdad es que no sabría decir qué es más peligroso.

Capítulo 8

La decisión de interrogar a Steven Harding se tomó el lunes a las ocho de la noche, cuando la policía de Dorset recibió la confirmación de que Harding se encontraba en su barco en el río Lymington; sin embargo el interrogatorio no tuvo lugar hasta pasadas las nueve, porque el oficial encargado del caso, el comisario Carpenter, tuvo que desplazarse desde Winfrith para realizarlo. El inspector Galbraith, que todavía estaba en Poole, recibió órdenes de dirigirse a Lymington y reunirse con su jefe delante de la oficina del capitán de puerto.

Habían intentado localizar a Harding por radio y llamándolo a su teléfono móvil, pero como ambos estaban apagados, los agentes encargados de la investigación no pudieron averiguar si todavía estaría allí el martes por la mañana. De la llamada al agente del actor, Graham Barlow, sólo habían obtenido una furiosa perorata contra los arrogantes jóvenes actores que «no se dignaban presentarse a las pruebas» y que «ya podían esperar sentados si pretendían que siguiera representándolos».

– Pues claro que no sé dónde va a estar mañana -acabó diciendo-. No sé nada de él desde el viernes por la mañana, así que he despedido a ese gilipollas. Si me hiciera ganar algún dinero, no me importaría, pero lleva meses sin trabajar. Oyéndolo hablar, cualquiera diría que es Tom Cruise. ¡Bah! ¡Pero si es un actorcillo de mala muerte!

Galbraith y Carpenter se encontraron a las nueve en punto. El comisario era un hombre alto y delgado con una mata de pelo castaño y un ceño fiero que le hacía parecer permanentemente enojado. A sus colegas ya no les impresionaba, pero a los sospechosos solía intimidarlos. Galbraith ya le había resumido por teléfono su conversación con Sumner, pero ahora volvió a explicársela al comisario, sobre todo el comentario de que Harding era un «marica de tomo y lomo».

– Eso no cuadra con lo que dijo su agente -observó Car-penter-. Él lo describió como un maníaco sexual, dice que las chicas se pelean para acostarse con él. Fuma marihuana, le gusta el heavy metal, colecciona películas pornográficas y, cuando no tiene nada mejor que hacer, se pasa horas en los garitos de striptease. Al parecer le va el nudismo, y cuando está solo, ya sea en el barco o en su piso, se pasea en pelotas. Lo más probable es que cuando entremos en el barco lo encontremos con el pito colgando.

– Menudo panorama -dijo Galbraith.

Carpenter chascó la lengua.

– Es un arrogante, y le gusta salir con dos chicas a la vez. Actualmente tiene una de veinticinco años en Londres, que se llama Marie, y otra aquí que se llama Bibi o Didi, o algo parecido. Barlow nos dio el nombre de un amigo que Harding tiene en Lymington, un tal Tony Bridges, que le recoge los mensajes cuando Harding está navegando, y he enviado a Campbell a charlar un rato con él. Si se entera de algo interesante nos llamará. -Se tiró del lóbulo de la oreja y prosiguió-: A su favor tiene que sus amigos navegantes hablan bien de él. Siempre ha vivido en Lymington, creció encima de una tienda de pescado frito de High Street y navega desde que tenía diez años. Hace tres años consiguió colocarse en el primer puesto de una lista de espera para conseguir un amarre en el río, y entonces invirtió hasta el último centavo en ese barco, el Crazy Daze. Sale a navegar siempre que tiene el fin de semana libre, y ha invertido muchísimas horas para ponerlo a punto. Eso me han dicho en el club náutico. La opinión general es que le gustan las faldas, pero que es un buen chico.

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