Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Tardó unos minutos en contener el llanto, pero Galbraith permaneció en silencio, porque sabía por experiencia que la compasión aumentaba el dolor en lugar de aligerarlo. Esperó mirando por la ventana que daba al parque y, más allá, a la bahía de Poole, y no se movió hasta que Sumner volvió a hablar.

– Lo siento -dijo secándose las lágrimas de las mejillas-. No puedo dejar de pensar en el miedo que debió de pasar. Kate no nadaba muy bien, por eso no le gustaba salir a navegar.

Galbraith retuvo aquel comentario.

– Por si le sirve de consuelo, le diré que su esposa hizo cuanto pudo para salvarse. Lo que la mató fue el agotamiento, no el mar.

– ¿Sabe que estaba embarazada? -Las lágrimas volvieron a agolparse en sus ojos.

– Sí. Lo siento mucho.

– ¿Era un varón?

– Sí.

– Queríamos tener un hijo. -Sumner sacó un pañuelo y se tapó los ojos antes de levantarse bruscamente y caminar hasta la ventana, donde se quedó un momento dándole la espalda a Galbraith-. ¿Cómo puedo ayudarles? -preguntó cuando se hubo serenado un poco.

– Hablándonos de su mujer. Necesitamos toda la información que pueda proporcionarnos: nombres de amigos, qué hacía durante el día, dónde compraba. Cuantas más cosas sepamos, mejor. -El detective esperó, pero no hubo respuesta-. Quizá prefiera dejarlo para mañana. Comprendo que debe de estar muy cansado.

– La verdad es que no me encuentro muy bien. -Se volvió hacia él, y Galbraith vio que estaba pálido. Sumner exhaló un suspiro y cayó al suelo, desmayado.

Los chicos Spender eran fáciles de contentar. No le dieron demasiado trabajo a su anfitrión; sólo le pidieron coca-cola, un poco de conversación y ayuda para ensartar el cebo en el anzuelo. La impecable barca de 4,5 metros de Ingram, Miss Creant, se mecía suavemente en la superficie de un tranquilo mar turquesa frente a Swanage, con el casco blanco teñido de un rosa claro por la luz del sol poniente, y un buen despliegue de cañas de pescar sobresaliendo por su barandilla como púas de puercoespín. Los chicos estaban encantados.

– Prefiero mil veces la Miss Creant que cualquier lancha -dijo Paul después de ayudar al robusto policía a echar la barca al agua en la rampa de Swanage.

Ingram había dejado que el chico manejara el cabrestante que llevaba en su viejo jeep mientras él se metía en el agua para sacar la barca del remolque y la ataba a una argolla en la rampa. Paul estaba emocionado porque de pronto ir en barca era algo mucho más accesible de lo que había imaginado.

– ¿Cree que mi padre me compraría una barca como ésta? Las vacaciones serían maravillosas si tuviéramos una.

– Con pedírselo no pierdes nada -respondió Ingram.

A Danny la idea de clavar una larga y escurridiza lombriz en un anzuelo le parecía repugnante, y le pidió a Ingram que lo hiciera por él.

– Está viva -dijo-. ¿No le duele que le claven el anzuelo?

– No tanto como te dolería a ti.

– Es un invertebrado -explicó su hermano, que estaba inclinado sobre el costado de la barca observando cómo los flotadores oscilaban en el agua-, no tiene sistema nervioso como nosotros. De todos modos, está casi al final de la cadena alimenticia, así que sólo existe para que se lo coman.

– Al final de la cadena alimenticia están las cosas muertas -dijo Danny-. Como la señora de la playa. Si nosotros no la hubiéramos encontrado, se habría convertido en comida.

Ingram le pasó a Danny su caña con la lombriz ensartada en el anzuelo.

– No hace falta que lo lances -dijo-. Déjalo caer por el costado, a ver qué pasa. -Se retiró y se protegió los ojos con la gorra de béisbol, encantado de que los niños se encargaran de pescar-. ¿Qué tal era el tipo que llamó por teléfono? -les preguntó-. ¿Os cayó bien?

– No estaba mal -dijo Paul.

– Dijo que había visto a una mujer desnuda y que parecía un elefante -dijo Danny inclinándose sobre el costado junto a su hermano.

– Era una broma -explicó Paul-. Sólo intentaba tranquilizarnos.

– ¿Qué más os contó?

– Estuvo intentando ligar con la señora del caballo -dijo Danny-, pero a ella no le hacía ninguna gracia.

Ingram sonrió para sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ella fruncía mucho el entrecejo.

Vaya, pensó el policía.

– ¿Por qué le interesa saber si nos cayó bien? -preguntó Paul recuperando con picardía la pregunta original de Ingram-. ¿A usted no le cayó bien?

– No estaba mal -contestó Ingram, repitiendo las palabras de Paul-. Debe de ser un poco gilipollas, porque de lo contrario, no saldría de excursión en un día tan caluroso sin crema de protección solar y sin agua, pero por lo demás no estaba mal.

– Supongo que eso debía de llevarlo en la mochila -dijo Paul en un alarde de lealtad, pues él no había olvidado la amabilidad de Harding como había hecho su hermano-. Se la quitó para llamar por teléfono, y después la dejó allí porque dijo que pesaba demasiado para cargar con ella hasta el coche de policía. Pensaba recogerla en el camino de regreso. Seguramente era el agua lo que hacía que le pesara tanto. -Miró con seriedad al policía-. ¿No le parece?

– Sí -concedió Ingram mientras se preguntaba qué llevaba Harding en la mochila que no había querido que viera un policía. ¿Unos prismáticos? ¿Habría visto a la mujer?-. ¿Le describisteis a la mujer de la playa? -le preguntó a Paul.

– Sí -contestó el chico-. Él nos preguntó si era guapa.

La decisión de enviar a la agente Griffiths con William y Hannah Sumner tenía dos motivos. El primero era el informe psiquiátrico de la niña, muy desfavorable, y pretendía garantizar su bienestar; el segundo se basaba en años de evidencias estadísticas que demostraban que en la mayoría de los casos a las mujeres las mataban sus maridos, no los desconocidos. Sin embargo, debido a la distancia y a los problemas de jurisdicción -Poole pertenecía a la policía de Dorsetshire y Lymington a la de Hampshire-, advirtieron a Griffiths que el asunto podía alargarse.

– Sí, pero ¿es un sospechoso o no? -preguntó Griffiths a Galbraith.

– Los maridos siempre lo son.

– Venga, jefe, él estaba en Liverpool. Llamé al hotel para confirmarlo, y de allí a Dorset hay un buen trecho. Si ha hecho ese trayecto en su coche dos veces en cinco días, ha hecho más de mil seiscientos kilómetros. Son muchos kilómetros.

– Lo que podría explicar por qué se desmayó -respondió Galbraith.

– ¡Fantástico! -dijo ella con sarcasmo-. Siempre he deseado pasar un rato con un violador.

– No tienes obligación de hacerlo, Sandy, así que si no quieres no vayas, pero la única alternativa que tenemos es colocar a Hannah con una familia de acogida hasta que tengamos garantías de que no corre ningún peligro si se la devolvemos a su padre. ¿Qué te parece si te quedas con ellos esta noche, a ver cómo va? He enviado a un equipo a registrar la casa; puedo pedirle a uno de los chicos que se quede y te vigile. ¿Cómo lo ves?

– No se hable más -dijo ella, risueña-. Con un poco de suerte, se me pasarán las ganas de tener hijos.

Hicieron creer a Sumner que Griffiths era la «amiga oficial» que la policía siempre ponía a disposición de una familia con problemas.

– Solo no sabría qué hacer -le dijo varias veces a Galbraith, como si la policía tuviera la culpa de que se hubiera convertido en viudo.

– Es comprensible.

El hombre había recuperado el color después de que le dieran algo de comer, pues había admitido que aquella mañana sólo había tomado una taza de té para desayunar. Al recobrar la energía, Sumner empezó a buscar explicaciones de lo ocurrido.

– ¿Las secuestraron? -preguntó de pronto,

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