Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– Un auténtico camaleón, vaya -dijo Galbraith-. Tenemos tres versiones diferentes del mismo tipo: maricón, semental y niño modelo. Se admiten apuestas.

– No olvide que es actor; no creo que ninguna de esas tres versiones sea acertada. Seguramente actúa para la galería siempre que tiene ocasión.

– Más que actor, mentiroso. Según Ingram, dijo que se había criado en una granja de Cornualles. -Galbraith se subió el cuello, pues soplaba brisa y aquella mañana se había puesto ropa ligera-. ¿Cree que puede haber sido él?

Carpenter sacudió la cabeza y contestó:

– No, no lo creo. Es demasiado fácil. Yo diría que nuestro hombre debe de ser material de libro de texto. Solitario, con un curriculum pobre, relaciones frustradas, seguramente vive con su madre, y acusa su intromisión en su vida privada… -Levantó la barbilla para olfatear el aire-. De momento, yo diría que el marido tiene más números.

Tony Bridges vivía en una casita adosada detrás de High Street; hizo un gesto de consentimiento cuando el sargento que había llamado a su puerta le preguntó si podía hablar unos minutos con él sobre Steven Harding. Bridges no llevaba camisa ni zapatos, sino sólo unos vaqueros, y se fue por el pasillo haciendo eses hasta una desordenada salita. Era un joven delgado y de facciones angulosas, con el pelo cortado al rape y teñido de un rubio que no le sentaba bien a su cetrino cutis, pero sonrió al sargento Campbell cuando lo invitó a entrar en su casa. A Campbell le pareció percibir cierto olor a marihuana, y tuvo la impresión de que no era la primera vez que Bridges recibía una visita de la policía. Los vecinos debían de aguantar mucho.

La casa parecía habitada por varios inquilinos. Al fondo del pasillo había un par de bicicletas apoyadas contra la pared, y encima de los muebles y por el suelo varios montones de ropa. En un rincón había una caja de cervezas llena de latas vacías -los restos, supuso Campbell, de una fiesta-, y por toda la casa ceniceros rebosantes de colillas. Campbell se preguntó cómo estaría la cocina. Si estaba tan sucia como la sala, seguramente tendría hasta ratas.

– Si se ha vuelto a disparar la alarma de su coche -dijo Bridges-, tendrá que ir a hablar con el taller. Son ellos los que le pusieron ese maldito artilugio, y estoy harto de que la gente llame quejándose a la policía cuando él no está. Ni siquiera sé por qué se molestó en instalar esa alarma. El coche es un cacharro, y no creo que a nadie le interese robarlo. -Cogió una lata de cerveza que había en el suelo y señaló una silla-. Siéntese. ¿Le apetece una?

– No, gracias. -Campbell se sentó-. No he venido por la alarma, señor Bridges. Estamos haciendo algunas preguntas rutinarias a todas las personas que conocen al señor Harding para descartarlo de una investigación, y su agente nos dio su nombre.

– ¿Qué investigación?

– Una mujer se ahogó el sábado por la noche, y el señor Harding fue quien dio el aviso a la policía.

– ¿En serio? ¡Mierda! ¿Quién era la mujer?

– Kate Sumner. Vivía en Rope Walk con su marido y su hija.

– ¡Nomejoda!

– ¿La conocía usted?

Tony bebió un sorbo de la lata.

– He oído hablar de ella, pero no la conocía. Estaba loca por Steve. Él la ayudó una vez con la sillita de su hija, y desde aquel día ella no lo dejaba en paz. Steve estaba desesperado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Pues porque Steve me lo contó, cómo si no. -Sacudió la cabeza y añadió-: No me extraña que anoche Steve se emborrachara, si fue él quien encontró el cadáver.

– No, no fue él. Lo encontraron unos niños. El fue quien llamó a la policía.

Bridges se quedó callado un momento, pensando, y era evidente que le costaba hacerlo. Fuera cual fuera el anestésico que había tomado -marihuana, alcohol o ambos-, tenía las neuronas afectadas.

– No puede ser -dijo de pronto, con tono agresivo, escrutando el rostro de Campbell-. Me consta que Steven no estaba en Lymington el sábado por la noche. Nos vimos el viernes por la noche, y él me dijo que iba a pasar el fin de semana a Poole. El barco estuvo fuera todo el sábado y todo el domingo, lo que significa que Steven no pudo informar de un accidente ocurrido en Lymington.

– La mujer no se ahogó aquí, sino a unos treinta y dos kilómetros de Poole.

– ¡Ah! -Bridges se terminó la lata de cerveza de un trago, la estrujó con la mano y la tiró a la caja-. Mire, es inútil que me haga más preguntas. Yo no sé nada sobre ningún ahogado. ¿Vale? Soy amigo de Steven, no su niñera.

Campbell asintió y dijo:

– Entiendo. De todos modos, si es amigo suyo debe de saber si tiene una novia aquí que se llama Bibi o Didi.

Tony lo señaló con el dedo índice, con aire amenazador.

– ¿Qué demonios significa esto? Que me aspen si éstas son preguntas rutinarias. ¿Qué está pasando?

– Steven no contesta el teléfono -explicó el sargento-, y su agente es la única persona con quien hemos podido hablar. Nos ha dicho que tenía una novia en Lymington que se llamaba Bibi o Didi, y sugirió que habláramos con usted para pedirle la dirección de la chica. ¿Tiene algún inconveniente?

– ¡Tony! -dijo una voz femenina desde el piso superior-. ¡Te estoy esperando!

– Pues claro que tengo algún inconveniente -dijo Bridges, enojado-. Esa que acaba de oír es Bibi, y resulta que esa chica es mi novia, no la de Steven. Si me entero de que me ha puesto los cuernos voy a matar a ese capullo.

– ¡Me voy a acostar, Tony! -dijo la voz.

Carpenter y Galbraith fueron hasta el Crazy Daze en la lancha del capitán de puerto -un bote neumático trucado con quilla de fibra de vidrio y columna de dirección-, capitaneado por uno de sus jóvenes ayudantes. Al hacerse de noche había refrescado considerablemente, y los policías lamentaron no haberse puesto jersey debajo de la chaqueta. La brisa agitaba las jarcias, que chocaban ruidosamente contra el bosque de mástiles de los puertos deportivos de Berthon y Yacht Haven. Enfrente de ellos, la isla de Wight se destacaba contra el cielo como un animal agazapado, y las luces del ferry que cubría el trayecto de Yarmouth a Lymington se reflejaban en la superficie del mar.

El capitán de puerto encontró ridiculas las sospechas que había despertado en la policía el hecho de no haber podido ponerse en contacto con Harding por radio ni por teléfono.

– Es comprensible -dijo-. ¿Por qué iba a gastar las baterías si no espera ninguna llamada? Los barcos que amarran en las boyas no disponen de electricidad. Harding utiliza una lámpara de butano para iluminar la cabina (dice que es romántico; por eso prefiere la boya en el río que un pontón en un puerto deportivo). Por eso y porque una vez que están en el barco, las chicas dependen de él y de su bote para desembarcar.

– ¿Lleva a muchas chicas a su barco? -preguntó Galbraith.

– No lo sé. Tengo demasiado trabajo como para llevar la cuenta de las conquistas de Steven. Lo que sé es que le gustan las rubias. Últimamente lo he visto con una que es una monada.

– ¿Bajita, con el cabello rizado y ojos azules?

– Si no recuerdo mal, tenía el cabello liso, pero no me haga mucho caso. No me fijo demasiado en las caras.

– ¿Tiene idea de a qué hora salió Steven el sábado por la mañana? -preguntó Carpenter.

El capitán sacudió la cabeza y dijo:

– Desde aquí ni siquiera lo veo. Tendrá que preguntarlo en el club náutico.

– Ya lo hemos hecho, pero no ha habido suerte.

– Entonces espere al sábado, que es cuando bajan los que vienen a pasar el fin de semana. Seguro que alguien lo sabrá.

La lancha aminoró la marcha al acercarse al balandro de Harding. Se veía una luz amarillenta en los ojos de buey, y un bote neumático cabeceaba en la popa, sacudido por la estela del ferry. Dentro del balandro sonaba música.

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