Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– ¡Steven! -gritó el ayudante del capitán de puerto al tiempo que daba unos golpes en los tablones de babor-. Soy Gary. Tienes visita, amigo.

– ¡Vete a paseo, Gary! No me encuentro bien -dijo la voz de Harding.

– Es la policía. Quieren hablar contigo. Vamos, abre y échanos una mano.

La música cesó de pronto y Harding subió al puente.

– ¿Qué pasa? -preguntó mirando a los dos detectives con una sonrisa inocente en los labios-. Seguro que han venido por lo de esa mujer que se ahogó ayer. ¿Mentían los chicos respecto a los prismáticos?

– Tenemos unas preguntas más que hacerle -dijo el comisario Carpenter esbozando a su vez una sonrisa-. ¿Podemos subir a bordo?

– Claro. -Harding saltó a cubierta y le tendió una mano para ayudarlo a subir; después ayudó a Galbraith.

– Mi turno acaba a las diez -dijo el ayudante del capitán de puerto-. Volveré dentro de cuarenta minutos para llevarlos a tierra. Si quieren marcharse antes, llamen con el móvil. Steven sabe el número. Si no, que los acompañe él.

Vieron cómo se marchaba describiendo un amplio círculo, labrando una reluciente estela en el agua al dirigirse río arriba, hacia el pueblo.

– Será mejor que bajemos -propuso Harding-. Aquí tendremos frío. -Iba vestido (para alivio de Galbraith) con la misma camiseta sin mangas y los mismos pantalones cortos que llevaba el día anterior, y se estremeció cuando una ráfaga de viento sopló atravesando las salinas de la entrada del río. Iba descalzo, y mirando con desaprobación los zapatos de los policías, dijo-: Tendrán que descalzarse. He tardado dos años en darle este aspecto a los tablones, y no me gustaría que se estropearan.

Los dos policías se desabrocharon las botas y se dirigieron hacia la escalera de cámara para protegerse del frío. La cabina todavía conservaba el olor a whisky de la noche anterior, y aunque no había ninguna botella vacía encima de la mesa, los agentes comprendieron en qué consistía el malestar de Harding. La débil luz de la única lámpara de gas sólo servía para acentuar sus hundidas mejillas y la barba incipiente que le cubría la barbilla, y la breve visión que tuvieron de las sábanas revueltas de la cabina de proa antes de que Harding cerrara la puerta les hizo pensar que se había pasado gran parte del día recuperándose de una tremenda resaca.

– ¿Qué clase de preguntas? -dijo Harding sentándose en uno de los bancos de la mesa e indicándoles que ocuparan el otro.

– Preguntas rutinarias, señor Harding -contestó el comisario.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el incidente de ayer.

Se frotó los párpados, como si quisiera expulsar de ellos a los demonios.

– Lo único que sé es lo que le dije a aquel otro agente -dijo, y se quitó las manos de los enrojecidos ojos-. Que es lo que los chicos me dijeron a mí. Ellos suponían que la mujer se había ahogado y que las olas la habían llevado hasta la orilla. ¿Tenían razón o no?

– Sí, eso parece.

Harding se inclinó y dijo:

– No sé si presentar una queja contra ese poli. Fue muy grosero conmigo. Insinuó que los chicos y yo teníamos algo que ver con el cadáver. A mí no me importa demasiado, pero me cayó mal por los niños, la verdad. Los asustó, pobrecillos. Francamente, encontrar un cadáver no debe de ser muy divertido, y si luego llega un imbécil con botas con tachuelas para empeorar las cosas… -Sacudió la cabeza-. La verdad, creo que estaba celoso. Cuando él llegó yo estaba charlando con aquella tía, y me parece que eso lo molestó. Creo que esa mujer le gusta, pero es tan borde que no sabe qué hacer al respecto.

Ni Galbraith ni Carpenter salieron en defensa de Ingram, y se hizo un silencio que los dos policías aprovecharon para echar un vistazo a la cabina. En otras circunstancias, aquella luz quizá resultara romántica, pero para una pareja de agentes de la ley que pretendían descubrir algo que pudiera relacionar a su propietario con una violación y un asesinato brutales resultaba inútil. Gran parte del interior del barco quedaba a oscuras, y si allí había alguna prueba de que Kate y Hannah Sumner habían estado a bordo el sábado anterior, habría sido prácticamente imposible verla.

– ¿Qué quieren saber? -preguntó Harding a Galbraith, y el policía detectó algo en su mirada (¿triunfo? ¿diversión?) que le hizo pensar que aquel silencio había sido deliberado. Harding les había proporcionado una oportunidad para mirar, y si los agentes estaban decepcionados, no era culpa suya.

– Tenemos entendido que el sábado por la noche amarró usted en el puerto deportivo de Salterns y que estuvo allí casi todo el domingo -dijo Carpenter.

– Sí.

– ¿Á qué hora llegó usted al puerto, señor Harding?

– No tengo ni idea. -Frunció el entrecejo-. Bastante tarde. ¿Qué importancia tiene eso?

– ¿Lleva usted un cuaderno de bitácora?

Harding miró hacia la mesa donde tenía las cartas de navegación y respondió:

– Cuando me acuerdo.

– ¿Puedo echarle un vistazo?

– Cómo no. -Se inclinó y sacó una vieja libreta de entre el montón de papeles que había sobre la tapa de la mesa-. No es muy interesante. -Se lo dio al policía.

Carpenter leyó las seis últimas entradas.

9.08.97 10:09 Salida del amarre

11:32 Rodeamos Hurst Castle

10.08.97 02:17 Llegada al amarre de Salterns

18:50 Salida del amarre

19:28 Salida del puerto de Poole

11.08.97 00:12 Llegada al amarre de Lymington

– Veo que es usted bastante parco -murmuró Carpenter hojeando la libreta y revisando otras entradas-. ¿Nunca anota la velocidad del viento ni el rumbo?

– No, no suelo hacerlo.

– ¿Por algún motivo concreto?

El joven se encogió de hombros.

– Conozco el rumbo para ir a cualquier sitio de la costa sur, así que no necesito recordarlo continuamente, y la velocidad del viento no me interesa. Es una de las cosas que me gusta de navegar. Cada travesía dura lo que dura. Si eres una de esas personas impacientes a las que sólo les interesa la hora de llegada, la navegación te puede volver majara. A veces puedes tardar varias horas en recorrer unas millas.

– Según el cuaderno, amarró en el puerto deportivo de Salterns el domingo a las 2:17 de la madrugada -observó Carpenter.

– Si ahí lo dice, debe de ser cierto.

– También dice que salió de Lymington el sábado por la mañana a las 10:09. -El policía hizo unos cálculos mentales-. Eso quiere decir que tardó catorce horas en recorrer unas treinta millas. Debe de ser un récord, ¿no? Aproximadamente dos nudos por hora. ¿Es eso todo lo que da de sí este barco?

– Depende del viento y la marea. En días buenos alcanza los seis nudos, pero el promedio es de cuatro. En realidad el sábado debí de recorrer unas sesenta millas, porque estuve dando bordadas continuamente. -Bostezó para luego proseguir-: Como les he dicho, a veces puedes tardar varias horas en recorrer unas millas, y el sábado fue un mal día.

– ¿Por qué no utilizó el motor?

– No quise hacerlo. No tenía prisa. -Adoptó una expresión de desconfianza-. ¿Qué tiene esto que ver con esa mujer que apareció en la playa?

– Nada, seguramente -contestó Carpenter con naturalidad-. Sólo estamos atando algunos cabos sueltos antes de redactar el informe. -Hizo una pausa y, tras mirar al joven concienzudamente, añadió-: Mire, antes yo también navegaba, y si quiere que le diga la verdad, no me creo que tardara catorce horas en llegar a Poole. De entrada, a última hora de la tarde, los vientos de tierra le habrían hecho aumentar la velocidad por encima de los dos nudos. Creo que debió de llegar hasta más allá de la isla Purbeck, quizá con la intención de ir a Weymouth, y que al darse cuenta de lo tarde que se estaba haciendo, cambió de rumbo y se dirigió a Poole. ¿Estoy en lo cierto?

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