Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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La reacción de Harding lo sorprendió.

– Me lo imaginaba -dijo.

Capítulo 9

Al otro lado de la extensión de agua, las luces de Swanage destellaban como brillantes joyas en la oscuridad. Detrás, el sol poniente desaparecía en el horizonte. Danny Spender bostezaba continuamente, agotado tras la dura jornada y las tres horas de exposición al fresco aire del mar. Iba apoyado sobre Ingram, mientras su hermano mayor dirigía, orgulloso, el timón de la Miss Creant.

– Era un marrano -dijo de pronto.

– ¿Quién?

– Ese hombre de ayer.

– ¿Por qué? -preguntó Ingram, disimulando su curiosidad.

– Mientras rescataban a la mujer, no paraba de frotarse el pito con el teléfono -contestó Danny.

Ingram miró a Paul para ver si les estaba escuchando, pero el mayor de los chicos estaba embelesado con el timón y no les prestaba atención.

– ¿Le vio hacerlo la señora Jenner? -preguntó el policía.

Danny cerró los ojos y dijo:

– No. Dejó de hacerlo en cuanto apareció ella. Paul dice que estaba limpiando el teléfono, ya sabe, como hacen los jugadores de bolos con la bola para que corra más. Pero no es verdad. Estaba haciendo marranadas.

– ¿Por qué crees que a Paul le cae tan simpático?

El chico volvió a bostezar.

– Porque no se enfadó con él por haber estado espiando a una nudista. Papá se habría enfadado mucho. Se puso furioso una vez, cuando Paul se agenció unas revistas pornográficas. Yo las encontré muy aburridas, pero a Paul le parecían interesantes.

– Disculpen -dijo el comisario Carpenter al oír su teléfono. Lo sacó y abrió el micrófono-. Sí, Campbell. De acuerdo… Adelante.

Mientras hablaba mantenía la vista clavada en un punto situado por encima de la cabeza de Harding, y su pronunciado ceño parecía aún más profundo por efecto de las sombras proyectadas por la lámpara de gas. El sargento Campbell le estaba explicando su entrevista con Tony Bridges. Pegó el auricular a su oreja cuando el sargento mencionó el nombre «Bibi», y bajó un poco la vista para mirar a Harding.

Mientras tanto, Galbraith observaba a Steven Harding. El hombre se esforzaba por enterarse de lo que estaba diciendo el interlocutor del comisario, consciente de que seguramente el tema de conversación era él. Mantuvo la vista clavada en la mesa durante la mayor parte del tiempo, pero en una o dos ocasiones levantó los ojos y miró a Galbraith, y éste se sintió extrañamente identificado con él, como si él y Harding, por el hecho de no participar en aquella conversación, se hubieran alineado contra Carpenter. Galbraith no percibía a Harding como culpable, no intuía que estaba sentado con un violador; sin embargo, sabía por experiencia que aquello no significaba nada. Los sociópatas podían ser tan encantadores e inofensivos como el resto de los mortales, y el que no lo viera así siempre era una víctima en potencia.

Galbraith reanudó su inspección del interior del barco, identificando las formas en la oscuridad. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, y ahora distinguía más cosas que unos minutos atrás. Con excepción de la mesa de navegación, donde se amontonaban los papeles, todo lo demás estaba guardado en armarios o estantes, y no había nada que indicara la presencia de una mujer. Era un espacio masculino de tablones de madera, asientos de piel negra y accesorios dorados, sin colores que adornaran aquella austera sencillez. Monacal, pensó con aprobación. Su casa, una casa ruidosa y llena de juguetes decorada por su esposa, que trabajaba en el National Childbirth Trust, estaba demasiado abarrotada y pensada para los niños.

La cocina, situada a un lado de la escalera, fue lo que más le interesó. Estaba construida en un hueco junto a los escalones, y contenía un pequeño fregadero y un hornillo de gas empotrado en una encimera de teca, con armarios debajo y estantes encima. Le habían llamado la atención unos cuantos artículos escondidos en un rincón, y que había logrado identificar como un trozo de queso envuelto en un envase de plástico con la etiqueta de Tesco's, y una bolsa de manzanas. Notó cómo Harding lo miraba, y se preguntó si el joven sabría que un forense podía decir lo que había comido una víctima antes de morir.

Carpenter apagó el teléfono y lo dejó sobre el cuaderno de bitácora.

– Ha dicho que se imaginaba que el cadáver era el de Kate Sumner -le recordó a Harding.

– Así es.

– ¿Podría explicarse mejor? ¿Cuándo y por qué lo imaginó?

– No he querido decir que me imaginara que fuera ella, sino que tenía que ser alguien a quien yo conociera, porque de lo contrario, no habrían venido a verme a mi barco. -Se encogió de hombros y agregó-: Si someten a este seguimiento a todas las personas que llaman a la policía, no me extraña que el país esté atestado de delincuentes en libertad.

Carpenter chascó la lengua, aunque el ceño no desapareció de su rostro. Sin dejar de mirar fijamente al joven, dijo:

– No se crea nunca lo que lea en los periódicos, Steven. Se lo aseguro: siempre acabamos atrapando a los malos. -Observó al actor y agregó-: Hábleme de Kate Sumner. ¿Se conocían mucho?

– Qué va. Muy poco -contestó Harding con displicencia-. Desde que se instaló en Lymington con su marido la habré visto cuatro o cinco veces. La vi un día en la calle; no podía hacer pasar la sillita de su hija por el tramo de adoquines que hay cerca de la antigua aduana. Le eché una mano, charlamos un poco y luego ella subió por High Street. Después de eso, cada vez que me veía se paraba para preguntarme cómo estaba.

– ¿Le caía simpática?

Harding desvió la mirada hacia el teléfono mientras reflexionaba sobre aquella pregunta.

– No estaba mal. Nada del otro mundo.

– ¿Qué me dice de William Sumner? -preguntó Gal-braith-. ¿Le cae simpático?

– Apenas lo conozco. Parece buena gente.

– Según él, se ven ustedes con cierta frecuencia. Dice que hasta lo ha invitado a su casa.

El joven se encogió de hombros.

– ¿Y qué? Hay mucha gente que me invita a su casa. Eso no significa que seamos amigos íntimos. La gente de Lymington es muy sociable.

– El señor Sumner me dijo que le había enseñado usted unas fotografías suyas aparecidas en una revista gay. Yo diría que para hacer eso hay que tener un grado considerable de amistad.

– No veo por qué -repuso Harding con una sonrisa-. Esas fotos no están nada mal. Hay que reconocer que a él no le entusiasmaron, pero ése es su problema. Ese Will Sumner es un tipo muy formal. Él no enseñaría la polla por nada del mundo, aunque se estuviera muriendo de hambre, y mucho menos en una revista gay.

– Tenía entendido que apenas se conocían.

– No necesito conocerlo mucho; basta con verlo. Seguro que cuando tenía dieciocho años ya aparentaba la edad que tiene ahora.

Galbraith estaba de acuerdo con él, y eso hacía que le costara aún más entender por qué Kate había elegido a Sumner como marido.

– De todos modos, no es muy corriente eso de ir enseñando fotografías pornográficas a los conocidos. ¿Acostumbra usted hacerlo? ¿Las ha enseñado en el club náutico, por ejemplo?

– No.

– ¿Por qué no?

Harding no contestó.

– A lo mejor sólo se las enseña a los maridos de sus amigas -apuntó Galbraith arqueando una ceja-. Es un buen sistema para convencer a un hombre de que no va detrás de su esposa. Si el marido se piensa que eres homosexual, creerá que está a salvo, ¿no? ¿Fue por eso que se las enseñó?

– Ahora no me acuerdo. Supongo que yo estaba harto y que él me estaba poniendo nervioso.

– ¿Se acostaba usted con su esposa, Steven?

– No diga estupideces -repuso Harding con enojo-. Ya le he dicho que apenas la conocía.

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