Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– ¿Ha tenido tiempo de revisar el armario de su esposa, señor Sumner? ¿Sabe si falta alguna prenda?

– Que yo sepa, no. Pero eso no significa nada -añadió-. La verdad es que no suelo fijarme mucho en la ropa.

– ¿Alguna maleta?

– Creo que no.

– Muy bien. -Abrió su maletín en el sofá-. Voy a enseñarle algunas prendas, señor Sumner. Dígame si reconoce alguna. -Sacó una bolsa de plástico que contenía la blusa que habían encontrado en el Crazy Daze, y se la enseñó a Sumner.

Éste sacudió la cabeza.

– No es de Kate -dijo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro -preguntó Galbraith, sorprendido-, si no se fijaba en la ropa de su esposa?

– Porque es amarilla. Kate odiaba el color amarillo. Decía que a los rubios no les favorecía. -Hizo un ademán hacia la puerta-. Si se fija, verá que en la casa no hay nada de color amarillo.

– Entiendo. -Galbraith sacó las bolsas que contenían el sujetador y las bragas-. ¿Sabe si estas prendas son de su esposa?

Sumner cogió las bolsas, examinando el contenido a través del plástico transparente.

– Me sorprendería mucho que lo fueran -dijo devolviéndoselas al policía-. A ella le gustaban los encajes y los volantes, y esas prendas son muy sencillas. Si quiere puede compararlas con la ropa interior que hay en sus cajones. Ya verá lo que quiero decir.

Galbraith asintió y dijo:

– Lo haré, gracias. -Sacó la bolsa con los zapatitos de niño y los colocó sobre la palma de su mano-. ¿Y estos zapatos?

Sumner volvió a sacudir la cabeza.

– Lo siento. Para mí, todos los zapatos de niño son iguales.

– Llevan el nombre de su hija en la parte interior de la tira.

– Entonces han de ser de Hannah -dijo encogiéndose de hombros.

– No necesariamente. Son demasiado pequeños para una niña de tres años, y cualquiera puede escribir un nombre en unos zapatos.

– ¿Por qué iba alguien a hacer eso?

– Para fingir algo, quizá.

Sumner frunció el entrecejo y preguntó:

– ¿Dónde los encontró?

– Lo siento, pero de momento no puedo decírselo. -Volvió a enseñarle los zapatos-. ¿Cree que Hannah los reconocería? Quizá sean viejos.

– Puede ser -dijo Sumner-. Que la agente Griffiths se los enseñe. No tiene sentido que lo intente yo. Cada vez que me ve se pone a gritar. -Pasó la mano por el brazo de la butaca y añadió-: El problema es que como trabajo tanto, la niña no ha tenido ocasión de conocerme bien.

Galbraith le sonrió con comprensión, pero se preguntó si aquella afirmación sería sincera. Después de todo, ¿quién podía contradecirle? Kate estaba muerta, Hannah no pronunciaba ni una sola palabra, y los vecinos decían que no sabían gran cosa sobre William. Ni sobre Kate.

«La verdad es que sólo he hablado con él un par de veces, y no me impresionó demasiado. Él trabaja mucho, desde luego, pero no son una pareja muy sociable. Ella era muy agradable, pero no puede decirse que fuéramos amigos. Ya sabe lo que pasa. Los vecinos no se pueden elegir…»

«William no es una persona muy sociable. En una ocasión Kate me dijo que su marido se pasaba las noches y los fines de semana analizando fórmulas en el ordenador mientras ella miraba culebrones en la televisión. Es espantoso que Kate haya muerto así. Ojalá hubiera tenido más tiempo para hablar con ella. Debía de sentirse muy sola. Todas las demás trabajamos, así que ella, que se quedaba en casa, era un caso raro…»

«William Sumner es un bravucón. Un día le llamó la atención a mi esposa sobre una de las vallas que separan nuestros jardines. Dijo que había que cambiarla, y cuando ella le dijo que era su hiedra la que la estaba tumbando, él la amenazó con denunciarla. Ése es el único contacto que hemos tenido con él, y con eso tuvimos bastante. No me cae nada bien…»

«Yo veía más a Kate que a William. Formaban una pareja extraña. Nunca hacían nada juntos. A veces me preguntaba si se querían. Kate era muy agradable, pero casi nunca hablaba de William. La verdad, creo que no tenían muchas cosas en común…»

– Tengo entendido que Hannah se ha pasado la noche llorando. ¿Lo hace a menudo?

– No -contestó Sumner sin vacilar-, pero supongo que porque Kate siempre la cogía en brazos cuando estaba inquieta. La pobrecita debe de echar de menos a su madre.

– Así pues, ¿no ha notado ningún cambio en su comportamiento?

– Pues no.

– El médico que la examinó cuando la llevaron a la comisaría de Poole estaba preocupado por ella. La describió como una niña exageradamente retraída, con retraso en el desarrollo, y dijo que seguramente sufría algún tipo de trauma psicológico. Sin embargo, usted dice que el comportamiento de Hannah es normal.

Sumner se ruborizó ligeramente, como si le hubieran pillado en falta.

– Siempre ha sido un poco… rara, por decirlo así. Yo temía que fuera autista, o sorda, así que le hicimos unas pruebas, pero el pediatra nos dijo que no le pasaba nada y nos recomendó que nos armáramos de paciencia. Dijo que los niños son manipuladores, y que si Kate hiciera menos cosas por ella la niña se vería obligada a pedir lo que quería, y así desaparecería el problema.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hará unos seis meses.

– ¿Cómo se llama su pediatra?

– Doctor Attwater.

– ¿Siguió Kate sus consejos?

Sumner negó con la cabeza.

– No estaba convencida. Ella siempre sabía lo que Hannah quería, y no creía que hubiera necesidad de obligarla a hablar antes de que estuviera preparada para hacerlo.

Galbraith anotó el nombre del pediatra.

– Usted es un hombre inteligente, señor Sumner -dijo a continuación-, y estoy seguro de que sabe por qué le estoy haciendo estas preguntas.

La sombra de una sonrisa pasó por el cansado rostro de Sumner.

– Prefiero que me llame William -dijo-. Sí, claro que me doy cuenta. Mi hija llora cada vez que me ve; mi esposa tenía todas las oportunidades que quería para engañarme, porque yo casi nunca estaba en casa; estoy molesto porque yo no quería venir a vivir a Lymington; la hipoteca de esta casa es demasiado elevada y me gustaría librarme de ella; Kate se sentía sola porque no había hecho muchos amigos; y es más habitual que a una mujer la asesine su pareja por despecho que un desconocido por lujuria. Lo único que tengo a mi favor es una coartada a toda prueba, y créame, me he pasado la noche dándole gracias a Dios por ello.

Según las leyes, los sospechosos contra los que todavía no hay cargos sólo pueden permanecer retenidos un tiempo limitado, y la urgencia para encontrar pruebas contra Steven Harding aumentaba a medida que pasaban las horas. De hecho, las pruebas brillaban por su ausencia. Las manchas que había en el suelo de la cabina del barco, que en principio parecieron tan prometedoras, resultaron ser de vómito provocado por el whisky -se detectó sangre del grupo A, el de Harding-, y un examen microscópico del barco no arrojó ninguna prueba de que allí hubiera tenido lugar ningún acto violento.

Si las conclusiones del forense eran acertadas -«magulladuras y rasguños en la espalda (sobre todo en los omóplatos y en las nalgas) y la parte interior de los muslos, que indican relaciones sexuales forzadas sobre una superficie dura como una cubierta o un suelo sin moqueta; pequeñas pérdidas de sangre debido a escoriaciones en la vagina»-, en los tablones de madera de la cubierta, el salón o la cabina se habrían encontrado restos de sangre, piel o incluso semen. Pero no fue así. En los tablones de cubierta había mucha sal, pero aunque eso podía indicar que Harding había fregado el suelo con agua de mar para borrar las pruebas, era lógico que hubiera sal seca en un barco de vela.

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