– Oye -dijo Dizzy-, ¿qué te parece si intercambiamos esos apuntes, como quedamos? He perdido un montón de clases de Anatomía. Tengo que ponerme al día. Y ésa es tu especialidad, ¿no?
Rose contuvo la risa con un bufido, pero no dijo nada. Hector se paseaba por allí arrastrando los pies, visiblemente ansioso por entrar.
– Supongo que sí -dijo Madden, avergonzado por el cumplido-. A mí a lo mejor también me vendrían bien tus apuntes. Parece que nunca cojo todo lo que dicen. Mi boli no está muy por la labor. Es muy lento.
Rose volvió a resoplar y esta vez Hector también sonrió. Madden no hizo caso.
– Bueno, entonces quedamos en eso. Toma… -Dizzy comenzó a revolver entre los papeles que llevaba en un maletín de piel agrietada, hasta que encontró los que buscaba y se los dio a Madden.
– Yo no llevo los míos encima ahora mismo -dijo Madden-. ¿Te los puedo dar en otro momento?
Dizzy no parecía oírlo: de abajo, de la cafetería, llegaba el sonido de una risa conocida. Gaskell.
– De acuerdo -dijo tras una pausa-. Por mí bien. Cuando puedas me los traes.
Miró a Hector y éste sacudió la cabeza.
– ¿No deberíamos ir a otra parte? -preguntó a Dizzy. Pero era demasiado tarde. Dizzy estaba bajando ya los escalones de piedra que llevaban al club.
– Eh, adiós, entonces -dijo Madden cuando Hector pasó a su lado.
– Sí, adiós -respondió el otro, y se apresuró tras su amigo-. Perdonad…
Madden sintió que Rose lo cogía de la mano.
– Bueno -dijo ella-, ¿adónde vas a llevarme ahora? Todavía es temprano.
A Madden le apetecía otra copa y la llevó fuera sin pararse a contestar a su pregunta. Rose se desasió de su abrazo contra la pared en la que estaban apoyados. Por fin habían decidido ir a un bar (pagaba ella, como de costumbre). Al salir del Doublet, Rose lo había abrazado lujuriosamente, clavándolo contra la pared con la fuerza superior de su tronco. Luego lo atacó con la lengua y él, que no tenía fuerzas para escapar, aguantó.
Madden no sabía qué hacer respecto al sexo con Rose. Sabía que era inevitable que tuvieran que practicarlo, pero no deseaba una repetición de su encuentro con Kathleen. Hasta el momento se había ahorrado la molestia, de manera muy conveniente para él, gracias a que no tenían ningún sitio íntimo adonde ir. Rose había intentado arrastrarlo al parque tras salir del club, pero él se había resistido.
– Ahí dentro hace frío y está todo húmedo, sería horrible -había dicho. Aquella perspectiva le daba escalofríos.
– Pero esto está caliente y húmedo -había contestado Rose mientras metía la mano desganada de Madden entre sus piernas-. ¿No te gustaría?
– Me dijiste que eras católica -dijo él con su voz más jocosa.
– Síiii. Lo soooy. Pero quiero hacerlo. Todavía no lo hemos hecho y no quiero casarme con alguien con quien no lo haya hecho.
– ¿Crees que vamos a casarnos?
– No sé. Solo sé que no quiero descartar nada. Si fuéramos a casarnos, tendría que hacerlo contigo para asegurarme de que está bien.
– No sé qué quieres decir con eso. Si no crees que estoy bien, ¿por qué sigues saliendo conmigo?
– ¡Solo quiero que ocurra algo!
Madden se irguió y se ajustó las gafas. Estaba oscureciendo.
– ¿Como… hacerlo… encima de la hierba mojada?
– No -contestó ella-. ¡Podemos sentarnos en un banco, joder, o algo así!
Él se encorvó, las manos en los bolsillos.
– También estaría mojado. Estarán todos los bancos mojados.
– Bueno, si prefieres hacerlo con Owen…
Madden se sintió dolido, como si lo hubiera abofeteado.
– Apuesto a que lo preferirías, ¿eh? Tú y tu inglesito al lado. -Había en su voz un desdén burlón que Madden encontraba hiriente y que estaba acostumbrado a oír dirigido a otros, no a sí mismo.
– Te gustan los chicos, ¿verdad, Madden? -dijo ella-. Y Owen es tu favorito, tu favodito favodito.
Su imitación del habla de un bebé resultaba horrible.
– Cállate -dijo él-. No me gusta que hagas eso.
– Pues vamos a hacer algo… lo que sea. No hace falta que lo hagamos. Pero vamos a hacer algo. ¡Ni siquiera me has presentado a tus padres todavía!
Rose se tambaleaba un poco mientras hablaba, tenías las mejillas enrojecidas y su pelo se balanceaba, oscuro y mojado por la llovizna.
Madden movió la cabeza de un lado a otro.
– No te gustaría conocerlos, créeme.
– ¿Por qué no? ¿Son caníbales? -Ella se apartó el pelo de la frente y, por un instante, en la penumbra, estuvo muy guapa. Los padres de Madden eran sin duda muchas cosas, ninguna de ellas agradable, pero no eran caníbales. No comparados con Rose, en cualquier caso-. ¿Van a comerme viva? -prosiguió ella, y le clavó uno de sus deditos de niña.
– No, no van a comerte -dijo él.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no iban a engullirme? ¡Ñam, ñam, ñam!
– Vale ya, por favor -dijo él, apartando su dedo punzante.
– ¿Por qué no se me zampan entera, como a Licken el pollito [9], Hugh?
Pinchaba y pinchaba.
– Te he dicho que pares. Para ya.
– Licken el pollito, la gallinita Penny y el pavo Lurkey. ¿Por qué no se me comen todos?
Pinchaba y pinchaba y pinchaba.
– ¡Porque eres demasiado gorda! -le espetó él.
Rose le dio un guantazo tan fuerte que le saltó las gafas.
Cuando la disculpa de Madden hubo sido aceptada y aún le escocía la cara, fueron a ver una película, o un flick, como se empeñaba en decir Rose. Aquel americanismo irritaba profundamente a Madden, pero, dadas las circunstancias, decidió que guardar ambos silencio en un cine a oscuras sería un modo ideal de poner fin a su tarde juntos. Rose seguía enfadada, pero Madden se negó en redondo a llevarla a casa de sus padres, cosa que a ella no le hizo mucha gracia: estaba convencida de que se avergonzaba de ella, de que no quería que sus padres la conocieran. ¿Por qué? ¿Por su peso? ¿Porque era enfermera? ¿Porque no era lo bastante buena para el niño de sus ojos? Madden negaba cada acusación, pero no explicaba sus motivos. Su peso no tenía nada de malo. Se lo había dicho ya, ¿por qué no lo creía?
Rose se puso taciturna.
– Es verdad -dijo-. Estoy muy gorda.
«Tonterías», contestó él. Nada de eso. A él le gustaba su cuerpo.
– Pero mis piernas son bonitas, ¿verdad, Madden?
– Tus piernas están bien -dijo él-. No son ni gordas, ni delgadas. Están bien.
Ella pareció animarse al oír aquello y luego se quejó de un dolor en el pecho.
– ¿Qué podrá ser? -preguntó.
– Nada. No será nada. Es solamente un dolor. La gente tiene dolores todo el tiempo. No significan nada. Solo son dolores.
Arrastraba los pies por la calle. Tenía tan pocas ganas de ir al cine como ella. Pero, naturalmente, no diría nada. Si lo hacía, aumentarían las posibilidades de que ella le diera la lata para que practicaran algún repugnante acto carnal. O, peor aún, quizá insistiera en que la llevara a su casa. Su padre se pondría insoportable, si iban. Y su madre no sería de ninguna ayuda.
– No puede haber dolores así porque sí -dijo ella. El pelo que le colgaba por la cara le daba un aire desolado. Debía de estar desplomándose el cielo.
– Claro que sí. ¿Qué quieres ir a ver?
– ¿Cómo va a doler algo porque sí? Tiene que haber alguna razón. Eso es lo que significan estas cosas.
– ¿Cómo que es lo que significan?
– Las cosas duelen porque algo va mal por dentro. Duelen por un motivo. Si me duele el estómago, podría ser porque tengo una úlcera. O el intestino torcido. O porque me he dado un golpe o estoy esperando un niño.
– O porque has comido demasiado -dijo él, y añadió rápidamente-: Ponen una de vaqueros. ¡Bang, bang! ¡A por esas alimañas de los pieles rojas! ¿Te apetece?
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