Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Dios mío, no -jadeó.

Pero el hombre levantó el brazo y efectuó tres disparos en rápida sucesión.

Monica Tyler cayó hacia atrás, con los ojos vueltos hacia las espiras de la catedral. Oyó los pasos de su asesino al alejarse, sintió cómo la sangre abandonaba su cuerpo para esparcirse por los adoquines.

Y entonces, las espiras de San Esteban se convirtieron en agua, y Monica murió.

En Georgetown, Elizabeth Osbourne oyó el timbre del teléfono. Ahora que Michael era el subdirector, las llamadas a las cuatro de la madrugada eran casi moneda corriente. Elizabeth tenía una importante reunión a la mañana siguiente (había pedido el traslado a la oficina de Washington tras el ascenso de Michael) y necesitaba dormir. Cerró los ojos e intentó no escuchar los murmullos de Michael en la oscuridad.

– ¿Algo importante? -preguntó cuando oyó que colgaba.

– Monica Tyler fue asesinada anoche en Viena.

– ¿Asesinada? ¿Qué ha pasado?

– La mataron a tiros.

– ¿Quién querría matar a Monica Tyler?

– Monica tenía muchos enemigos.

– ¿Te vas a la oficina?

– No, me ocuparé del asunto mañana por la mañana.

Elizabeth cerró los ojos e intentó conciliar el sueño, pero fue en vano. Algo en la voz de Michael la había perturbado. «Monica tenía muchos enemigos.» Entre ellos tú, Michael, pensó.

En algún momento antes del amanecer, Michael abandonó el lecho común. Elizabeth se levantó, bajó y lo encontró en el salón, de pie ante las puertas acristaladas, con la mirada fija en el jardín semipenumbroso.

– ¿Estás bien, Michael? -le preguntó en voz baja.

– Sí -asintió su marido sin volverse.

– ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

– No, Elizabeth. He bajado porque necesitaba pensar.

– Michael, si hay algo que…

– No puedo hablar de ello, Elizabeth, así que déjalo, por favor. Se dio la vuelta y pasó junto a ella sin mirarla. Elizabeth reparó en que su rostro había adquirido un matiz ceniciento.

La Sociedad Internacional de Desarrollo y Cooperación celebró su conferencia estival anual en un castillo a orillas de un lago, en lo alto de las montañas de Isla del Sur, Nueva Zelanda. Habían elegido el lugar con mucha antelación, y el lago helado y las densas nieblas del invierno neozelandés creaban una alegoría muy apropiada para el desesperanzador estado en que había quedado la Sociedad tras el fallecimiento de Picasso. El pasado del Director en el MI6 lo había preparado para algún fracaso ocasional, pero nada en el servicio de inteligencia podía compararse con la estampida global que había tenido lugar en las horas siguientes al desenmascaramiento de Picasso. Todas las operaciones se habían congelado, y los planes para futuras misiones estaban en suspenso. Las comunicaciones se habían interrumpido, y el dinero había dejado de circular. El Director se encerró en su mansión de St. John's Wood con la única compañía de Daphne e hizo lo que todo buen agente operativo tras una cagada monumental: dedicarse a evaluar los daños. Y cuando decidió que había llegado el momento, procedió sigilosamente a remendar los fragmentos de su orden secreta.

La conferencia de Isla del Sur pretendía ser una especie de fiesta de reencuentro; sin embargo, la recuperación de la Sociedad era entrecortada en el mejor de los casos. Dos miembros del consejo ejecutivo ni siquiera se molestaron en asistir. Uno de ellos intentó enviar a un sustituto, sugerencia que al Director se le antojó ridícula. Poco después de iniciar la sesión la reunión, el Director, en un ataque de resentimiento impropio de él, presentó la moción de expulsarlos a ambos. La moción fue secundada, hecho que Daphne anotó diligente en su cuaderno de taquigrafía.

– El punto número dos del orden del día se refiere a la muerte de Picasso -anunció el Director antes de carraspear y añadir-: Estoy seguro de que su fallecimiento ha sido un golpe terrible para todos ustedes, pero al menos ya no está en posición de perjudicar a la Sociedad.

– Lo felicito por haberse encargado del asunto con tanta profesionalidad -alabó Rodin.

– No me ha comprendido -contradijo el Director-. Su muerte ha sido un golpe precisamente porque la Sociedad no ha tenido nada que ver con ella.

– Pero ¿qué hay de Octubre? Sigue vivo, ¿no?

– Supongo que sí, aunque no estoy seguro. Puede que la CIA lo tenga escondido, o puede que Michael Osbourne lo matara y ocultara el hecho. Lo único que sé con certeza es que todos nuestros intentos de localizarlo han fracasado.

– Tal vez pueda ayudar -terció Monet, jefe de operaciones del Mossad israelí-. Nuestros hombres ya han demostrado muchas veces que son capaces de localizar a fugitivos. Encontrar a un hombre como Octubre no debería ser demasiado difícil.

Pero el Director sacudió la cabeza.

– No. Aun cuando siga vivo, no creo que vuelva a representar nunca una amenaza para nosotros. En mi opinión, lo mejor es dejarlo correr.

Acto seguido echó un vistazo a sus papeles.

– Lo cual me lleva al tercer punto del orden del día, la situación en la antigua Yugoslavia. El Frente de Liberación de Kosovo requiere nuestra ayuda. Caballeros, manos a la obra.

Epílogo

Lisboa-Brélés, Francia

Jean-Paul Delaroche había alquilado un piso pequeño en un destartalado edificio color ámbar con vistas al puerto de Lisboa. Sólo había estado una vez en Lisboa, en una visita muy breve, y el cambio de aires confería nueva vida a su trabajo. De hecho, atravesaba uno de los períodos más productivos de su vida. Trabajaba diligentemente desde la mañana hasta media tarde, creando excelentes imágenes de las iglesias, las plazas y las embarcaciones amarradas en la orilla. Una tarde, el propietario de una prestigiosa galería lisboeta lo vio pintar y, entusiasmado, le ofreció organizar una exposición. Delaroche cogió la tarjeta de visita con los dedos manchados de pintura y prometió que se lo pensaría.

Por la noche salía de caza. Salía al balcón y buscaba indicios de que lo vigilaran. Caminaba durante horas en un intento de localizar a sus enemigos. Pedaleaba por el campo para provocarlos a que lo siguieran. Instaló trampas en su piso para comprobar si alguien entraba en él cuando salía. El último día de noviembre acabó por aceptar el hecho de que nadie lo vigilaba.

Esa noche salió del piso y fue a cenar a un buen café.

Por primera vez en treinta años no iba armado.

En diciembre alquiló un Fiat de tres volúmenes y condujo hasta Francia. Había abandonado Brélés, la antigua aldea marinera de la costa bretona, hacía más de un año, y no había vuelto a poner los pies en ella. Llegó a mediodía del día siguiente a su partida tras pasar la noche en Biarritz.

Aparcó en el pueblo y dio un paseo. Nadie lo reconoció. En la panadería, mademoiselle Trevaunce lo atendió sin apenas darle los buenos días. Mademoiselle Plauché, la dependienta de la charcutería, había flirteado descaradamente con él durante su anterior estancia, pero ahora se limitó a servirle el jamón y el queso de cabra sin ni siquiera sonreírle.

Delaroche entró en el café donde los ancianos pasaban las tardes y preguntó si algunos de ellos había visto a una irlandesa por allí. Pelo negro, buenas caderas, muy guapa…

– Hay una irlandesa viviendo en la vieja casa de la punta -dijo Didier, el rubicundo propietario de la tienda-. Donde vivía el loco, le Solitaire.

Delaroche fingió no saber a qué se refería, de modo que Didier se echó a reír y le indicó el camino de la casa. Luego preguntó a Delaroche si quería quedarse a tomar vino y comer aceitunas.

– Non, merci -declinó Delaroche.

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