Daniel Silva
El Hombre De Viena
Traducción de Alberto Coscarelli
Dedicado a todos aquellos que no dejan en paz
a los asesinos y a sus cómplices
A mi amigo y editor Neil Nyren,
y, como siempre, a mi esposa, Jamie, ya mis hijos,
Lily y Nicholas
Donde se corta madera caen astillas,
es inevitable.
Gruppenführer HEINRICH MOLLER,
jefe de la Gestapo
No pertenecemos a los scouts. Si quisiéramos ser scouts,
nos hubiésemos hecho miembros de los scouts.
RICHARD HELMS, antiguo director de la CIA
PRIMERA PARTE. El hombre del café Central
VIENA
La oficina es difícil de encontrar, lo cual es intencionado. Ubicada cerca del final de una calle estrecha, en un barrio de Viena más conocido por su vida nocturna que por su trágico pasado, la entrada está señalada sólo con una pequeña placa de latón donde está escrito: Reclamaciones e Investigaciones de Guerra. El sistema de seguridad, instalado por una oscura empresa con sede en Tel-Aviv, es formidable y muy visible. Una cámara enfoca amenazadoramente desde encima de la puerta. No se permite la entrada a nadie sin una cita previa y una carta de presentación. Los visitantes deben pasar por un detector de metales muy sensible. Los bolsos y los maletines son inspeccionados con gran eficiencia por Reveka o Sarah. Son tan hermosas como encantadoras.
Una vez en el interior, el visitante es escoltado por un claustrofóbico pasillo, con archivadores grises a los dos lados, hasta una gran habitación típicamente vienesa con el suelo claro, el techo muy alto y estanterías que se vencen con el peso de innumerables volúmenes y archivadores. Este caos pedante resulta atractivo, aunque algunos se sienten inquietos al ver los cristales blindados de color verde en las ventanas, que dan a un triste patio de luces.
El hombre que trabaja allí es desordenado y pasa desapercibido. Es su gran talento. Algunas veces, cuando entras, está encaramado en lo más alto de una escalera, buscando un libro. Por lo general está sentado detrás de su escritorio, envuelto en una nube de humo de cigarrillo y la mirada puesta en la pila de expedientes y documentos, que nunca parece disminuir. Se toma un momento para acabar una frase o escribir una nota en el margen de un documento, luego se levanta y extiende su pequeña mano mientras te mira con sus ojos castaños. «Eli Lavon», dice modestamente mientras te estrecha la mano, aunque todo el mundo en Viena sabe quién dirige Reclamaciones e Investigaciones de Guerra.
De no ser por la bien asentada fama de Lavon, su aspecto -la pechera de la camisa siempre con manchas de ceniza, un astroso cárdigan color burdeos con coderas y el dobladillo deshilachado- podría resultar inquietante. Algunos sospechan que es un pobretón; otros, que es un asceta o incluso que está un poco desquiciado. Una mujer que buscaba ayuda para conseguir que un banco suizo le devolviera el dinero incautado llegó a la conclusión de que había sufrido una tremenda decepción amorosa. ¿De qué otro modo podía explicarse el hecho de que nunca se hubiese casado, ese aire de desconsuelo que a veces tiene cuando cree que nadie lo mira? Sean las que sean las sospechas del visitante, el resultado siempre suele ser el mismo. La mayoría se aferra a él por miedo a que un día ya no esté.
Te señala el cómodo sofá. Pide a las chicas que no le pasen llamadas, luego une el pulgar y el índice y los apoya en los labios. «Café, por favor.» Donde no las pueden oír, las muchachas discuten a quién le toca. Reveka es una israelí de Haifa, de tez morena y ojos negros, testaruda y fogosa. Sarah es una judía norteamericana de buena familia, alumna del programa de estudios del Holocausto en la Universidad de Boston, más cerebral que Reveka y por lo tanto más paciente. No le importa apelar al engaño o incluso mentir descaradamente para eludir una tarea que considera que está por debajo de su condición. Reveka, sincera y temperamental, se deja enredar, así que es generalmente ella quien acaba por dejar la bandeja de plata en la mesita de centro y se retira con una expresión malhumorada.
Lavon no tiene un patrón fijo para las entrevistas. Deja que el visitante fije su curso. No le importa responder preguntas referentes a su persona y, si uno persevera, acaba contando cómo es que uno de los jóvenes arqueólogos israelíes con mayor talento escogió excavar entre los temas pendientes del Holocausto en lugar de hacerlo en la sufrida tierra de su país natal. Pero la disposición a hablar de su pasado sólo llega hasta ahí. No dice a sus visitantes que, durante un breve período, a principios le los años setenta, trabajó para el famoso servicio secreto de Israel, o que todavía se le considera el mejor agente de vigilancia que ha tenido el servicio en toda su historia. Tampoco menciona que dos veces al año, cuando viaja a Israel para ver a su anciana madre, visita unas instalaciones secretas al norte de Tel-Aviv para compartir algunos de sus conocimientos con las nuevas generaciones. En el servicio todavía lo llaman por su apodo: el Fantasma . Su mentor, un hombre llamado Ari Shamron, siempre dice que Eli Lavon es capaz de desaparecer mientras te estrecha la mano. No está muy lejos de la verdad.
Es discreto cuando está con sus visitantes, de la misma manera que era discreto con los hombres a los que perseguía por orden de Shamron. Enciende un cigarrillo con la colilla del otro, pero si el humo molesta al visitante, entonces se contiene. Políglota, te escucha en el idioma que prefieras. Su mirada es comprensiva y firme, aunque algunas veces es posible ver en el fondo de sus ojos cómo van encajando las piezas del rompecabezas. Prefiere guardarse las preguntas hasta que el visitante acabe con el relato. Su tiempo es valioso y no se demora en tomar decisiones. Sabe cuándo puede ayudar. Sabe cuándo es mejor no remover el pasado.
Si decide aceptar el caso, te pedirá una pequeña cantidad para financiar las etapas iniciales de la investigación. Lo pide con bastante embarazo y, si no puedes pagar, se olvida de pasarte la factura. La mayor parte de los fondos que recibe son donaciones, pero Reclamaciones de Guerra no es una empresa rentable y Lavon tiene un problema de liquidez crónico. Sus fuentes de financiación siempre han sido un tema de discusión en algunos círculos vieneses, donde se lo tiene por un extranjero problemático financiado por el judaísmo internacional, que siempre está metiendo las narices donde no lo llaman. Muchos en Austria verían con agrado que Reclamaciones de Guerra cerrara las puertas de una vez para siempre. Éste es el motivo por el que Eli Lavon pasa sus días tras cristales blindados verdes.
Un desapacible atardecer de principios de enero, Lavon estaba solo en su despacho, delante de una pila de expedientes. Aquel día no había ningún visitante. Para ser más exactos, hacía muchos días que Lavon no daba ninguna cita, y la parte de su tiempo lo dedicaba a un único caso. A las siete de la tarde, Reveka asomó la cabeza a su despacho.
– Tenemos hambre -dijo sin rodeos, algo típicamente israelí-. Tráenos algo de comer.
La memoria de Lavon, si bien impresionante, no se ocupaba de detalles nimios como la comida. Sin levantar la mirada de su trabajo, movió el bolígrafo en el aire como si estuviese escribiendo: «Hazme una lista, Reveka.»
Al cabo de un momento, cerró el expediente y se levantó. Miró a través de la ventana cómo la nieve se acumulaba en los ladrillos negros del patio de luces. Luego se puso el abrigo, se envolvió la bufanda dos veces alrededor del cuello y se puso una gorra sobre los cabellos cada vez más escasos. Caminó por el pasillo hasta la habitación donde trabajaban las muchachas. La mesa de Reveka parecía hundirse bajo el peso de una montaña de expedientes militares alemanes. Sarah, la eterna estudiante, estaba oculta detrás de una pila de libros. Como siempre, discutían. Reveka quería comida india de un restaurante que estaba al otro lado del canal Danubio; a Sarah le apetecía pasta de una trattoria de la Kärntnerstrasse. Lavon, sin hacerles el menor caso, miró el ordenador nuevo de la mesa de Sarah e interrumpió la discusión.
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