Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Daniel Silva Juego De Espejos Título original en inglés The Unlikely Spy - фото 1

Daniel Silva

Juego De Espejos

Título original en inglés: The Unlikely Spy

Traducción: María Vidal

Para mi esposa Jamie, cuyo amor,

apoyo y constante aliento han hecho

posible esta obra, y para mis hijos,

Lily y Nicholas

Prólogo

En abril de 1944, mes y medio antes de la invasión de Francia, el propagandista nazi William Joyce -más conocido por el sobrenombre de Lord Ejem Ejem - transmitió por radio a Gran Bretaña una noticia espeluznante.

Según Joyce, Alemania sabía que los aliados estaban construyendo enormes estructuras de hormigón en el sur de Inglaterra. Alemania sabía también que tales estructuras iban a remolcarse a través del canal de la Mancha, durante la inminente invasión, y que se procedería a su hundimiento frente a las costas de Francia. Joyce declaró: «Bueno, pues les vamos a echar una mano, muchachos. Cuando zarpen con ellas, les ahorraremos el trabajo y las hundiremos por el camino».

Sonaron las sirenas de alarma en el seno del servicio de Información británico y del Alto Mando aliado. Las estructuras de hormigón a las que aludía Joyce eran en realidad parte integrante de un gigantesco puerto artificial destinado a Normandía, cuyo nombre en clave era Operación Mulberry . Si verdaderamente los espías de Hitler estaban enterados del propósito de dicha operación, muy bien podían conocer asimismo el secreto más importante de la guerra: el momento y lugar precisos de la invasión de Francia.

Al cabo de varios días de preocupada inquietud, los temores pudieron desecharse cuando el contraespionaje estadounidense interceptó un mensaje del embajador del Japón en Berlín, teniente general barón Hiroshi Oshima, dirigido a sus superiores de Tokio. Oshima recibía informes periódicos de sus aliados alemanes sobre los preparativos de la inmediata invasión. De acuerdo con el mensaje interceptado, los servicios de inteligencia germanos creían que las estructuras de hormigón eran parte de un gigantesco complejo antiaéreo, y no un puerto artificial.

¿Pero cómo pudo cometer la Inteligencia alemana tan craso error? ¿Simplemente interpretaron mal los datos de su propio servicio de información? ¿O alguien los engañó?

Este proyecto es de importancia

tan vital que puede considerarse

el quid de toda la operación.

Memorándum del Almirantazgo

Teniendo en cuenta los miles de

trabajadores que, en un momento

u otro, colaboraron en la obra, es

asombroso que el enemigono llegase

a tener idea de lo que se tramaba.

Guy HARTCUP

Fuerza Mulberry

En la guerra, la verdad es tan

importante que debe ir siempre

acompañada de una buena escolta

de mentiras.

Winston CHURCHILL

PRIMERA PARTE

1

Suffolk (Inglaterra), noviembre de 1938

Beatrice Pymm murió aquella noche porque perdió el último autobús de Ipswick.

Veinte minutos antes de morir se encontraba en la lúgubre parada y leía el horario a la escasa luz de la única farola existente en la calle del pueblo. Al cabo de unos pocos meses, la claridad de aquella farola se extinguiría de acuerdo con las normas que iban a obligar a las poblaciones a sumirse en la oscuridad. Beatrice Pymm no llegaría a conocer tales oscurecimientos oficiales.

En aquel momento, la farola apenas proporcionaba la luz justa para que Beatrice lograse distinguir los datos del horario. Para verlo mejor, se puso de puntillas y deslizó por debajo de los números la punta del dedo índice sucia de pintura. Su difunta madre siempre se quejaba acerbamente de las manchas de pintura. Opinaba que no era propio de una dama tener constantemente la mano manchada. Nunca dejó de desear que Beatrice tuviese una afición más limpia, que dedicara su tiempo libre a la música, que emprendiese alguna tarea de voluntariado, incluso que le diese por escribir, aunque la madre no se llevaba nada bien con los escritores.

– Maldita sea -murmuró Beatrice, con la yema del índice aún pegada al cuadro indicador de las horas del servicio de autobuses. Normalmente, Beatrice siempre era puntual hasta la inmoralidad. En una vida sin responsabilidades financieras, sin amigos, sin familia, Beatrice se había establecido un riguroso plan personal. Hoy se había apartado del mismo, al seguir pintando durante demasiado tiempo y al emprender la vuelta a casa demasiado tarde.

Separó la mano del horario y se la llevó a la mejilla; su rostro se contrajo en una expresión preocupada. «Tiene la misma cara de su padre», solía decir siempre la madre en tono de desesperación: frente ancha y plana, nariz grande y noble, barbilla hundida. A los treinta recién cumplidos, su cabellera tenía un color prematuramente gris.

Se inquietó, sin saber qué hacer. Había por lo menos ocho kilómetros hasta Ipswich, donde estaba su casa, demasiada distancia para ir a pie. A primera hora del atardecer aún habría suficiente tráfico por la carretera. Y tal vez alguien se hubiera brindado a llevarla.

Dejó escapar un largo suspiro de frustración. Se le heló el aliento, cuyo vapor flotó durante unos segundos frente a su rostro y luego voló impulsado por el gélido viento del pantano. Las nubes se fragmentaron y por los espacios celestes que acababan de abrirse apareció una luna rutilante. Beatrice levantó la mirada y vio el aura de hielo que rodeaba el satélite. Se estremeció y por primera vez notó el frío.

Cogió sus cosas: una mochila de cuero, un lienzo y un maltratado caballete. Se había pasado el día dándole a los pinceles en el estuario del río Orwell. Pintar era su único amor y el paisaje de East Anglia su único tema. La consecuencia era una cierta repetición en su obra. A su madre le gustaba ver personas en los cuadros, escenas callejeras, cafés llenos de gente. Llegó incluso una vez a sugerir a Beatrice que se fuese a pintar a Francia durante una temporada. Beatrice se negó. Le gustaban las ciénagas y los diques, los estuarios y los anchos espacios, las marismas del norte de Cambridge, los ondulantes pastos de Suffolk.

De muy mala gana, emprendió la marcha hacia su casa, caminando a buen paso por el borde de la calzada, a pesar de que sus trebejos pesaban bastante. Vestía camisa de algodón masculina, tan manchada como los dedos, grueso jersey que la hacía sentirse como un oso de juguete, chaqueta de mangas demasiado largas y pantalones con las perneras embutidas en las cañas de unas botas Wellington. Dejó atrás la esfera de resplandor amarillo de la farola; se la engulló la oscuridad. No le producía aprensión alguna avanzar a través de las tinieblas que saturaban el paisaje. Su madre, a la que llenaban de temor las largas caminatas en solitario que solía darse Beatrice, no cesaba de ponerla en guardia contra los violadores. Y con idéntica constancia, Beatrice consideraba improbable esa amenaza y la desestimaba tranquilamente.

Se estremeció de frío. Pensó en su hogar, una casita de campo que le había dejado su madre, situada en los aledaños de Ipswich. Detrás del edificio, al final del sendero del jardín, Beatrice había construido un estudio inundado de claridad, donde permanecía la mayor parte del tiempo. No era raro que Beatrice se pasara días enteros sin hablar con ningún otro ser humano.

Todo eso, y más, lo sabía su asesina.

Al cabo de cinco minutos de marcha Beatrice oyó a su espalda el ruido de un motor. Un vehículo comercial, pensó. Y bastante viejo, a juzgar por las vibraciones irregulares del motor. Beatrice vio el fulgor de los faros desparramarse como los rayos del sol naciente sobre la hierba de ambos lados de la carretera. Notó que el motor perdía potencia y que el vehículo se deslizaba impulsado por su propia inercia. Un ramalazo de viento sacudió a Beatrice al pasar el vehículo por su lado. El tufo que despedía el tubo de escape la asfixió.

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