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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– ¿De cuánto estás? -preguntó.

– Casi de dos meses.

Una sonrisa estalló en el rostro de Peter.

– ¿No estás enfadado conmigo? -dijo Margaret.

– ¡Claro que no!

– ¿Qué hay de tu empresa y de todo lo que decías acerca de esperar a tener más críos?

Peter la besó.

– Eso no importa. Nada de eso importa.

– La ambición es algo maravilloso, pero la ambición desmedida no lo es. A veces tienes que relajarte y disfrutar un poco de las cosas, Peter. La vida no es un ensayo general.

Peter se irguió y terminó de vestirse.

– ¿Cuándo piensas decírselo a tu madre?

– En el momento que me parezca mejor. Acuérdate de su actitud cuando estuve embarazada de Billy. Casi me volvió loca. Tengo tiempo de sobra para decírselo.

Peter se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– Hagamos el amor antes de desayunar.

– No podemos, Peter. Mi madre nos matará si no bajamos en seguida.

Él la besó en el cuello.

– ¿Qué decías antes acerca de que la vida no es un ensayo general?

Margaret cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

– Eso no es justo. Siempre le buscas las vueltas a lo que digo.

– No, de eso, nada…, te estoy besando.

– Sí…

– ¡Margaret!

Resonó escaleras arriba la voz de Dorothy Lauterbach.

– Ya vamos, madre.

– ¡Qué lástima! -murmuró Peter, y siguió a Margaret rumbo al desayuno.

Walker Hardegen se reunió con ellos a la hora del almuerzo junto a la piscina. Se sentaron a la sombra de un parasol: Bratton y Dorothy, Margaret y Peter, Jane y Hardegen. Una brisa húmeda soplaba a rachas desde el Sound. Hardegen era el lugarteniente principal de Bratton Lauterbach en el banco. Era un hombre alto, de amplio pecho y anchas espaldas, y casi todas las mujeres pensaban que se parecía a Tyrone Power. Universitario de Harvard, durante su último año marcó un ensayo en el partido contra Yale. Sus días de practicante del fútbol americano le dejaron una rodilla hecha polvo y una leve cojera que, en cierto modo, le hacía aún más atractivo. Tenía un moroso acento de Nueva Inglaterra y la sonrisa casi continuamente a flor de labios.

Al poco de ingresar en el banco pidió a Margaret que saliera con él y tuvieron varias citas. Hardegen deseaba que aquellas relaciones continuasen, pero Margaret no. Puso fin a ellas de un modo sosegado, aunque conservaron la amistad y siguió viendo a Walker con regularidad en diversas fiestas. Seis meses después, Margaret conoció a Peter y se enamoró. Hardegen se puso fuera de sí. Una noche, en el Copacabana, un poco bebido y un mucho celoso, acorraló a Margaret y le suplicó que volviera a salir con él. Al negarse ella, la cogió violentamente por el hombro y la sacudió. La gélida expresión que apareció en el rostro de Margaret le dejó bien claro que estaba dispuesta a acabar con la carrera profesional de Hardegen si éste no cesaba en su comportamiento infantil.

Mantuvieron en secreto el incidente. Ni siquiera Peter lo sabía. Hardegen ascendió con rapidez eh el escalafón del banco y se convirtió en el empleado de mayor confianza de Bratton. Margaret notaba la existencia de una latente tensión entre Hardegen y Peter, una competitividad natural. Ambos eran jóvenes, apuestos, inteligentes y triunfadores. La situación empeoró a principios de aquel verano, al enterarse Peter de que Hardegen se oponía a que se le prestase dinero para montar la empresa de ingeniería.

– Normalmente no soy lo que se considera un entusiasta de Wagner, y menos aún en el clima político actual -especificó Hardegen, e hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa de vino blanco frío mientras los demás celebraban el comentario con una risita-. Lo que sí les recomiendo, sin embargo, es que no se pierdan a Herbert Janssen en su interpretación del Tanhäuser que se representa en el Metropolitan. Es una maravilla.

– He oído ponerlo por las nubes -confirmó Dorothy.

Le encantaba charlar de ópera y de teatro, comentar las novedades literarias y las películas que se estrenaban. Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que le abrumaba, Hardegen solía arreglárselas para verlo y leerlo todo y para complacer a Dorothy en ese aspecto. El de las artes era un tema seguro, a diferencia de los asuntos familiares y los cotilleos, cuestiones que Dorothy aborrecía.

– Vimos a Ethel Merman en el nuevo musical de Cole Porter -dijo Dorothy cuando sirvieron el primer plato, ensalada de gambas frescas-. El título se me ha ido de la cabeza.

– Dubarry era una dama -apuntó Hardegen-. Me fascinó.

Hardegen continuó hablando. Había ido la tarde anterior a Forest Hill, donde vio ganar su partido a Bobby Riggs. Opinaba que Riggs era el ganador fijo del Abierto de aquel año. Margaret observó a su madre, cuya mirada estaba fija en Hardegen. Dorothy adoraba a Hardegen, al que trataba prácticamente como miembro de la familia. En su momento dejó bien claro que prefería a Hardegen en detrimento de Peter. Hardegen procedía de una familia de Maine adinerada y conservadora, no tan rica como los Lauterbach, pero sí lo bastante cerca de ellos como para sentirse cómodos. Peter pertenecía a una familia irlandesa de clase media baja y se crió en el West Side de Manhattan. Podría ser un brillante ingeniero, pero jamás sería «uno de los nuestros». La disputa amenazó con destruir las relaciones entre Margaret y su madre. Y a ella puso fin Bratton, que no se mostró dispuesto a tolerar reparo alguno a la elección de esposo que hiciera su hija. Margaret se casó con Peter en una boda de cuento de hadas que se celebró en el mes de junio de 1935 en la iglesia episcopaliana de St. James. Hardegen figuró entre los seiscientos invitados a la ceremonia. Bailó con Margaret durante la fiesta y se comportó como un perfecto caballero. Incluso se quedó a presenciar la partida de la pareja hacia Europa, en un viaje de luna de miel que se prolongaría durante dos meses. Fue como si el incidente del Copacabana jamás hubiese ocurrido.

Los criados sirvieron el almuerzo, salmón fresco escalfado, y la conversación derivó inevitablemente hacia la guerra que se avecinaba en Europa.

– ¿Hay algún modo de detener ahora a Hitler o Polonia va a acabar convertida en la provincia más oriental del Tercer Reich? -preguntó Bratton.

Abogado, así como hábil inversionista, Hardegen había asumido la misión de desembarazar al banco de sus inversiones en Alemania y de otras arriesgadas operaciones europeas. Dentro de la empresa bancaria solían aludir afectuosamente a él como «nuestro nazi interno», a causa de su apellido, su perfecto alemán y sus frecuentes viajes a Berlín. Mantenía también una red de excelentes contactos en Washington y actuaba como encargado del servicio de información del banco.

– He hablado esta mañana con un amigo mío que pertenece al estado mayor de Henry Stimson en el Departamento de Guerra -dijo Hardegen-. Cuando Roosevelt regresó a Washington tras su crucero en el Tuscaloosa , Stimson fue a recibirle a la Union Station y le acompañó a la Casa Blanca. Al preguntarle Roosevelt cómo estaba la situación en Europa, Stimson le contestó que los días de paz que quedaban podían contarse con los dedos de las dos manos.

– Roosevelt volvió a Washington hace una semana -observóMargaret.

– Exacto. Haz la cuenta tú misma. Y creo que Stimson era optimista. Me parece que la guerra puede ser cosa de horas.

– ¿Pero qué hay de ese comunicado que he leído esta mañana en el Times? -preguntó Peter.

Hitler había enviado la noche anterior un mensaje a Gran Bretaña y el Times sugería que tal vez se trataba de un intento de allanar el camino para negociar un acuerdo que solucionase la crisis polaca.

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