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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Creo que trata de ganar tiempo -opinó Hardegen-. Los alemanes tienen sesenta divisiones destacadas a lo largo de la frontera polaca a la espera de la orden de avanzar.

– Así pues, ¿qué aguarda Hitler? -terció Margaret.

– Una excusa.

– Desde luego, los polacos no van a darle una excusa para que los invada.

– No, claro que no. Pero eso tampoco va a detener a Hitler.

– ¿Qué estás dando a entender, Walker? -inquirió Bratton.

– Hitler inventará un motivo que justifique su ataque, una provocación que le permita invadir Polonia sin previa declaración de guerra.

– ¿Cómo reaccionarán británicos y franceses? -preguntó Peter-. ¿Harán honor a su responsabilidad y declararán la guerra a Alemania si ésta ataca a Polonia?

– Eso creo.

– No le pararon los pies a Hitler en Renania, ni en Austria, ni en Checoslovaquia -hizo notar Peter.

– Sí, pero Polonia es distinto. Gran Bretaña y Francia comprenderán ahora que no se debe negociar con Hitler.

– En cuanto a nosotros, ¿qué? -preguntó Margaret-. ¿Podemos permanecer al margen?

– Roosevelt insiste en que quiere mantenerse fuera de la zona de juego -dijo Bratton-, pero no me fío de él. Si Europa entera entra en guerra, dudo que nos sea posible a nosotros quedar al margen del conflicto durante mucho tiempo.

– ¿Y el banco? -preguntó Margaret.

– Estamos concluyendo todas nuestras operaciones con intereses alemanes -replicó Hardegen-. Si se desencadena una guerra habrá infinidad de nuevas oportunidades de inversión. Puede que esta guerra sea precisamente lo que nos hacía falta para librar por fin al país de la Depresión.

– Ah, nada como sacarle provecho a la muerte y la destrucción -comentó Jane.

Margaret miró con el ceño fruncido a su hermana menor y pensó: «Típica Jane». Le gustaba presentarse como iconoclasta: una intelectual reflexiva y enigmática, muy crítica con su clase y con lo que representaba. Al mismo tiempo, alternaba en sociedad con entusiasmo implacable y gastaba el dinero de su padre como si el pozo estuviese a punto de secarse. A sus treinta años, Jane no tenía medios de sustento ni perspectivas de matrimonio.

– ¡Oh, Jane! ¿Ya has estado leyendo a Marx otra vez? -preguntó Margaret irónicamente.

– Por favor, Margaret -intervino Dorothy.

– Hace unos años. Jane pasó una temporada en Inglaterra -explicó Margaret como si no hubiera oído la súplica de su madre invocando paz-. Casi se hizo comunista entonces. ¿verdad, Jane?

– Me asiste el derecho a tener una opinión, Margaret -replicó Jane con brusquedad-. Hitler no gobierna esta casa.

– Creo que a mí también me gustaría hacerme comunista -dijo Margaret-. El verano ha resultado más bien aburrido, con tanto hablar de guerra. Convertirme al comunismo seria un sugestivo cambio de ritmo. Los Hutton van a dar una fiesta de disfraces el próximo fin de semana. Podríamos asistir disfrazadas de Lenin y Stalin. Cuando acabase el sarao, nos dirigiríamos a North Fork y colectivizaríamos todas las granjas. Sería una diversión por todo lo alto.

Bratton, Peter y Hardegen estallaron en carcajadas.

– Muchas gracias, Margaret -dijo Dorothy en tono severo-. Ya nos has divertido bastante por hoy.

Dorothy decidió que el tema de conversación de la guerra ya había durado lo suficiente. Alargó la mano y tocó a Hardegen en el brazo.

– Lamento que no pudieras asistir a nuestra fiesta de anoche, Walker. Fue maravillosa. Deja que te cuente todo lo que pasó en ella.

El espléndido piso de la Quinta Avenida que dominaba Central Park había sido un regalo de boda de Bratton Lauterbach. A las siete de aquella tarde, Peter Jordan se encontraba de pie junto a la ventana. Sobre la ciudad se había desplazado una tormenta eléctrica. Los relámpagos centelleaban por encima de las verdes copas de los árboles del parque. El viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Peter había vuelto solo a la ciudad porque Dorothy se empeñó en que Margaret asistiese a una fiesta que Edith Blakemore daba en los jardines de su casa. Wiggins, el chófer de los Lauterbach, llevaría después a Margaret a la ciudad. Y ahora el mal tiempo los iba a sorprender por el camino.

Peter estiró el brazo y consultó su reloj de pulsera por quinta vez en el transcurso de los últimos cinco minutos. Estaba previsto que se reuniera para cenar en el Stork Club, a las siete y media, con el director de la comisión encargada de la carretera y el puente de Pennsylvania. Pennsylvania aceptaba los presupuestos y planos que le presentaron del nuevo puente sobre el río Allegheny. El jefe de Peter deseaba cerrar el acuerdo aquella noche. Le convocaban con frecuencia para entretener a los clientes. No sólo era joven e inteligente, sino que además estaba casado con la bonita hija de uno de los banqueros más poderosos del país. Constituían una pareja impresionante.

Peter pensó: «¿Dónde infiernos estará Margaret?».

Telefoneó a la casa de Oyster Bay y habló con Dorothy.

– No sé qué decirte, Peter. Salió de aquí hace mucho rato. Tal vez el mal tiempo haya retrasado a Wiggins. Ya conoces a Wiggins, en cuanto asoma el menor rastro de lluvia pone el coche a paso de tortuga.

– La concederé quince minutos más. Luego tendré que marcharme.

Peter sabía que Dorothy no iba a pedir disculpas, así que colgó antes de que pudiera producirse un incómodo silencio. Se sirvió una tónica con ginebra, que bebió rápidamente mientras esperaba. A las siete y cuarto bajó en el ascensor y se quedó en el vestíbulo en tanto el portero salía a la lluvia y agitaba el brazo llamando a un taxi.

– Cuando llegue mi esposa, dígale que vaya directamente al Stork Club.

– Sí, señor Jordan.

La cena transcurrió con normalidad, pese a que Peter se levantó de la mesa en tres ocasiones para telefonear a su apartamento y a la casa de Oyster Bay. A las ocho y media ya no se sentía contrariado, sino enfermo de preocupación.

A las nueve menos cuarto de la noche, Paul Delano, el jefe de camareros, se acercó a la mesa de Peter.

– Tiene usted una llamada en el bar, señor.

– Gracias, Paul.

Peter se excusó. En el bar se vio obligado a levantar la voz por encima del tintineo de los vasos y el alboroto de las conversaciones.

– Peter, soy Jane.

Peter percibió el temblor que estremecía la voz de la muchacha.

– ¿Qué ocurre?

– Me temo que ha habido un accidente.

– ¿Dónde estás?

– Con la policía del condado de Nassau.

– ¿Qué ha pasado?

– Un coche surgió de pronto frente a ellos en la carretera. La lluvia impidió a Wiggins verlo a tiempo. Cuando lo vio ya era demasiado tarde.

– ¡Oh, Dios!

– Wiggins se encuentra muy grave. Los médicos no tienen muchas esperanzas de que sobreviva.

– ¿Y Margaret, maldita sea?

Los Lauterbach no lloraban en los funerales; el dolor se manifestaba en privado. Las exequias se celebraron en la iglesia episcopaliana de St. James, el mismo templo donde Peter y Margaret se habían casado cuatro años antes. El presidente Roosevelt envió una nota de condolencia y expresó cuánto lamentaba no poder asistir a las honras fúnebres. Sí asistió la mayoría de la alta sociedad de Nueva York. Así como prácticamente todo el mundo financiero, a pesar del desconcierto que imperaba en los mercados bursátiles. Alemania había invadido Polonia y el mundo esperaba la segunda y definitiva parte de la operación.

Billy permaneció junto a Peter durante el servicio religioso. Llevaba pantalones cortos, blazer y corbata. Cuando la familia desfilaba fuera de la iglesia, alzó la mano y dio un tirón a la falda del vestido negro de su tía Jane.

– ¿Mamá no volverá más a casa?

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