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Daniel Silva: Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat. El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament. És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Vio al vehículo desviarse a un lado de la carretera y detenerse junto a la cuneta.

La mano, visible bajo la brillante claridad de la luna, le pareció a Beatrice un tanto extraña. Asomó por la ventanilla de la parte del conductor segundos antes de que la furgoneta se detuviera e hizo señas indicando a la muchacha que siguiera adelante. Beatrice observó que llevaba un grueso guante de cuero, la clase de guante que usan los trabajadores que transportan cosas. Un obrero de mono azul oscuro, tal vez.

La mano hizo una seña más. Y, de nuevo, hubo algo en su movimiento que no resultaba del todo normal. Beatrice era una artista, y los artistas conocen bien cuanto se refiere al movimiento y la fluidez. Y había algo más. Cuando la mano se movió, entre el extremo de la manga y la base del guante quedó expuesta la piel. A pesar de la menguada luz, Beatrice observó que la piel era blanca, carecía de vello -no era la muñeca propia de ningún trabajador que ella hubiese visto nunca- y resultaba insólitamente fina.

Sin embargo, Beatrice no experimentó la menor alarma. Aceleró el paso y en pocas zancadas se llegó a la portezuela del asiento del pasajero. La abrió y puso sus cosas en el suelo del vehículo, delante del asiento. Abultaban tanto que casi no le quedaba espacio para acomodarse allí. Después miró por primera vez el interior de la furgoneta y observó que el conductor no estaba tras el volante.

En los últimos segundos de su vida consciente, Beatrice Pymm se preguntó por qué iba a utilizar alguien una furgoneta para trasladar una moto. Pero allí estaba, descansando en la parte lateral del departamento de carga trasero, junto a dos bidones de gasolina.

Aún de pie al lado de la furgoneta, Beatrice cerró la portezuela y llamó en voz alta. No obtuvo respuesta.

Unos segundos después oyó el ruido de unas botas de cuero sobre la grava.

El sonido se repitió, más cerca.

Volvió la cabeza y vio al conductor allí de pie. Le miró a la cara, pero no vio más que una negra máscara de lana. Dos minúsculos estanques azul claro la contemplaban gélidamente detrás de los agujeros que eran los ojos. Unos labios que parecían femeninos, ligeramente entreabiertos, rutilaban más allá de la hendidura de la boca.

Beatrice abrió la boca para chillar. Apenas consiguió emitir un breve jadeo antes de que la mano enguantada del conductor se oprimiera contra su boca. Los dedos se clavaron en la carne suave de la garganta. El guante tenía un sabor horrible: a polvo, a gasolina y a sucio aceite de motor. Las náuseas silenciaron a Beatrice, que acto seguido devolvió los restos de su almuerzo campestre: pollo asado, queso azul Stilton y vino tinto.

Notó luego la presión de otra mano que exploraba su cuerpo alrededor del seno izquierdo. Durante unos segundos, Beatrice pensó que los temores de su madre acerca de la violación estaban fundados. Pero la mano que le rozaba el seno no era la de un violador ni la de un adicto a los abusos sexuales. Era una mano hábil, diestra como la de un médico, y curiosamente delicada. Se trasladó del pecho al costado y endureció la presión. Beatrice dio un respingo, se le escapó un grito ahogado y mordió con fuerza la mano que le tapaba la boca. El conductor no dio muestras de que los dientes de la muchacha hubiesen atravesado la tela del guante.

La mano llegó a la parte inferior de las costillas y sondeó la carne blanda de la parte superior del abdomen. No fue más lejos. Un dedo continuó ejerciendo su presión sobre aquel punto. Beatrice percibió un agudo chasquido. Un instante de espantoso dolor, un estallido de refulgente luz blanca.

Luego, una oscuridad clemente.

La asesina había sido adiestrada concienzuda e interminablemente para cumplir misiones como la de aquella noche, pero era la primera vez que actuaba. La asesina retiró su mano enguantada de la boca de la víctima, luego volvió la cabeza y sufrió un violento vómito. No había tiempo para sentimentalismos. La asesina era un soldado, un comandante del servicio secreto, y Beatrice Pymm pronto hubiera sido el enemigo. Su muerte, si bien una desdicha, no dejaba de ser necesaria.

La asesina limpió el vómito de los labios de su máscara y puso manos a la obra: asió el mango del estilete y tiró de él. La propia herida retenía la hoja, pero la asesina tiró con más fuerza y el estilete se deslizó fuera de la carne.

Una excelente ejecución, muy poca sangre.

Vogel se sentiría orgulloso.

La asesina limpió la sangre del estilete, volvió la hoja a su sitio y se guardó el arma en el bolsillo del mono. A continuación, cogió por las axilas el cuerpo de la víctima, lo arrastró hasta la parte trasera de la furgoneta y lo soltó sobre el borde desmenuzado del asfalto.

La asesina abrió las puertas posteriores del vehículo. El cuerpo se contorsionó.

Levantarlo y colocarlo dentro de la furgoneta le costó a la asesina un esfuerzo tremendo, pero al cabo de un momento la tarea estuvo cumplida. Tras un titubeo inicial, el motor acabó por ponerse en marcha. La furgoneta avanzó de nuevo, resplandecieron sus faros a través de la aldea sumida en la oscuridad y luego volvió a desembocar en la desierta carretera.

Recuperada la compostura, pese a la presencia del cuerpo, la asesina entonó quedamente una canción de su infancia con ánimo de que le ayudase a pasar el tiempo. Iba a ser una viaje largo, de cuatro horas por lo menos. Durante la preparación, había recorrido aquella ruta en motocicleta, en la misma motocicleta que en aquel momento yacía junto a Beatrice Pymm. Ahora, al volante de la furgoneta, la conducción le llevaría más tiempo. El motor tenía una potencia escasa, los frenos se encontraban en bastante mal estado y el vehículo se desviaba a la derecha.

La asesina se prometió robar una furgoneta mejor la próxima vez.

Las cuchilladas en el corazón, por regla general, no producen la muerte instantánea. Incluso aunque el arma profundice hasta una aurícula, el corazón continúa latiendo durante cierto tiempo, hasta que la víctima se desangra y muere.

Mientras la furgoneta traqueteaba carretera adelante, la cavidad pectoral de Beatrice Pymm fue llenándose rápidamente de sangre. El cerebro de la muchacha se acercó a algo muy semejante al estado de coma. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir.

Recordó las advertencias de su madre acerca de encontrarse sola en la madrugada. Notó la húmeda viscosidad de su propia sangre, que le brotaba del cuerpo y le empapaba la blusa. Se preguntó si el cuadro se habría estropeado.

Oyó un canturreo. Una canción bonita. Tardó un poco, pero al final se dio cuenta de que el conductor no cantaba en inglés. Aquella canción era alemana y la voz pertenecía a una mujer.

Luego, Beatrice Pymm murió.

Primera parada, diez minutos después, en la orilla del río Orwell, en el mismo lugar donde Beatrice Pymm había estado pintando aquel día. La asesina dejó en punto muerto el motor de la furgoneta y se apeó. Anduvo hasta la portezuela del asiento del pasajero, la abrió y sacó de la furgoneta el caballete, la tela y la mochila.

Colocó de pie el caballete muy cerca del pausado curso de las aguas del río y puso encima la tela. La asesina abrió la mochila, sacó las pinturas y la paleta y lo depositó todo en el húmedo suelo. Echó un vistazo al lienzo inacabado y le pareció una obra bastante buena. Era una lástima que no hubiese podido matar a alguien con menos talento.

A continuación sacó la botella de vino medio vacía, vertió el resto del tinto en el río y dejó caer la botella junto a las patas del caballete. Pobre Beatrice. Demasiado vino, un paso descuidado, una caída en las aguas heladas y un lento viaje hacia el mar abierto.

Causa de la muerte: supuesto ahogamiento, presumible accidente.

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