Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– ¿Y si detengo a Octubre?

– Entonces él y Osbourne contarán su historia al mundo entero.

– Estoy abierta a sugerencias.

– ¿Sabe jugar al póquer? -preguntó el Director.

– ¿En sentido figurado o literal?

– Ambas cosas.

– Creo que sé adónde quiere ir a parar.

– Escuche a Osbourne y evalúe sus alternativas. Sé que no hace falta que le recuerde que juró lealtad a la Sociedad y su primera obligación es hacer honor a ese juramento.

– Lo comprendo, Director.

– Tal vez se le presente la ocasión de resolver el asunto por sí sola.

– Nunca he hecho una cosa así, Director.

– No es tan difícil, Picasso. Estaré a la espera de sus noticias.

Colgó y se volvió hacia Daphne.

– Empieza a llamar a los miembros del consejo ejecutivo y a los jefes de división. Tengo que hablar urgentemente con todos ellos. Me temo que nos veremos obligados a cerrar el negocio durante un tiempo.

Monica Tyler también colgó y contempló el Potomac por la ventana. Cruzó la habitación y se detuvo delante de un Rembrandt, un paisaje que había comprado en una subasta de Nueva York por una pequeña fortuna. Paseó la mirada por el cuadro. Las nubes, la luz que salía de la casita, el coche sin caballo sobre la hierba del prado. Asió el marco y tiró de él. El Rembrandt dejó al descubierto una pequeña caja fuerte de pared.

Monica buscó la combinación de forma automática, sin apenas mirar los números, y al cabo de pocos segundos abrió la puerta. Empezó a sacar objetos: un sobre que contenía cien mil dólares en efectivo, tres pasaportes falsos con tres identidades distintas de tres países diferentes, tarjetas de crédito correspondientes a esas identidades.

Por fin sacó el último objeto, una Browning automática.

«Tal vez se le presente la ocasión de resolver el asunto por sí sola.»

Se cambió de ropa, sustituyendo el traje chaqueta de Chanel por vaqueros y un jersey, y guardó los objetos de la caja fuerte en un gran bolso de cuero negro. Luego cogió una pequeña bolsa de viaje que contenía una muda.

Se colgó el bolso del hombro, introdujo la mano en él y cerró los dedos en torno a la empuñadura de la Browning; la CIA le había enseñado a manejar un arma. Un miembro de su escolta esperaba en el pasillo.

– Buenas tardes, directora Tyler.

– Buenas tardes, Ted.

– ¿De vuelta al cuartel general, directora Tyler?

– No, al helipuerto.

– ¿Al helipuerto? Nadie nos ha dicho nada de…

– No pasa nada, Ted -lo atajó con serenidad-. Se trata de un asunto personal.

El agente la observó con atención.

– ¿Sucede algo, directora Tyler?

– No, Ted, todo va a ir perfectamente.

43

Shelter Island, Nueva York

Michael aguardaba tenso en el jardín de Cannon Point, tomando el espantoso café de Adrian Carter y fumando sus espantosos cigarrillos propios mientras se paseaba por la hierba helada con los prismáticos de ornitólogo de Douglas al cuello. Dios mío, qué frío hace, pensó. Miró de nuevo hacia el cielo de poniente, la dirección de la que llegaría Monica, pero sólo vio las estrellas mojadas esparcidas por la alfombra negra del espacio, y un gajo de luna blanca como el hueso.

Michael miró el reloj. Las diez menos dos minutos. Monica nunca es puntual, se recordó.

– Monica llegará diez minutos tarde a su funeral -se había quejado en cierta ocasión Carter mientras se paseaba por la antesala de sus dependencias como un oso enjaulado.

«Puede que no venga -pensó-. O puede que desee que no venga.» Quizás Adrian tenía razón. Quizás le convenía más olvidar el asunto, dejar la Agencia, esta vez para siempre, y quedarse en Shelter Island con Elizabeth y los niños. «¿Y entonces qué? Vivir el resto de mis días mirando por encima del hombro, esperando el momento en que Monica y sus amigos me envíen a otro asesino, otro Delaroche?»

Volvió a mirar la hora. Era el viejo reloj de su padre, una máquina de fabricación alemana, del tamaño de un dólar de plata, resistente al agua, al polvo, a los golpes y a los niños, de esfera fluorescente… Perfecto para un espía. Era la única pertenencia de su padre que había conservado a la muerte de éste. Incluso conservaba la correa elástica barata que dejaba estrías en la muñeca. A veces miraba el reloj y visualizaba a su padre en Moscú, Roma, Viena o Beirut, esperando a un agente. Se preguntaba qué pensaría su padre de todo aquel asunto. «Nunca me contaba lo que pensaba -recordó-. ¿Por qué va a ser distinto ahora?»

Oyó un ruido sordo que podía ser un helicóptero, pero no era más que el club nocturno situado en Greenport; el grupo musical de turno se preparaba para otro espeluznante pase. Michael pensó en su variopinto equipo operativo. Delaroche, su enemigo, prueba viva de la traición de Monica, esperaba su aparición en escena y posterior mutis. Tom Moore, pertrechado delante de sus pantallas en la casita de invitados, a punto de llevarse el susto de su vida. Adrian Carter, a su espalda, fumando sin parar los cigarrillos de Michael, deseando estar en cualquier otra parte.

Michael oyó el zumbido del helicóptero mucho antes de verlo. Por un instante creyó que tal vez eran dos, tres o incluso cuatro. Instintivamente asió la Colt automática que le había dado Tom Moore, pero al cabo de un instante divisó los faros de un solo helicóptero que sobrevolaba Nassau Point y Great Hog Neck, y comprendió que el viento nocturno le había jugado una mala pasada auditiva.

Pensó en aquella mañana, dos meses antes, en la que el helicóptero de James Beckwith había efectuado el mismo trayecto hasta Shelter Island, desencadenando los acontecimientos que lo habían conducido hasta allí.

Las imágenes surcaban su mente mientras el helicóptero se aproximaba.

Adrian Carter en el lago de Central Park, engatusando a Michael para que regresara.

Kevin Maguire atado a la silla, el rostro sonriente de Seamus Devlin cerca de él. «Yo no he matado a Kevin Maguire, Michael. Lo ha matado usted.»

Preston McDaniels aplastado bajo las ruedas del tren de la línea Desgracia.

Delaroche, sonriente sobre la barandilla del puente Key. «¿Conoce la historia de la rana y el escorpión que cruzan el Nilo?»

A veces la inteligencia funciona así, decía su padre…, como la teoría del caos. Una ráfaga de viento altera la superficie de un lago, agita una brizna de hierba, lo que induce a una libélula a levantar el vuelo, lo que sobresalta a una rana, etcétera, etcétera, etcétera, hasta que muchas semanas más tarde, a quince mil kilómetros de distancia, un tifón devasta una isla filipina.

El helicóptero voló bajo sobre la bahía de Southold. Michael miró el reloj de pulsera de su padre. Las diez y un minuto. El helicóptero descendió sobre la bahía de Shelter Island y el puerto de Dering hasta posarse en el amplio jardín de Cannon Point. Los motores enmudecieron, y los rotores fueron aminorando la velocidad. La puerta se abrió, y una pequeña escala de mano se desplegó desde el interior. Monica bajó del aparato con un gran bolso negro colgado del hombro y se dirigió con paso firme hacia la casa.

– Acabemos con esto cuanto antes -espetó al pasar junto a Michael-. Soy una mujer muy ocupada.

Monica Tyler no era de las que se pasean por las estancias, pero en aquel momento lo hacía. Recorría el salón de Douglas Cannon como un político inspeccionando un barrio humilde después de un tornado, con calma, estoicismo y expresión compasiva, pero también con cuidado de no pisar nada repugnante. De vez en cuando se paraba, ora para contemplar con el entrecejo fruncido la funda floreada del sofá, ora para estudiar con una mueca la alfombra rústica que yacía ante el fuego.

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