Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– ¿Qué sucedió después de Shelter Island? -inquirió Michael.

– Empecé a trabajar en exclusiva para la Sociedad.

– ¿Quién la dirige?

– Un hombre al que sólo se conoce por el nombre de Director. Es inglés y tiene una ayudante joven que se llama Daphne. Es lo único que sé de él.

– Usted mató a Ahmed Hussein en El Cairo.

Delaroche se volvió con brusquedad y le lanzó una mirada furibunda.

– La Sociedad llevó a cabo la operación por orden del Mossad. ¿Cómo sabe que fui yo?

– Los egipcios vigilaban a Hussein. Tuve ocasión de ver una cinta del asesinato y reparé en la herida que el asesino tenía en la mano derecha. Fue así como descubrí que seguía vivo y en activo. Y entonces dimos aviso a la Interpol.

– En seguida supimos lo del aviso -suspiró Delaroche al tiempo que se miraba el dorso de la mano derecha-. El Director tiene excelentes contactos en los servicios secretos y de inteligencia occidentales, pero dijo que la información relativa a la Interpol procedía de la fuente de Langley.

– ¿Por qué se involucró la Sociedad en Irlanda del Norte?

– Porque consideraba que el acuerdo de paz de Irlanda del Norte perjudicaría sus negocios. El mes pasado, el consejo ejecutivo de la Sociedad celebró una reunión en Mikonos; en ella decidieron eliminar a su suegro y me asignaron la misión.

– ¿La mujer del Volvo era Rebecca Wells?

– Sí.

– ¿Dónde está ahora?

– Eso no forma parte del trato, Michael.

– ¿Por qué querían matarme a mí?

– El Director ha invertido mucho dinero en mí y quería proteger su inversión. Lo consideraba una amenaza.

– ¿La fuente de Langley también estuvo en Mikonos?

– Todo el mundo estuvo en Mikonos.

Eran más de las cinco de la madrugada cuando Michael y Delaroche llegaron al pueblo de Greenport, en Long Island. Recorrieron las calles desiertas y aparcaron en el embarcadero. El transbordador flotaba sereno junto a su amarre; faltaba una hora para su primer viaje a Shelter Island. Michael se dirigió al teléfono público situado junto a la caseta de madera de la terminal.

– ¿Dónde coño estás? -espetó Adrian Carter tras descolgar-. Todo el mundo te está buscando.

– Llámame a este número desde una cabina.

El número de diez dígitos que le dio a Carter no se parecía en nada al número real del teléfono público. Le había indicado el número en una clave bastante sencilla que ambos habían empleado cien años antes. Al revés, el primero más uno, el segundo menos dos, el tercero más tres, y así sucesivamente. No le hizo falta repetir el número; al igual que él, Carter poseía una memoria perfecta.

Michael colgó y fumó un cigarrillo mientras esperaba a que Carter se vistiera, subiera al coche y condujera hasta la cabina más próxima. La imagen de Carter echándose un abrigo sobre el pijama le arrancó una sonrisa. El teléfono sonó al cabo de cinco minutos.

– ¿Te importaría decirme qué coño está pasando?

– Te lo contaré cuando llegues.

– ¿Dónde estás?

– Shelter Island.

– ¿Qué narices haces ahí? ¿Estuviste implicado en el tiroteo del puente?

– Limítate a coger el primer avión, Adrian. Te necesito.

– Llegaré en cuanto pueda -prometió Carter tras una vacilación-, pero ya sé de entrada que me espera una buena.

Cuando Michael regresó al coche, Delaroche se había marchado. Al cabo de un momento lo encontró apoyado contra una oxidada verja de tela metálica, con la mirada fija en el otro extremo de la bahía, en la silueta oscura de Shelter Island.

– Cuénteme sus planes -exigió.

– Si quiere su dinero y su libertad, tendrá que ganárselos -advirtió Michael.

– ¿Qué quiere que haga?

– Que me ayude a destruir a la fuente de Langley.

– ¿Sabe quién es?

– Sí, Monica Tyler.

– No sé lo suficiente para destruir a Monica Tyler.

– No estoy de acuerdo.

Delaroche seguía con la mirada fija en el agua negra.

– Seguro que esto lo podríamos haber hecho en otra parte, Michael. ¿Por qué me ha traído aquí?

Sin embargo, no esperaba respuesta, y Michael no se la dio.

– Necesito saber una cosa -siguió Delaroche-. Necesito saber cómo murió Astrid.

– La mató Elizabeth.

– ¿Cómo?

Delaroche cerró los ojos mientras Michael le refería el incidente. Permanecieron inmóviles, uno junto al otro, aferrados a la tela metálica, hasta que los primeros barqueros llegaron a trabajar. Unos minutos más tarde, el motor del transbordador cobró vida.

– Nunca ha sido un asunto personal -le aseguró Delaroche por fin-. Lo hice por dinero, me entiende, ¿Michael? Sólo por dinero.

– Nos ha hecho pasar un infierno a mi familia y a mí, y eso no se lo perdonaré jamás. Pero lo entiendo. Ahora lo entiendo todo.

42

Shelter Island, Nueva York

Cuando llegaron a la verja de entrada de Cannon Point, un guarda de seguridad llamado Tom Moore salió de la caseta. Era un antiguo militar de hombros cuadrados y cabello rubio cortado al cepillo.

– Siento no haber llamado antes para avisar de que venía, Tom.

– No importa, señor Osbourne -repuso Tom-. Nos hemos enterado de lo del embajador, señor. Como es natural, estamos todos con él. Espero que cojan a los cabrones que le han disparado. Por la radio dicen que han desaparecido sin dejar rastro.

– Eso parece. Éste es un amigo mío -presentó Michael al tiempo que señalaba a Delaroche-. Se quedará un par de días.

– Sí, señor.

– Sube luego a almorzar a la casa, Tom. Tenemos que hablar.

– No quiero saber nada -protestó Adrian Carter-. Cuéntaselo a contrainteligencia o a los gorilas del FBI, si te da la gana. Pero deshazte de ello, porque destruirá todo lo que toque.

Carter y Michael marchaban por el paseo que daba a la bahía con la cabeza baja y las manos embutidas en los bolsillos, como miembros de una partida de rescate en busca del cadáver. Era una mañana fría y sin viento, y el mar aparecía de color gris metalizado. Carter llevaba el mismo anorak abultado que vestía aquella tarde en Central Park, cuando pidió a Michael que regresara a la Agencia. Era un fumador reformado, pero a media historia pidió un cigarrillo a Michael y lo consumió como un poseso.

– Es la directora de la Agencia Central de Inteligencia -le recordó Michael-. Controla la contrainteligencia. Y en cuanto al FBI, ¿por qué coño voy a implicarlos? Es asunto nuestro. Lo único que haría el FBI sería restregárnoslo por las narices.

– Olvidas que tu amigo Jack el Destripador es tu único testigo -espetó Carter, señalando la casa con un ademán de cabeza-. Debes reconocer que tiene un pequeño problema de credibilidad. ¿Has considerado al menos la posibilidad de que se haya inventado toda la historia para evitar que lo detengas?

– No se lo ha inventado.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? Todo ese asunto de una orden secreta llamada la Sociedad suena a chorrada integral.

– Alguien contrató a ese hombre para que me matara el año pasado porque me estaba acercando demasiado a la verdad sobre el asunto de TransAtlantic. Comenté mis sospechas a dos personas de la Agencia; una eres tú, y la otra, Monica Tyler.

– ¿Y…?

– ¿Por qué me ahuyentó Monica de la Agencia el año pasado? ¿Por qué me apartó del caso Octubre una semana antes de que intentara matar a Douglas? Y otra cosa. Delaroche dice que a principios de mes, la Sociedad celebró una reunión en Mikonos. Monica fue a Europa para asistir a una conferencia de seguridad regional. Después de la conferencia se tomó dos días libres y se esfumó.

– Por el amor de Dios, Michael, yo también estuve en Europa a principios de mes.

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