Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Estoy convencido de que es ella, Adrian, y tú también.

Salieron de la propiedad y caminaron por Shore Road, en los márgenes del puerto.

– Si este asunto se hace público, será desastroso para la Agencia.

– Estoy de acuerdo. Tardaría años en recobrarse de semejante golpe. Destruiría la reputación de la Agencia en Washington… y en el resto del mundo.

– Entonces, ¿qué piensas hacer?

– Presentarle las pruebas y hacerla desaparecer antes de que pueda causar más daño. Tiene las manos manchadas de sangre, pero si lo hacemos público, la Agencia quedará reducida a escombros.

– La única forma de apartar a Monica de la Séptima Planta es poner una carga de dinamita.

– Pues me presentaré allí con una maleta llena si hacer falta.

– ¿Por qué coño me has metido en esto?

– Porque eres el único en quien confío. Eras mi agente de control, Adrian. De hecho, siempre serás mi agente de control.

Se detuvieron en un puente tendido sobre la desembocadura de un arroyo al pie del puerto de Dering. Al otro lado del puente se abría un extenso llano de hierbas altas y árboles desnudos. Un hombre más bien bajo y enjuto estaba de pie sobre el puente, pintando ante un caballete. Llevaba guantes de lana sin dedos y un jersey de pescador varias tallas demasiado grande.

– Es magnífico -alabó Carter, mirando la pintura por encima de su hombro-. Tiene usted mucho talento.

– Gracias -respondió el pintor con fuerte acento extranjero.

Carter se volvió hacia Michael.

– Esto no irá en serio…

– Adrian Carter, te presento a Jean-Paul Delaroche, que tal vez te resulte más familiar por el nombre de Octubre.

Tom Moore llegó a la casa a mediodía.

– ¿Quería verme, señor Osbourne?

– Entra, Tom. Hay café recién hecho en la cocina.

Michael sirvió el café, y los dos hombres se sentaron frente a frente a la mesita de la cocina.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Osbourne?

– Esta noche se celebrará una reunión en la casa, y tengo que grabarla en vídeo y audio -empezó Michael-. ¿Pueden resituarse las cámaras de vigilancia?

– Sí, señor -asintió Moore con voz neutra.

– ¿Puedes grabar lo que capten?

– Sí, señor.

Adrian Carter entró en la cocina seguido de Delaroche.

– ¿Tenemos equipo de audio en la finca?

– No, señor. Su suegro no permitió que se instalaran micrófonos porque consideraba que violarían su intimidad. -De repente, su cara grande se iluminó con una sonrisa-. Apenas soporta las cámaras; antes de que se fuera a Londres lo pesqué intentando desconectar una.

– ¿Cuánto tardarías en conseguir unos micrófonos y un equipo de grabación?

– Un par de horas como mucho -repuso Moore con un encogimiento de hombros.

– ¿Puedes instalarlos de forma que no se vean?

– Los micrófonos sí, porque son relativamente pequeños. En cambio, lo de las cámaras ya es más peliagudo, porque son de tamaño normal, como una caja de zapatos, más o menos.

Michael masculló un juramento entre dientes.

– Pero tengo una idea.

– Dime.

– Las cámaras tienen un objetivo bastante largo, así que si celebran la reunión en el salón, podría instalar las cámaras en el jardín y filmar a través de las ventanas.

– Eres genial, Tom -alabó Michael con una sonrisa.

– Aprendí bastante de inteligencia cuando estaba en el ejército, señor. Sólo tendrá que asegurarse de que las cortinas se quedan descorridas.

– Eso no lo puedo garantizar.

– En el peor de los casos tendrá el audio.

– ¿Tiene alguna arma más aparte de esa pieza de museo que lleva? -terció Delaroche.

Moore llevaba un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho.

– Me gustan las piezas de museo porque no se encasquillan -replicó Moore al tiempo que palmeaba la sobaquera con una de sus gruesas manos-. Pero quizás pueda conseguir un par de automáticas.

– ¿De qué tipo?

– Colts del cuarenta y cinco.

– ¿Glocks o Berettas no?

– No, lo siento -se disculpó Moore con expresión perpleja.

– Un par de Colts no irían nada mal -aseguró Carter.

– Sí, señor… ¿Les importaría decirme de qué va todo esto? -pidió Moore.

– Lo siento, no podemos.

Delaroche siguió a Michael escalera arriba hasta el dormitorio. Michael se dirigió al ropero, abrió la puerta, bajó una caja pequeña del estante superior, la abrió y sacó la Beretta.

– Me parece que la perdió la última vez que estuvo aquí -comentó Michael, alargándole el arma.

La mano derecha de Delaroche, la de la cicatriz, se cerró en torno a la empuñadura, y su dedo índice se deslizó en el guardamonte por acto reflejo. La facilidad con que Delaroche manejaba el arma produjo un estremecimiento a Michael.

– ¿De dónde la ha sacado? -inquirió Delaroche.

– La pesqué al final del muelle.

– ¿Quién la ha restaurado?

– Yo.

Delaroche alzó la vista y miró a Michael con expresión burlona.

– ¿Y por qué hizo semejante cosa?

– No estoy seguro. Supongo que quería conservar un recuerdo del aspecto que tenía.

Delaroche aún tenía un cargador de nueve milímetros en el bolsillo. Lo encajó en el arma y cargó la primera bala en la recámara.

– Ahora tiene ocasión de cumplir el encargo, si quiere -señaló Michael.

Delaroche le devolvió la Beretta.

A las cuatro de la tarde, Michael entró en el estudio de Douglas y marcó el teléfono de Monica Tyler en el cuartel general de la CÍA. Carter escuchó la conversación desde el supletorio, cubriendo el auricular con la mano. La secretaria de Monica informó a Michael de que la directora Tyler se encontraba en una reunión de directivos y no podía ponerse. Michael repuso que era una emergencia, de modo que le pasaron con Tararí o Tarará, no sabía a ciencia cierta cuál de los dos. Lo hicieron esperar los diez minutos de rigor hasta que sacaron a Monica de la reunión.

– Lo sé todo -espetó Michael cuando por fin se puso la directora-. Sé lo de la Sociedad, lo del Director, lo de Mitchell Elliott, el asunto de TransAtlantic… Y sé que has intentado hacerme eliminar.

– ¿Te has vuelto completamente loco, Michael? ¿De qué estás hablando, por el amor de Dios?

– Te ofrezco la oportunidad de salir de ésta sin escándalos.

– Michael, no sé…

– Ven a casa de mi suegro en Shelter Island. Ven sola, sin seguridad, sin ayudantes, nada. Quiero verte aquí a las diez de la noche. Si no has llegado a esa hora o veo algo que no me gusta, iré al FBI y al New York Times y les contaré todo lo que sé.

Colgó sin esperar respuesta.

Media hora más tarde sonó el teléfono de la línea segura en la mansión londinense del Director. Estaba sentado en un sillón de orejas junto a la chimenea, con los pies apoyados sobre una otomana, revisando unos papeles. Daphne salió de la estancia para contestar.

– Es Picasso -anunció al regresar-. Dice que es urgente. El Director descolgó el teléfono.

– Diga, Picasso.

Monica Tyler le refirió con voz serena la llamada que acababa de recibir de Michael Osbourne.

– Sospecho que su fuente de información es Octubre -comentó el Director-. En ese caso, me parece que Osbourne carece de argumentos sólidos. Octubre sabe muy poco acerca de la estructura global de la organización y no es precisamente un testigo creíble. Un hombre que mata por dinero, un hombre sin moral ni lealtad…

– Estoy de acuerdo con usted, Director, pero no creo que debamos descartar la amenaza sin más.

– Yo no he dicho eso.

– ¿Tiene los recursos necesarios para eliminarlos?

– No con tan poca antelación.

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