Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Monica hizo caso omiso de él y siguió mirando a Michael.

– Por eso no queríamos detener a Delaroche, Michael, porque sabíamos que mentiría, que se inventaría una historia, que diría lo que fuera para salvar el pellejo. -Se volvió hacia Delaroche-. Y el problema es que le crees. Queríamos eliminarlo, porque sabíamos que si lo deteníamos se marcaría un farol como éste.

– No es un farol; es la verdad -intervino de nuevo Delaroche.

– Deberías haber representado mejor tu papel, Michael. Deberías haberlo matado para vengar a Sarah Randolph; pero ahora has armado un buen lío, tanto para la Agencia como para ti.

Monica se levantó para indicar que la conversación había terminado.

– Si te emperras en esta actitud, no tendré más remedio que compartir mis sospechas sobre ti con contrainteligencia y el FBI -advirtió Michael-. Pasarás los próximos dos años sufriendo el equivalente de la CIA de la tortura de la gota de agua. Y el Senado también querrá vérselas contigo. Sólo las facturas de los abogados te arruinarán. Nunca volverás a trabajar para el gobierno y nadie en Wall Street querrá tocarte ni con pinzas. Esto te destruirá, Monica.

– No tienes suficientes pruebas, y nadie te creerá.

– El yerno del embajador Cannon afirma que la directora de la Agencia Central de Inteligencia estuvo involucrada en un intento de asesinarlo. Menuda historia. Todos los periodistas de Washington se arrojarán sobre ella como perras en celo.

– Y a ti te procesarán por revelar secretos de la Agencia.

– Correré el riesgo.

En aquel momento, Adrian Carter entró en el salón. Monica lo miró un instante antes de volverse de nuevo hacia Michael.

– Una caza de brujas destruiría la Agencia, Michael, deberías saberlo. Tu padre se vio atrapado en la caza de topos de Angleton, ¿verdad? A punto estuvo de costarle la carrera. ¿Es ésta la forma de vengarte de la Agencia por lo de tu padre? ¿O es que sigues resentido porque tuve agallas suficientes para suspenderte?

– No puedes permitirte el lujo de cabrearme, Monica.

– ¿Y qué tengo que hacer para impedir que hagas unas declaraciones tan temerarias contra mí?

– Dimitirás en su momento, y hasta entonces harás exactamente lo que Adrian y yo te ordenemos. Y vas a ayudarme a acabar con la Sociedad.

– Dios mío, mira que eres ingenuo, Michael. A la Sociedad sólo se la puede controlar desde dentro. ¿Qué piensas hacer con él? -preguntó, señalando a Delaroche.

– Déjalo en mis manos -masculló Michael.

Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una cinta.

– Hoy he grabado una cinta y hecho varias copias -prosiguió-. Contiene un relato completo del papel que has desempeñado en la Sociedad, el asunto de TransAtlantic y el intento de asesinato de mi suegro. Si nos pasa algo a Adrian, Delaroche o a mí, las copias irán a parar al New York Times y al FBI.

Michael volvió a guardarse la cinta en el bolsillo.

– La decisión es tuya, Monica.

– He dado seis años de mi vida a la Agencia -espetó ella-. He hecho cuanto estaba en mi mano para garantizar su supervivencia y protegerla de hombres como tú, dinosaurios carentes de la visión necesaria para reconocer el papel de la Agencia en el nuevo mundo. Has perdido el tren, Michael, y eres demasiado estúpido para darte cuenta siquiera.

– Has utilizado la Agencia como juguete personal para tus propios intereses, y ahora te lo quito.

Monica se colgó el bolso al hombro y salió.

– La decisión es tuya, Monica -repitió Michael.

Pero Monica siguió andando. Al cabo de un momento oyeron el aullido del motor del helicóptero. Michael salió a la veranda a tiempo para ver el aparato despegar del jardín y desaparecer sobre las aguas de la bahía.

Pasaron el día siguiente esperando. Carter se apostó en la veranda, con los prismáticos al cuello, observando la bahía como un guardia fronterizo en el muro de Berlín. Michael daba vueltas a la casa, paseando por las playas pedregosas y el bosque en busca de indicios de una trampa enemiga. Mientras, Delaroche se limitaba a observarlos, un testigo algo perplejo de la catástrofe que había desencadenado.

Carter permanecía en contacto con el cuartel general. ¿Había sabido alguien algo de Monica?, preguntaba inocentemente al término de cada conversación. Las respuestas se tornaban cada vez más enigmáticas a medida que avanzaba el día. Monica ha anulado todas las reuniones. Monica está encerrada en su despacho. Monica no contesta llamadas. Monica se ha esfumado. Monica no quiere comer ni beber. Michael y Carter comentaron los posibles significados de la información, como suelen hacer los espías. ¿Estaría redactando las condiciones de la rendición o preparando el contraataque?

Por la tarde, Carter fue al pueblo a buscar comida. Delaroche preparó unas tortillas sentado en un taburete, pues no podía apoyar en el suelo el tobillo roto. Dieron cuenta de una botella de vino, luego de otra. Delaroche se encargó de entretenerlos. Durante dos horas les habló de su entrenamiento, profesión, misiones, identidades secretas, armas y tácticas. No les contó nada que pudieran utilizar jamás contra él, pero incluso las revelaciones más insignificantes parecían proporcionarle gran placer. No mencionó a Sarah Randolph, Astrid Vogel ni aquella noche, un año antes, en que él y Michael se habían enzarzado en un tiroteo en esa misma casa. Hablaba sin moverse, con las manos entrelazadas sobre la mesa, la izquierda cubriendo la derecha para ocultar la cicatriz fruncida que había conducido a Michael hasta él.

Carter hacía las preguntas, porque Michael ya estaba en otra dimensión. Eso sí, escuchaba la conversación, pensó Carter. Michael, el dictáfono humano, capaz de seguir tres conversaciones a la vez y reproducirlas de memoria una semana más tarde. Sin embargo, una parte de su mente se ocupaba ya de otro problema. Por fin, Carter cambió al ruso, una lengua que Michael no dominaba, y los dos hombres concluyeron su charla en privado.

Al anochecer, Michael y Delaroche salieron a dar un paseo. Michael, antigua estrella del atletismo, había vendado el tobillo de Delaroche con gruesa cinta blanca. Carter se quedó en la casa, pues acompañarlos sería como entrometerse en la pelea de dos enamorados, y no quería saber nada del asunto. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de salir a la galería y seguirlos con la mirada. No era un mirón, sino un agente de control que cuidaba de su agente y viejo amigo.

Caminaron por el paseo en dirección al muelle; Delaroche cojeaba un poco. A medida que el día se convertía en noche, a Carter le costaba cada vez más distinguirlos, pues eran de estatura y constitución muy similares. De repente se dio cuenta de que, en muchos sentidos, eran dos mitades de un mismo hombre. Cada uno de ellos poseía rasgos presentes pero reprimidos en el otro. De no ser por el nacimiento y la caprichosa ruleta del tiempo y el espacio, era bien posible que hubieran enfilado caminos opuestos: Jean-Paul Delaroche, virtuoso agente de inteligencia, y Michael Osbourne, asesino a sueldo.

Después de largo rato, una hora, suponía Carter, que por una vez no había controlado la hora de inicio de la conversación, Michael y Delaroche emprendieron el regreso.

Se detuvieron junto al coche de alquiler de Michael y se miraron por encima del techo del vehículo. Carter seguía sin poder distinguirlos. Uno de ellos parecía hablar con vehemencia, el otro daba indolentes puntapiés al suelo. Cuando la conversación terminó, el de los puntapiés alargó la mano por encima del coche, pero el otro se negó a estrechársela.

Delaroche retiró la mano y subió al coche. Cruzó la verja de seguridad y al cabo de unos instantes se perdió en las tinieblas de Shore Road. Michael Osbourne echó a andar despacio hacia la casa.

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