– Tienes cámaras en alguna parte, ¿verdad, Michael? -afirmó más que preguntó-. Y micrófonos -añadió sin dejar de caminar-. No te importa que corra las cortinas, ¿verdad, Michael? Es que yo también hice el cursillo. Puede que no sea una agente de campo experimentada como tú, pero sé un poquito del arte de la clandestinidad. -Corrió las cortinas con grandes aspavientos-. Bueno, ya está. Mucho mejor.
Por fin se sentó como una testigo arrogante y hostil que ocupa su lugar en el estrado. El fuego chisporroteaba en la chimenea. Cruzó las piernas, apoyó las largas manos sobre los vaqueros y dedicó una mirada glacial a Michael. El austero entorno de la casa la había despojado de su poder intimidatorio. No tenía pluma de oro que blandir cual escalpelo, ni secretaria despampanante que acudiera presta a interrumpir una reunión desagradable, ni Tararís o Tararás, vigilantes como dobermans, armados con sus portafolios de cuero y teléfonos móviles.
Delaroche entró en la estancia fumando un cigarrillo. Monica se lo quedó mirando con desdén, pues el tabaco, al igual que la deslealtad personal, formaba parte de su larga lista de manías.
– Este hombre se llama Jean-Paul Delaroche -anunció Michael-. ¿Sabes quién es?
– Sospecho que es un antiguo asesino del KGB cuyo nombre en clave es Octubre y que ahora trabaja como asesino a sueldo a escala internacional.
– ¿Sabes por qué está aquí?
– Probablemente porque estuvo a punto de matar a tu suegro anoche en Georgetown, a pesar de nuestros esfuerzos por impedírselo.
– ¿A qué juegas, Monica? -preguntó Michael con brusquedad.
– Estaba a punto de hacerte la misma pregunta.
– Lo sé todo -aseguró Michael con más serenidad.
– Te aseguro que no lo sabes todo, Michael. De hecho, no sabes casi nada. Mira, tu pequeño desaguisado ha puesto en grave peligro una de las operaciones más importantes que tiene ahora mismo en marcha la Agencia Central de Inteligencia.
En el salón se había hecho el silencio, quebrado tan sólo por el crepitar del fuego. Fuera, el viento agitaba los árboles pelados, y la rama de uno de ellos arañaba la fachada lateral de la casa. Un camión renqueaba por Shore Road, y en alguna parte ladraba un perro.
– Si quieres saber el resto, tendrás que desconectar los micrófonos -advirtió Monica.
Michael permaneció inmóvil. Monica alargó la mano hacia el bolso como si se dispusiera a marcharse.
– De acuerdo -se apresuró a decir Michael.
Se levantó, caminó hasta la mesa de Douglas y abrió un cajón. Dentro había un micrófono del tamaño de un dedo. Michael lo sostuvo en alto para que Monica lo viera.
– Desconéctalo -exigió ella.
Michael separó el micrófono del cable.
– Y ahora el otro -insistió-. Eres demasiado paranoico para hacer algo así sin un segundo micrófono.
Michael se acercó a la librería, retiró un libro de Proust y sacó el segundo micrófono.
– Desconéctalo.
Delaroche miró a Michael.
– Lleva un arma en el bolso -afirmó.
Michael se dirigió la silla donde se sentaba Monica Tyler, metió la mano en el bolso y sacó la Browning.
– ¿Desde cuándo van armados los directores de la CIA?
– Desde que se sienten amenazados -replicó Monica. Michael puso el seguro al arma y la arrojó a Delaroche.
– De acuerdo, Monica, empecemos.
Adrian Carter era proclive a preocuparse por todo, un rasgo que no casaba con la misión de enviar agentes a operaciones peligrosas y esperar su regreso. A lo largo de los años había esperado muchas horas a Michael Osbourne. Recordaba las dos noches interminables que había pasado en Beirut en 1985, esperando a que Michael volviera de una reunión con un agente en el valle Bekaa. Carter había temido que hubieran tomado como rehén o matado a Michael, y estaba a punto de tirar la toalla cuando su agente volvió cubierto de polvo y oliendo a cabra.
Sin embargo, nada era comparable a la inquietud que lo embargaba mientras escuchaba el enfrentamiento entre su agente y la directora de la Agencia Central de Inteligencia. Cuando Monica exigió a Michael que desconectara el primer micrófono, no se preocupó demasiado porque había dos, y un agente experimentado como Michael no enseñaría sus cartas.
Pero entonces oyó que Monica preguntaba por el segundo micrófono, y sus palabras fueron seguidas de unos golpes y arañazos cuando Michael lo sacó de la librería. Cuando la conexión con el salón se interrumpió, Adrian Carter hizo lo único que puede hacer un buen agente de control.
Encendió otro de los cigarrillos de Michael y se puso a esperar.
– Poco después de mi nombramiento como directora de la CIA, fui abordada por un hombre que se hacía llamar el Director.
Monica hablaba como una madre exhausta que cuenta a regañadientes otro cuento al niño que no quiere acostarse.
– Me preguntó si estaría dispuesta a entrar a formar parte de un club de élite, un grupo compuesto por agentes de inteligencia, financieros y hombres de negocios de todo el mundo, cuyo objetivo consistía en defender la seguridad global. Sospeché que había algo raro, de modo que di parte del incidente a contrainteligencia como posible reclutamiento por parte de una organización hostil. Contrainteligencia creyó que podría resultar operativamente útil seguirle la corriente al Director, y me mostré de acuerdo. Pedí autorización al propio presidente para iniciar la operación y me reuní con el Director en otras tres ocasiones, dos en el norte de Europa y una en el Mediterráneo. Al final de la tercera llegamos a un acuerdo, y me uní a la Sociedad. La Sociedad tiene el brazo muy largo; está involucrada en operaciones secretas a escala mundial. En seguida empecé a recabar información secreta sobre los miembros y las operaciones para que la Agencia pudiera tomar contramedidas. A veces considerábamos necesario que las operaciones de la Sociedad se llevaran a cabo, porque desbaratarlas podía poner en peligro mi posición en la jerarquía de la organización.
Michael la observaba con fijeza. Hablaba con calma y absoluta lucidez, como si leyera un discurso preparado ante una asamblea de accionistas. Estaba impresionado; era una embustera consumada.
– ¿Quién es el Director? -le preguntó.
– No lo sé y me parece que Delaroche tampoco.
– ¿Sabías que lo habían contratado para matar a mi suegro?
– Por supuesto, Michael -replicó Monica con los ojos entornados en una expresión desdeñosa.
– Entonces, ¿a qué venía la escenita del comedor ejecutivo? ¿Por qué me apartaste del caso?
– Porque me lo pidió el Director -repuso ella con voz neutra-. Deja que te lo explique. El Director consideraba que a Delaroche le resultaría más fácil cumplir la misión si tú ya no te encargabas del caso. Por eso te retiré del caso y tomé medidas para garantizar la seguridad de tu suegro, que por desgracia fracasaron.
– En tal caso, ¿por qué no le dieron protección adicional en Washington?
– Porque el Director me aseguró que Delaroche no actuaría en suelo estadounidense.
– ¿Por qué no me lo contaste?
– Porque no queríamos que hicieras nada precipitado que pudiera comprometer la seguridad de la operación. El objetivo era hacer salir a Delaroche para eliminarlo. No queríamos que lo ahuyentaras encerrando a tu suegro en un bunker y tirando la llave.
Michael se volvió hacia Delaroche, que denegaba con la cabeza.
– Está mintiendo -aseguró-. El Director me lo organizó todo. Transporte, armas, todo. Decidió expresamente llevar a cabo el asesinato en Washington porque sabía que el embajador sería más vulnerable allí que en Londres. Se arregló todo para que coincidiera con la conferencia sobre Irlanda del Norte y así acentuar el impacto sobre el proceso de paz. -Se detuvo un instante, mirando alternativamente a Michael y Monica antes de añadir-: Es muy buena, pero está mintiendo.
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