Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Estaba a diez metros de Octubre.

Había corrido casi un kilómetro y medio desde que saliera de la casa. Sentía las piernas pesadas, los músculos tensos por la carrera, los brazos ardientes, la garganta con sabor a óxido y sangre. Llevaba años persiguiendo a Octubre, empleando todos los recursos y servicios técnicos que la Agencia ponía a su disposición, pero todo desembocaba allí, en una carrera alocada por el puente Key. Esta vez no temería al dolor. Esta vez no quedaría hipnotizado por la espalda de su adversario mientras éste se alejaba cada vez más. Echó atrás la cabeza, rugió como un animal herido y agitó los brazos como si pretendiera darse aún más impulso.

Estaba a un par de metros de Octubre.

De repente se abalanzó sobre él y lo derribó.

Octubre cayó de espaldas con Michael sentado sobre su vientre.

Michael le asestó dos puñetazos en el rostro, el segundo de los cuales le reventó la piel del pómulo; luego lo agarró del cuello y empezó a apretar.

Había perdido toda racionalidad, la cordura incluso. Apretaba el cuello de Octubre, cortándole la respiración mientras gritaba como un salvaje, pero en el rostro del asesino se advertía una extraña serenidad. Miraba a Michael con sus ojos azules, y en sus labios se dibujó una vaga sonrisa.

Michael comprendió que Octubre estaba decidiendo la mejor forma de matarlo. Apretó más fuerte.

De repente, Octubre alargó la mano izquierda, asió el pelo de Michael con la mano izquierda, atrajo su cabeza hacia sí y le metió el pulgar de la mano derecha en el ojo.

Michael profirió un grito agónico y soltó a Octubre. El asesino convirtió sus manos en pequeñas hachas y le propinó dos golpes secos en las sienes.

Michael estuvo a punto de perder el conocimiento. Sacudió la cabeza en un intento de aclarar su visión, y entonces se dio cuenta de que estaba tendido de espaldas y el asesino se había zafado de él.

Se incorporó con un esfuerzo. Octubre ya estaba de pie, con las piernas separadas, las manos cerca del rostro, mirando a Michael de hito en hito. En aquel momento giró sobre sí mismo y le dio un tremendo puntapié en la cabeza.

Michael cayó de la acera, justo delante de un autobús. El conductor tocó el claxon; Michael logró esquivarlo en el último momento, cayendo de nuevo en brazos de Octubre.

El asesino se puso en cuclillas y, aprovechando el impulso de Michael, lo arrojó por encima de la barandilla.

Delaroche aguardó el chapoteo del cuerpo de Michael al chocar contra el agua a más de treinta metros de distancia, pero no oyó nada. Por fin se asomó a la barandilla. Michael había conseguido aferrarse a su base con una mano, y ahora oscilaba peligrosamente. Alzó la mirada hacia Delaroche con la boca ensangrentada.

Lo más fácil sería pisotearle la mano hasta que se soltara, pero por alguna razón la idea le repugnaba. Siempre había matado deprisa y en silencio, apareciendo de la nada para esfumarse acto seguido. Matar a un hombre de esa forma se le antojaba una barbaridad.

– Si me promete dejarme marchar, le ayudaré a subir -propuso.

– Que le den por el saco -masculló Michael con una mueca.

– No me parece una actitud demasiado sabia -comentó Delaroche al tiempo que asía la muñeca izquierda de Michael a través de los barrotes-. Venga, déme la mano.

Michael empezó a perder agarre.

– Acaba de matar a mi suegro -espetó-. Ha intentado matarnos a mí y a mi mujer. Mató a Sarah.

– Yo no los he matado, Michael. Los responsables son otros; yo no fui más que el arma. No soy responsable de su muerte, al igual que usted no es responsable de la muerte de Astrid Vogel.

– ¿Quién le ha contratado? -jadeó Michael.

– Eso no importa.

– ¡A mí sí me importa! ¿Quién le ha contratado?

Pero el brazo de Michael se debilitaba cada vez más. Delaroche le agarró el brazo izquierdo con ambas manos.

Michael metió la mano derecha en el bolsillo, sacó la Browning y apuntó a la cabeza de Delaroche. Este siguió asiendo la mano de Michael con la mirada fija en el arma.

– ¿Conoce la historia de la rana y el escorpión que cruzan el Nilo? -preguntó por fin con una sonrisa.

Michael conocía la parábola; cualquiera que hubiera vivido o trabajado en Oriente Próximo la conocía. Una rana y un escorpión están a orillas del Nilo, y el escorpión pide a la rana que lo lleve al otro lado. La rana se niega porque teme que el escorpión la pique. El escorpión asegura a la rana que no le hará daño; picarla sería una estupidez, ya que ambos se ahogarían. La rana considera lógico el argumento y accede a llevar al escorpión. Cuando están a mitad de camino, el escorpión pica a la rana. «Ahora nos ahogaremos los dos», gime la rana mientras el cuerpo se le entumece a causa del veneno del escorpión. «¿Por qué lo has hecho?» «Porque esto es Oriente Próximo», responde el escorpión con una sonrisa.

– Sí, la conozco -asintió Michael.

– Llevamos demasiados años enzarzados en este conflicto. Puede que podamos ayudarnos mutuamente. La venganza es para los salvajes. Tengo entendido que hace poco estuvo en Irlanda del Norte… Mire lo que la venganza ha conseguido allí.

– ¿Qué quiere?

– Le revelaré lo que más le interesa saber, el nombre de quien me contrató para matar a Douglas Cannon, los nombres de los que me contrataron para matar a los conspiradores del asunto TransAtlantic, los nombres de los que me contrataron para matarlo a usted porque sabía demasiado. -Hizo una pausa-. También le hablaré de la persona de su organización que está involucrada con esas personas. A cambio, usted me proporcionará protección y acceso a mis cuentas bancarias.

– No tengo autoridad para cerrar un trato así.

– Puede que autoridad no, pero sí la capacidad necesaria.

Michael guardó silencio.

– No querrá morir sin saber la verdad, ¿eh, Michael?

– ¡Que le den por el saco!

– ¿Trato hecho?

– ¿Cómo sabe que no lo haré detener en cuanto me suba?

– Porque por desgracia es usted un hombre de palabra, lo cual lo convierte en una persona del todo inadecuada para este trabajo -repuso Delaroche antes de zarandear un poco a Michael y añadir-: ¿Trato hecho?

– Trato hecho, maldito hijo de puta.

– De acuerdo. Deje caer el arma al río y déme la mano antes de que nos matemos los dos.

40

Washington – Aeropuerto Internacional Dulles

– La bala le ha fracturado varias costillas y le ha perforado el pulmón izquierdo -explicó el médico del Hospital Universitario George Washington, un cirujano de aspecto grotescamente joven que se llamaba Carlisle-. Pero a menos que surjan complicaciones graves, creo que se pondrá bien.

– ¿Puedo verlo? -pidió Elizabeth.

Carlisle negó con la cabeza.

– Está en recuperación, y la verdad, no tiene muy buen aspecto. ¿Por qué no intenta ponerse cómoda? Le dejaremos verlo en cuanto se despierte.

El médico salió. Elizabeth intentó permanecer sentada, pero al cabo de unos minutos ya volvía a pasearse por la pequeña sala de espera privada como un oso enjaulado. Dos agentes de policía montaban guardia delante de la puerta. Elizabeth llevaba el uniforme azul celeste del hospital, pues su vestido se había manchado con la sangre de su padre y el agente del SSD. Maggie y los niños estaban en otra habitación. Desde luego, Maggie era una mujer notable, se dijo Elizabeth. Pese a que un asesino la había amenazado y atado con cinta de embalar, se negaba a permitir que otros cuidaran de Liza y Jake. Ahora Elizabeth sólo necesitaba una cosa: oír la voz de su marido.

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