Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Perdone, ¿dónde está Wisconsin Avenue?

El agente señaló hacia el este sin decir nada.

– Gracias -dijo Delaroche.

Entonces metió la mano debajo de la gabardina, sacó la Beretta con silenciador y disparó a ambos agentes varias veces en el pecho. Luego abrió la portezuela y empujó ambos cadáveres hacia el asiento del acompañante. Subió las ventanillas con el elevalunas eléctrico, retiró la llave del contacto y cerró de nuevo la portezuela.

El episodio apenas había durado treinta segundos. Arrojó las llaves del coche lejos de sí y cruzó la calle en dirección a la casa de los Osbourne. Subió la escalinata y llamó al timbre al tiempo que respiraba hondo para mantener la calma. Unos instantes más tarde oyó pasos que se acercaban.

– ¿Quién es?

Era la voz con acento inglés de Maggie, la niñera.

– Seguridad Diplomática, señora -repuso Delaroche-. Tenemos una emergencia.

La puerta se abrió, y Delaroche vio el rostro perplejo de Maggie.

– ¿Qué pasa?

Delaroche entró en la casa, cerró la puerta tras de sí, cubrió la boca de Maggie para ahogar su grito y acercó su rostro al suyo. Con la mano libre sacó la Beretta del bolsillo de la americana y le oprimió el cañón contra la mejilla.

– Sé que hay niños en la casa y no tengo intención alguna de hacerles daño -susurró en su inglés con acento extranjero-. Pero si no hace exactamente lo que le digo, le pegaré un tiro en la cara. ¿Lo ha entendido?

Maggie asintió con los ojos muy abiertos por el terror.

– Muy bien, vamos arriba.

La velada había transcurrido sin incidentes, tal como había esperado Michael, pero mientras el coche recorría Massachusetts Avenue, la advertencia de Gerry Adams le acudió de nuevo a la mente. Si Rebecca Wells había logrado contratar a un asesino, ello representaba una amenaza nueva y distinta para la seguridad de Douglas. Un asesino que trabajara solo sería mucho más difícil de identificar y detener que una integrante de una organización paramilitar conocida. Michael decidió que daría la noticia a Douglas en cuanto llegaran a casa. Sus actividades y apariciones públicas tendrían que reducirse hasta que la amenaza desapareciera o hasta que Rebecca Wells fuera detenida.

El coche dobló por Wisconsin Avenue y fue hacia el sur en dirección a Georgetown. Elizabeth descansó la cabeza en el hombro de Michael y cerró los ojos.

Douglas le apoyó una mano en el antebrazo.

– ¿Sabes una cosa, Michael? Hay algo que no he hecho todavía y que debo hacer: darte las gracias.

– ¿A qué te refieres?

– No te había dado las gracias por salvarme la vida. Si no te hubieras hecho cargo de este caso, si no hubieras ido a Irlanda del Norte y arriesgado tu vida, puede que a estas alturas ya estuviera muerto. Hasta ahora nunca había tenido ocasión de verte trabajar, como es natural, pero ahora puedo afirmar que eres un agente excepcional.

– Gracias, Douglas. Viniendo de un liberal que siempre ha odiado a los espías, tus palabras significan mucho para mí.

– ¿Vas a seguir en la Agencia ahora que el asunto de Irlanda del Norte ha terminado?

– Si mi mujer promete no divorciarse de mí, sí -repuso Michael-. Monica Tyler quiere que me encargue otra vez del caso Espada de Gaza. La Agencia ha sabido que es posible que planeen nuevos atentados.

– ¿Y cómo se ha enterado la Agencia?

– Por movimientos de agentes conocidos, escuchas y demás.

– ¿Algo en Gran Bretaña?

– Siempre es una posibilidad; les gusta operar allí.

– Aún recuerdo el atentado de Heathrow.

– Y yo -aseguró Michael.

Douglas se arrellanó en el asiento y cerró los ojos cuando el coche dejó Wisconsin Avenue para enfilar las tranquilas calles residenciales de Georgetown.

– ¿Cuándo va a acabar todo esto?

– ¿El qué?

– El terrorismo, el asesinato de personas inocentes como actividad política. ¿Cuándo va a acabar?

– Cuando ya no queden en el mundo personas que se sientan lo bastante oprimidas para echar mano de las armas o las bombas. Cuando ya no queden fanáticos religiosos ni étnicos. Cuando ya no queden maníacos que se exciten derramando sangre.

– Entonces, supongo que la respuesta a mi pregunta es nunca. No acabará nunca.

– El historiador eres tú. En el siglo I, los zelotes utilizaban el terrorismo para luchar contra la ocupación romana de la Tierra Prometida. En el siglo XII, un grupo de musulmanes shiíes llamados los Asesinos usaron el terrorismo contra los líderes sunníes de Persia. No es un fenómeno nuevo precisamente.

– Y ahora ha llegado a América. El World Trade Center, Oklahoma, los Juegos Olímpicos…

– Es barato, relativamente fácil y no requiere más que un puñado de personas. Dos hombres llamados Timothy McVeigh y Terry Nichols lo demostraron.

– Me sigue pareciendo incomprensible -insistió Douglas-. Ciento sesenta y ocho personas desaparecidas en un abrir y cerrar de ojos.

– A ver si lo dejáis ya -pidió Elizabeth, abriendo los ojos cuando el coche frenó delante de la casa-. Me estáis deprimiendo con esta conversación.

Delaroche estaba en la primera planta de la casa, junto a una ventana que daba a la calle N, cuando oyó el motor de un coche. Apartó la cortina con el silenciador de la Beretta y miró hacia la calle. Cannon y los Osbourne habían llegado a casa.

Soltó la cortina y recorrió el pasillo hasta la escalera, asomando la cabeza al dormitorio principal al pasar. La niñera yacía en el suelo atada y amordazada con cinta de embalaje.

Delaroche bajó la escalera a toda prisa y se situó en el centro del vestíbulo oscuro. Sería fácil, pensó, como el tiro al blanco en una feria…, y entonces habría terminado. Con todo.

38

Washington

Rebecca Wells enfiló la calle N y siguió a la limusina a lo largo de dos manzanas, hasta que se detuvo. No había espacio para aparcar delante de la casa de los Osbourne, de modo que el conductor se limitó a parar el coche y poner los intermitentes de emergencia. Rebecca metió la mano en el bolso y sacó la Beretta nueve milímetros con silenciador. Repasó mentalmente las instrucciones de Jean-Paul. «Yo me encargo de los dos hombres del coche y luego entro en la casa -le había susurrado la noche anterior entre el estruendo del televisor puesto a todo volumen en la habitación del hotel-. Espera a que todos hayan salido del coche. Mata al último hombre del SSD, y yo me encargaré del embajador y Michael Osbourne.»

Se preguntó si tendría fuerzas para hacerlo. Pero entonces pensó en Gavin Spencer, Kyle Blake y los hombres que habían muerto en Hartley Hall porque Michael Osbourne y su suegro la habían engañado. Verificó el mecanismo de la Beretta y quitó el seguro.

Una de las portezuelas de la limusina se abrió, y el agente del SSD se apeó del vehículo. Rodeó el coche y abrió la portezuela posterior más próxima a la casa. Michael Osbourne bajó en primer lugar, miró a su alrededor y se fijó un instante en el Volvo.

Acto seguido se apeó el embajador, seguido de Elizabeth Osbourne.

Rebecca abrió la portezuela.

Michael se volvió hacia el hombre del SSD.

– ¿Dónde están los otros agentes? -le preguntó.

El agente del SSD se llevó la mano a la boca y murmuró algunas palabras.

– ¡Entren en el coche! ¡Ahora! -gritó al ver que no obtenía respuesta.

Fue entonces cuando Rebecca Wells salió del Volvo, apoyó los brazos en el techo del coche para estabilizarlos y empezó a disparar sobre el agente del SSD, un disparo tras otro, tal como Jean-Paul le había enseñado.

Michael no oyó los disparos, tan sólo el estruendo de la luna posterior de la limusina al hacerse añicos y los golpes sordos de las balas de nueve milímetros perforando el maletero. En lugar de obedecer la orden del agente del SSD, Michael, Elizabeth y Douglas se habían arrojado de forma instintiva al suelo.

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