Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– No sé por qué, pero lo dudo -contradijo ella-. Vas a matarme cuando todo termine, ¿verdad?

– No, no voy a matarte.

– Seguro que también mataste a Astrid Vogel.

– No maté a Astrid y no voy a matarte a ti.

Delaroche tiró de la manta para dejar al descubierto su cuerpo y alargó la mano hacia ella, pero Rebecca permaneció inmóvil.

– Dame la mano -instó Delaroche-. No voy a hacerte daño, te doy mi palabra.

Rebecca le dio la mano. Delaroche la atrajo hacia sí y la besó. Rebecca se resistió un instante, pero por fin sucumbió, le devolvió los besos y se aferró a él como si se ahogara entre sus brazos. Por fin lo guió hacia el interior de su cuerpo, se quedó muy quieta y lo miró con una franqueza animal que lo desconcertó.

– Me gustaba más tu otra cara -dijo.

– A mí también.

– Cuando todo haya pasado, podríamos ir a ver al cirujano que te operó para que te vuelva a dejar como antes.

– Me temo que eso es imposible.

Rebecca pareció comprender al instante a qué se refería.

– Si no piensas matarme, ¿por qué me revelas tus secretos?

– No lo sé.

– ¿Quién eres, Jean-Paul?

36

Washington

A la mañana siguiente, Michael y Elizabeth volaron de Nueva York a Washington en compañía de los niños y Maggie. Se separaron en el aeropuerto nacional. Michael fue en un sedán del gobierno con chófer a la Casa Blanca, donde asistiría a la reunión sobre Irlanda del Norte con el consejero de seguridad nacional, William Bristol, y Elizabeth, Maggie y los niños se agolparon en un Lincoln de alquiler para ir a la casa de Georgetown.

Hacía más de un año que Elizabeth no visitaba la casa de ladrillo rojo de estilo federal situada en la calle N. Adoraba la vieja casona, pero mientras subía la escalinata curvada de ladrillo se vio embargada por recuerdos desagradables. Recordó la larga lucha librada con su cuerpo para tener hijos. Recordó la tarde en que Astrid Vogel la había tomado como rehén para que el asesino llamado Octubre pudiera matar a Michael.

– ¿Estás bien, Elizabeth? -le preguntó Maggie.

Elizabeth se preguntó cuánto rato llevaría inmóvil, con la llave en la mano e incapaz de abrir la puerta.

– Sí, Maggie, es que estaba pensando en una cosa.

La alarma sonó en cuanto abrió la puerta principal. Tecleó el código de desactivación, y de nuevo se hizo el silencio. Michael había convertido la casa en una auténtica fortaleza, pero Elizabeth jamás se sentiría del todo segura allí.

Ayudó a Maggie a acomodar a los niños y luego llevó su maleta al dormitorio. La estaba abriendo cuando sonó el timbre de la puerta. Volvió abajo, aplicó el ojo a la mirilla y vio a un hombre alto de cabello castaño ataviado con traje azul y gabardina parda.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó sin abrir la puerta.

– Me llamo Brad Heyworth, señora Osbourne; soy el agente del servicio de seguridad diplomática asignado a la vigilancia de su casa.

Elizabeth abrió la puerta.

– ¿Del SSD? Pero si mi padre no llega de Londres hasta dentro de seis horas.

– A decir verdad, llevamos ya un par de días vigilando la casa, señora Osbourne.

– ¿Por qué?

– Después del incidente de Gran Bretaña, decidimos que más valía pecar por exceso de prudencia.

– ¿Está solo?

– De momento sí, pero cuando llegue el embajador habrá otro hombre.

– Qué tranquilidad. ¿Quiere entrar?

– No, gracias, señora Osbourne, tengo que quedarme fuera.

– ¿Le apetece tomar algo?

– No, gracias. Sólo quería decirle que estoy por aquí.

– Gracias, agente Heyworth.

Elizabeth cerró la puerta y siguió con la mirada al hombre del SSD mientras bajaba la escalinata y volvía a su coche. Se alegraba de tenerlo allí. Subió de nuevo la escalera y se sentó a la mesa del estudio de Michael. Desde allí llamó a la empresa de catering Ridgewell, al servicio de camareros y a su despacho de Nueva York para escuchar sus mensajes. Luego pasó alrededor de una hora devolviendo llamadas.

María, la mujer de la limpieza, llegó a mediodía. Elizabeth se puso un chándal de nylon, salió, bajo la escalinata, saludó con la mano a Brad Heyworth y empezó a correr por la acera de ladrillo de la calle N.

En el hotel Embassy Row, Delaroche había colgado en la puerta el cartel de NO MOLESTAR y cerrado con doble llave. Había pasado la última hora escuchando a Elizabeth Osbourne mientras ésta hablaba por teléfono, con la niñera, los niños, el agente del SSD que protegía la casa… Ahora sabía la hora exacta a la que Douglas Cannon llegaría de Londres y la hora exacta a la que saldría de la casa en dirección a la Casa Blanca para asistir a la conferencia sobre Irlanda del Norte. También sabía que el agente del SSD aparcado frente a la casa se llamaba Brad Heyworth y que un segundo agente se reuniría con él tras la llegada del embajador.

Oyó la llegada de una mujer de la limpieza llamada María que hablaba con fuerte acento español. Sudamericana, supuso Delaroche, peruana o tal vez boliviana. Oyó a Elizabeth Osbourne anunciar que salía a correr y volvería al cabo de una hora. Dio un respingo cuando cerró la puerta principal con fuerza.

Cinco minutos más tarde dio otro respingo al oír una especie de aullido que parecía un motor a reacción. Era tan estruendoso que Delaroche tuvo que quitarse los auriculares y por un instante temió que alguna catástrofe hubiera sobrevenido en la casa de los Osbourne. Pero entonces se dio cuenta de que no era más que María pasando la aspiradora cerca de la ventana donde había colocado el micrófono.

La idea de la fiesta de Douglas Cannon había nacido como una reunión íntima de ocho personas, pero después del incidente de Hartley Hall se había transformado en un acontecimiento con catering para cincuenta invitados, mesas y sillas alquiladas, así como un escuadrón de estudiantes universitarios encargados de aparcar los coches en las atestadas calles de Georgetown. Tal era la naturaleza de la celebridad en Washington. Douglas había vivido y trabajado veinte años en Washington, pero alguien había intentado matarlo, y eso lo había convertido en una estrella. La CIA y la inteligencia británica habían contribuido a su repentina fama urdiendo un cuento acerca de la serenidad que Douglas había mostrado durante el incidente de Hartley Hall, aunque en realidad estaba a salvo y acostado en Winfield House cuando dio comienzo el ataque. Douglas les había seguido la corriente de buena gana; de hecho, le proporcionaba cierto placer adolescente engañar a los barones de la prensa de Washington.

Los invitados empezaron a llegar poco después de las siete. Acudieron dos viejos amigos suyos del Senado y un puñado de congresistas. La directora de NBC News en Washington llegó acompañada de su marido, director de la CNN. Cynthia Martin acudió sola, y Adrian Carter llevó a su mujer, Christine. A fin de proteger a Michael, que aún era un miembro clandestino de la Agencia, Carter y Cynthia fingían trabajar en la sección sobre cuestiones de Irlanda del Norte del Departamento de Estado. Carter quería hablar un momento a solas con Michael, de modo que se retiraron al jardín, junto a la piscina.

– ¿Qué tal la reunión con Bristol? -preguntó Carter.

– Parecía muy impresionado con el producto -repuso Michael-. Beckwith apareció un momento.

– ¿En serio?

– Ha dicho que está muy contento con el resultado de la operación Timbal y que el proceso de paz vuelve a ir por buen camino. Tienes razón, Adrian, está que se muere por tener atado este asunto… Así que oficialmente ya no me ocupo de Irlanda del Norte -añadió tras un titubeo.

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