Su tapadera requería que ocuparan la misma habitación. Durmieron hasta bien entrada la tarde, Rebecca en la cama de matrimonio, Delaroche en el suelo, con el cobertor como colchón. Despertó con un sobresalto a las cuatro y se dio cuenta de que había vuelto a soñar con Maurice Leroux.
Pidió café al servicio de habitaciones y se lo tomó mientras guardaba varios objetos en una mochila de nylon azul. Dos aparatos electrónicos muy sofisticados, dos teléfonos móviles, una linterna, varias herramientas de pequeño tamaño y una Beretta de nueve milímetros. Rebecca salió del baño ataviada con vaqueros, zapatillas deportivas y una sudadera con la inscripción Washington, D. C. y una imagen de la Casa Blanca.
– ¿Qué tal estoy?
– Llevas el pelo demasiado rubio -replicó Delaroche antes de arrojarle una gorra de béisbol que sacó de la bolsa de lona-. Ponte esto.
Delaroche llamó a recepción y pidió que le llevaran el Volvo a la entrada. Condujo hacia el oeste por la calle P. Había un plano turístico abierto sobre el salpicadero, pero Delaroche no se molestó en echarle un vistazo siquiera; al igual que las aguas de Chesapeake, se había grabado las calles de Washington en la memoria.
Entró en Georgetown y recorrió las tranquilas calles flanqueadas de árboles. Se consideraba el barrio más elegante de Washington, con sus aceras de ladrillo rojo y grandes casas estilo federal, pero a Delaroche, cuyos ojos estaban acostumbrados a los canales y la casas con tejado a dos aguas de Ámsterdam, se le antojaba una zona bastante insulsa.
Siguió conduciendo hacia el oeste hasta llegar a Wisconsin Avenue, donde dobló hacia el sur, acompañado por la machacona música rap procedente del BMW dorado que tenía detrás. Giró por la calle N, y la locura de Wisconsin no tardó en quedar atrás.
La casa estaba vacía, como sabía que estaría. El embajador Cannon llegaría de Londres la tarde siguiente, y esa misma noche daría una pequeña fiesta para amigos y familiares. Al día siguiente participaría en la conferencia sobre Irlanda del Norte que se celebraría en la Casa Blanca y acto seguido asistiría a una serie de recepciones que tendrían lugar aquella noche bajo los auspicios de las partes negociadoras. Todos los pormenores figuraban en el expediente del Director.
Delaroche aparcó a la vuelta de la esquina, en la Treinta y tres. Se colgó una cámara al cuello y deambuló por la calle silenciosa con Rebecca cogida de su brazo, deteniéndose de vez en cuando para contemplar las grandes casas de ladrillo rojo con las ventanas iluminadas. Se parecía bastante a Ámsterdam, pensó Delaroche, donde la gente también dejaba las cortinas descorridas para que los transeúntes pudieran atisbar el interior de sus hogares y evaluar sus posesiones.
No era la primera vez que iba a la zona y conocía los desafíos que una calle como aquella representaba para un hombre como él. No había bares donde vigilar al amparo de una taza de café, ni tiendas para disimular, ni plazas o parques donde matar el tiempo sin llamar la atención… Sólo casas grandes y caras, con vecinos entrometidos y sistemas de seguridad. Pasaron delante de la casa de los Osbourne, frente a la que había aparcado un sedán negro. Al volante se sentaba un hombre enfundado en una gabardina marrón que leía la sección deportiva del Washington Post. Su presencia daba al traste con la teoría del Director, según la cual resultaría muy fácil matar al embajador Cannon durante su estancia en Washington. Aún no había puesto el pie en la ciudad y ya tenía la casa bajo protección.
Delaroche se detuvo a una manzana de distancia y fotografió la casa en la que John Kennedy había vivido cuando era senador por Massachusetts. Bastantes miembros del Gabinete vivían en Georgetown, y sus casas se encontraban bajo vigilancia constante. Y si el personaje en cuestión guardaba alguna relación con la seguridad nacional, como era el caso del secretario de Estado o el de Defensa, cabía la posibilidad de que sus guardaespaldas estuvieran apostados de forma permanente en un piso cercano. Sin embargo, Delaroche estaba convencido de que la seguridad de Douglas Cannon consistía únicamente en el hombre de la gabardina, al menos de momento.
Caminó con Rebecca hacia el sur por la Treinta y tres otra media manzana, hasta llegar a un callejón que discurría por detrás de la casa de los Osbourne, y escudriñó la penumbra. Tal como había sospechado, daba la sensación de que la parte posterior de la casa no estaba bajo vigilancia.
Delaroche alargó a Rebecca un teléfono móvil.
– Quédate aquí y llámame si hay problemas. Si no he vuelto dentro de cinco minutos, vete al hotel. Y si no sabes nada de mí al cabo de media hora, ponte en contacto con el Director y pide que te saquen de aquí.
Rebecca asintió. Delaroche se dio la vuelta y echó a andar por el callejón. Se paró detrás de la casa de los Osbourne, se encaramó con agilidad a la verja y cayó en un jardín muy cuidado que rodeaba una pequeña piscina. Alzó la vista y resiguió con la mirada los cables que conducían del poste telefónico del callejón a la conexión con la casa. Cruzó el jardín y se arrodilló delante de la caja instalada junto a la pared. Abrió la cremallera de la mochila, sacó las herramientas y una linterna. Sujetando la linterna entre los dientes, aflojó los tornillos que fijaban la tapa de la caja y estudió la configuración de las conexiones.
Había dos líneas en la casa, pero Delaroche sólo tenía equipo para pinchar una de ellas. Suponía que una estaba reservada para las llamadas telefónicas y la otra para el fax o el módem. Volvió a meter la mano en la mochila y sacó un diminuto aparato electrónico que, fijado a la línea telefónica de los Osbourne, enviaría una señal de radio de alta frecuencia al móvil de Delaroche, lo que le permitiría controlar las llamadas telefónicas que se efectuaran en la casa. Sólo tardó dos minutos en instalar el dispositivo en la línea principal y volver a cerrar la tapa de la caja.
El segundo aparato sería mucho más fácil de instalar, pues tan sólo requería una ventana. Era un micrófono que, adherido al exterior de una ventana, detectaría la vibración de las ondas sonoras en el interior de una estructura y las convertiría en audio. Delaroche fijó el sensor a la parte inferior de una ventana situada junto al salón principal. Quedaba oculto por un arbusto en el exterior y una mesilla en el interior. Luego enterró el conversor y el transmisor bajo la hierba en el jardín.
Delaroche volvió sobre sus pasos, arrojó la mochila sobre la verja, la escaló y saltó al callejón. Las dos unidades que acababa de instalar en casa de los Osbourne tenían un alcance de tres kilómetros, lo que le permitiría vigilar a los Osbourne desde la seguridad de la habitación del hotel en Dupont Circle.
Rebecca lo esperaba en la boca del callejón.
– Vámonos.
La cogió de la mano y juntos regresaron al Volvo.
Delaroche se sentó delante de un receptor del tamaño de una caja de zapatos para comprobar la señal del transmisor que había colocado en la ventana de la casa de los Osbourne. Rebecca estaba en el cuarto de baño; Delaroche oía el agua correr en la bañera. Llevaba más de una hora encerrada ahí dentro. Por fin, el ruido del agua cesó, y Rebecca salió enfundada en el albornoz del hotel y con el cabello envuelto en una toalla blanca como un jeque.
– ¿Funciona? -preguntó tras encender uno de los cigarrillos de Delaroche.
– El transmisor envía señal, pero no lo sabré con certeza hasta que haya alguien en la casa.
– Tengo hambre.
– Pide algo al servicio de habitaciones.
– Quiero salir.
– Será mejor que nos quedemos aquí.
– Llevo diez días encerrada en barcos. Quiero salir.
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