Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Ronald Clark dejó la Agencia sumida en el caos. Una serie de casos de espionaje, entre ellos el de Aldrich Ames, habían hecho añicos la moral de los agentes. La Agencia no había sido capaz de prever que India y Paquistán estaban a punto de hacer estallar bombas nucleares, ni que Irán y Corea del Norte se disponían a probar misiles balísticos capaces de alcanzar a sus vecinos. Durante el proceso de ratificación, varios senadores le habían exigido que justificara las dimensiones y los costes que representaba la Agencia Central de Inteligencia; uno se preguntó si los Estados Unidos necesitaban la CIA ahora que la guerra fría había terminado.

Se suponía que Monica se limitaría a mantener el sillón de la dirección caliente durante un par de años, hasta que el sucesor de Beckwith nombrara a su propio jefe de inteligencia, pero Monica no podía representar ese papel, de modo que procedió a hacerse imprescindible para quien sucediera en el cargo a Beckwith, fuera republicano o demócrata.

Se consideraba como la única persona de Langley con suficiente visión de futuro para guiar a la Agencia por la accidentada orografía de la posguerra fría. Había estudiado a fondo la historia de la inteligencia y sabía que en ocasiones era necesario sacrificar a unos cuantos para garantizar la supervivencia de la mayoría. Sentía gran afinidad con los agentes de la Segunda Guerra Mundial que enviaban a hombres y mujeres a una muerte segura con el fin de engañar a la Alemania nazi. Jamás permitiría que nadie castrara la Agencia ni que Estados Unidos se quedara sin un servicio de inteligencia apropiado. Y haría lo que fuera por ser ella quien lo dirigiera, razón por la que había entrado a formar parte de la Sociedad y acataba su filosofía.

A la una de la madrugada descolgó el auricular del teléfono seguro y marcó el número. Unos segundos más tarde oyó la voz agradable y culta de la ayudante del Director, Daphne, quien de inmediato le pasó con su jefe.

– Ya no tiene que preocuparse por Osbourne -aseguró-. Le he asignado otro caso, y el expediente Octubre está cerrado. Por lo que respecta a la CIA, Osbourne está muerto y enterrado.

– Buen trabajo -alabó el Director.

– ¿Dónde está el paquete?

– Camino del Caribe. Llegará a Estados Unidos en las próximas treinta y seis o cuarenta y ocho horas. Y entonces, todo habrá terminado.

– Estupendo.

– Confío en que nos hará llegar cualquier información que pueda ayudar al paquete a llegar a su destino a tiempo.

– Por supuesto, Director.

– Sabía que podía contar con usted. Buenos días, Picasso -se despidió el Director antes de colgar.

35

Bahía de Chesapeake, Maryland

El ballenero de Boston navegaba dando tumbos por las rizadas aguas de Chesapeake. Era una noche despejada y extremadamente fría; una luna creciente brillaba en lo alto sobre el horizonte de levante. Delaroche había apagado las luces poco después de entrar en la boca de la bahía. En aquel momento alargó la mano y pulsó un botón de la unidad de navegación. El sistema vía satélite calculó de forma automática su longitud y latitud. Se encontraban en el centro de las concurridas rutas de navegación del canal de Chesapeake.

Rebecca Wells estaba de pie junto a él, aferrada al volante de la segunda consola del ballenero. Sin decir nada, señaló hacia proa. Ante ellos, tal vez a un kilómetro y medio de distancia, brillaban las luces de un buque portacontenedores. Delaroche viró unos grados a babor y guió la embarcación hacia las aguas poco profundas de la orilla occidental.

Había planeado con toda meticulosidad el itinerario durante el largo trayecto entre Nassau y la Costa Este. Habían realizado aquella etapa del viaje a bordo de un gran yate pilotado por una pareja de antiguos soldados del SAS que ahora trabajaban para la Sociedad. Rebecca y él dormían en camarotes contiguos. De día estudiaban las cartas náuticas de Chesapeake, revisaban los expedientes de Michael Osbourne y Douglas Cannon y memorizaban las calles de Washington. De noche subían a la cubierta de popa y hacían prácticas de tiro con las Berettas de Delaroche. Rebecca lo pinchaba para que le revelase su nombre, pero Delaroche se limitaba a denegar con la cabeza y cambiar de tema. Por pura frustración, Rebecca lo bautizó con el nombre de «Pierre», que Delaroche detestaba. La última noche que pasaron a bordo del yate confesó que no tenía nombre y le dijo que si tenía necesidad de dirigirse a él de alguna forma, lo llamara Jean-Paul.

Delaroche aún estaba furioso por verse obligado a trabajar con ella, pero el Director había tenido razón en una cosa. No era una aficionada. El conflicto de Irlanda del Norte había pulido sus habilidades, tenía una memoria excelente y buen instinto operativo. Asimismo, era alta y fuerte para ser mujer, y después de tres noches de prácticas de tiro con la Beretta, disparaba más que aceptablemente. A Delaroche sólo le preocupaba una cosa, su idealismo. El no creía más que en su arte, y los fanáticos lo ponían nervioso. Astrid Vogel había sido en su momento ferviente como Rebecca, cuando formaba parte de la banda comunista de Alemania Occidental, la Fracción del Ejército Rojo. Pero cuando empezó a trabajar con Delaroche ya se había desembarazado de sus ideales y sólo lo hacía por dinero.

Delaroche se había grabado en la memoria cada detalle de Chesapeake, los bancos de arena, los ríos, las bahías, los llanos y los promontorios. No tenía más que echar un vistazo a la unidad vía satélite para saber en qué posición se encontraba respecto a la orilla. Había dejado atrás Sandy Point, Cherry Point y Windmill Point. Al llegar a Bluff Point tenía el cuerpo rígido y entumecido por el frío. Apagó los motores, y ambos tomaron café caliente.

Consultó de nuevo la unidad de navegación. 38,50 grados de latitud y 76,31 grados de longitud. Sabía que se aproximaba a Curtis Point, un promontorio situado en la desembocadura del río West. Su destino era el siguiente afluente que desembocaba en la bahía procedente de Maryland, el South, unas tres millas náuticas al norte. Al pasar por Saunders Point vio despuntar el alba al este, por estribor. Rodeó Turkey Point y percibió el leve empujón de la marea procedente del South.

Delaroche aceleró mientras se dirigía río arriba hacia el noreste. Quería llegar a la orilla antes del amanecer. Pasó a toda velocidad junto a Mayo Point y Brewer Point, Glebe Bay y Crab Creek. Pasó bajo un puente y luego otro. Llegó a la desembocadura de un arroyo y consultó la unidad de navegación para cerciorarse de que era el Broad. La marea descendente había dejado el riachuelo menos profundo de lo que prometían las cartas; en dos ocasiones, Delaroche se vio obligado a saltar al agua helada para empujar el ballenero.

Por fin llegó al final del arroyo. Atracó el ballenero entre los juncos, saltó a tierra, cogió la bolina y tiró de la embarcación para ocultarla entre la vegetación.

Rebecca se dirigió al compartimiento de proa y recogió una gran bolsa de lona llena de ropa, dinero y aparatos electrónicos. Alargó la bolsa a Delaroche y saltó del ballenero a la marisma. El coche estaba aparcado en un camino sin asfaltar, exactamente donde había indicado el Director. Era un Volvo familiar negro con matrícula de Quebec.

Delaroche tenía las llaves; abrió el maletero y metió la bolsa. Luego recorrió una serie de carreteras secundarias, entre tierras de cultivo y pastos bañados por el sol, hasta llegar a la carretera 50, que tomó hacia el este, en dirección a Washington.

Una hora después de recoger el Volvo, entraron en Washington por New York Avenue, una mugrienta avenida que se extendía desde el distrito noreste hasta los suburbios residenciales de Maryland. Delaroche se detuvo una vez en una estación de servicio para que él y Rebecca pudieran ponerse ropa decente. Luego cruzó la ciudad por Massachusetts Avenue y se detuvo ante el hotel Embassy Row, en las inmediaciones de Dupont Circle. Tenían hecha una reserva a nombre del señor y la señora Claude Duras, de Montreal.

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