Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Vístete y te llevaré a cenar.

– Cierra los ojos -pidió Rebecca.

Pero Delaroche se encaró con ella, alargó la mano y tiró de la toalla que le envolvía la cabeza. Ya no tenía el cabello rubio oxigenado, sino casi negro y reluciente por la humedad. De repente casaba con el resto de sus facciones, los ojos grises, la piel blanca y luminosa, el rostro ovalado. Se dio cuenta de que era una mujer hermosa, y a renglón seguido se puso furioso. Ojalá pudiera encerrarse en el baño con un frasco de elixir y salir una hora más tarde con su antiguo rostro.

Rebecca pareció leerle el pensamiento.

– Tienes cicatrices -musitó, deslizándole un dedo por la mandíbula-. ¿Qué te pasó?

– Si trabajas en esto demasiado tiempo, tu cara puede convertirse en un problema.

El dedo de Rebecca había pasado de la mandíbula al pómulo y jugueteaba con los implantes de colágeno.

– ¿Cómo eras antes? -preguntó.

Delaroche enarcó las cejas y ponderó la pregunta unos instantes. ¿Cómo iba a describirse a sí mismo? Si le decía que había sido hermoso antes de que Maurice Leroux le destrozara el rostro, creería que era un embustero. Por fin se sentó a la mesa, cogió una hoja de papel del bloc del hotel y un lápiz.

– Déjame solo unos minutos -rogó.

Rebecca entró de nuevo en el baño, cerró la puerta y puso en marcha el secador. Delaroche dibujó deprisa y al acabar estudió sus facciones de forma desapasionada, como si pertenecieran a una criatura creada por su imaginación.

Deslizó el autorretrato por debajo de la puerta del baño. El secador enmudeció. Rebecca salió con el antiguo rostro de Delaroche en las manos. Lo miró a la cara, luego de nuevo la imagen del papel. Besó el retrato y lo dejó caer al suelo. Y entonces lo besó a él.

– ¿Quién era, Jean-Paul?

– ¿Quién?

– La mujer en la que pensabas mientras hacíamos el amor.

– Pensaba en ti.

– No siempre. No estoy enfadada, Jean-Paul, no es que…

Se interrumpió sin terminar la frase. Delaroche se preguntó qué habría querido decir. Rebecca estaba tendida de espaldas, la cabeza apoyada sobre su vientre, el cabello oscuro extendido por su pecho. La luz de las farolas entraba por entre las cortinas descorridas e iluminaba su cuerpo largo y esbelto. Tenía el rostro enrojecido tras hacer el amor, pero el resto de su piel relucía marfileño a la luz procedente de la calle. Era la piel de alguien que apenas se exponía al sol; de hecho, Delaroche dudaba de que hubiera salido de las Islas Británicas antes de que las circunstancias la obligaran a huir.

– ¿Era hermosa? No me mientas más, por favor.

– Sí -asintió Delaroche.

– ¿Cómo se llamaba?

– Se llamaba Astrid.

– ¿Astrid qué más?

– Astrid Vogel.

– Recuerdo a una mujer llamada Astrid Vogel que pertenecía a la Fracción del Ejército Rojo -dijo Rebecca-. Huyó de Alemania y se escondió después de matar a un alto cargo de la policía.

– Esa era mi Astrid -musitó Delaroche al tiempo que reseguía el contorno del pecho de Rebecca-. Pero Astrid no mató al policía. Lo maté yo; ella sólo pagó por ello.

– O sea que eres alemán.

Delaroche denegó con la cabeza.

– Entonces, ¿qué eres? ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Pero Delaroche hizo caso omiso de su pregunta y deslizó los dedos hacia el borde de su caja torácica. El vientre de Rebecca reaccionó contrayéndose con fuerza. Delaroche acarició la piel nívea de su abdomen y la parte superior de sus muslos. Por fin, Rebecca le cogió la mano, se la puso entre las piernas y cerró los ojos. Una ráfaga de viento agitó las cortinas y le puso la piel de gallina. Intentó cubrirse con la colcha, pero Delaroche no se lo permitió.

– En el barco de Ámsterdam había cosas que pertenecían a una mujer -murmuró Rebecca sin abrir los ojos-. Astrid vivía allí, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y tú vivías con ella?

– Durante un tiempo.

– ¿Hacíais el amor en esa cama?

– Rebecca…

– No pasa nada, no herirás mis sentimientos.

– Sí, hacíamos el amor allí.

– ¿Qué le pasó?

– La mataron.

– ¿Cuándo?

– El año pasado.

Rebecca le apartó la mano y se incorporó.

– ¿Qué sucedió?

– Estábamos trabajando juntos en una operación y la cosa salió mal.

– ¿Quién la mató?

Delaroche vaciló; aquello ya había ido demasiado lejos. Sabía que debía callar, pero por alguna razón quería contárselo todo. Tal vez Vladimir tuviera razón. «Un hombre que ve fantasmas ya no puede comportarse como un profesional…»

– Michael Osbourne -repuso-. Bueno, en realidad fue su mujer.

– ¿Por qué?

– Porque nos enviaron aquí para matar a Michael Osbourne – explicó antes de hacer una pausa y contemplarla-. A veces las cosas no salen según lo previsto.

– ¿Por qué te contrataron para matar a Osbourne?

– Porque sabía demasiado de una de las operaciones de la Sociedad.

– ¿Qué operación?

– El atentado del vuelo 002 de TransAtlantic el año pasado.

– Creía que lo derribó ese grupo árabe, la Espada de Gaza.

– Fue derribado a instancias de un fabricante de sistemas de defensa estadounidense llamado Mitchell Elliott. La Sociedad hizo que pareciera que los responsables eran la Espada de Gaza para que la empresa de Elliott pudiera vender un sistema defensivo al gobierno estadounidense. Osbourne lo sospechaba, de modo que el Director me contrató para eliminar a todos los implicados en la operación, así como a Osbourne.

– ¿Quién derribó el avión?

– Un palestino llamado Hassan Mahmud.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque estuve ahí esa noche y lo maté después del atentado.

Rebecca se apartó de él. Delaroche advirtió verdadero temor en su rostro y percibió que la cama temblaba ligeramente al son de su cuerpo. Rebecca se cubrió con la manta hasta el pecho para ocultar su cuerpo de él. Delaroche la miró sin expresión alguna.

– Dios mío, eres un monstruo -jadeó ella.

– ¿Por qué dices eso?

– Había más de doscientas personas inocentes a bordo de ese avión.

– ¿Y qué hay de las personas inocentes a las que vuestras bombas han matado en Londres y Dublín?

– No lo hacíamos por dinero -espetó Rebecca.

– Lo hacíais por una causa -replicó Delaroche con desprecio.

– Exacto.

– Una causa que crees justa.

– Una causa que sé que es justa -puntualizó ella-. En cambio, tú matas a quien sea siempre y cuando te paguen lo suficiente.

– Dios mío, mira que eres estúpida -suspiró Delaroche.

Rebecca intentó abofetearlo, pero Delaroche le asió la mano con fuerza, impidiendo que se zafara de él.

– ¿Por qué crees que la Sociedad está dispuesta a ayudarte? -preguntó Delaroche-. ¿Porque creen en los derechos sagrados de los protestantes de Irlanda del Norte? Claro que no. Lo hacen porque creen que favorecerá sus intereses, porque creen que les permitirá ganar dinero. La historia te ha pasado de largo, Rebecca. Los protestantes ya han tenido su momento en Irlanda del Norte, pero se acabó. No hay bomba ni asesinato que pueda cambiar eso.

– Si crees eso, ¿por qué estás aquí?

– Yo no creo en nada; éste es mi trabajo. He matado en nombre de todas las causas fallidas de Europa. La tuya es sólo la más reciente…

La soltó, y Rebecca se apartó de él frotándose la mano como si acabara de tocar algo malvado.

– …y espero que la última -añadió.

– Debería haber seguido andando aquel día en Ámsterdam.

– Puede que tengas razón. Pero ahora estás aquí y no tienes más remedio que trabajar conmigo, y si haces exactamente lo que te digo, puede que sobrevivas. Jamás volverás a ver Irlanda del Norte, pero al menos seguirás viva.

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