Un taxi acuático pasó por el canal, y el reflejo de las luces del puente se disolvió en su estela. Delaroche guardó sus cosas y pedaleó por el Keizersgracht sujetando con dificultad el lienzo con la mano derecha. En cualquier otra ciudad, ello habría atraído miradas curiosas, pero no así en Ámsterdam.
Delaroche cruzó el Keizersgracht a la altura de Ree Straat y pedaleó despacio a lo largo de Prinsengracht hasta que la vieja casa barco apareció ante él. Encadenó la bicicleta a una farola, apoyó el lienzo contra la rueda delantera y subió a bordo.
El Krista tenía quince metros de eslora, timonera en la popa, proa esbelta y una hilera de portillas a lo largo de la regala. La pintura verde y blanca aparecía desconchada por el descuido. La escotilla al final de la escalera de cámara estaba cerrada con un pesado candado cuya llave Delaroche aún tenía. Abrió la escotilla y bajó por la escalera de cámara hasta el camarote, iluminado tan sólo por el tenue brillo de las farolas amarillas que se filtraba por los mugrientos ojos de buey.
La embarcación había pertenecido a Astrid Vogel. Habían vivido juntos en ella el invierno anterior, después de que Delaroche la contratara para ayudarlo en una serie de asesinatos especialmente difíciles. La imaginaba allí, su largo cuerpo moviéndose por los espacios diminutos del barco. Se volvió hacia la cama y pensó en ellos haciendo el amor mientras la lluvia golpeteaba la cubierta. Astrid tenía pesadillas y le asestaba golpes en sueños. En cierta ocasión despertó tras un mal sueño y se sobresaltó al ver a Delaroche en su cama. A punto estuvo de dispararle antes de que él lograra quitarle el arma.
Delaroche no había regresado al Krista desde entonces. Pasó varios minutos registrando armarios y cajones en busca de cualquier rastro que pudiera haber dejado allí, pero no encontró nada. Tampoco había ningún indicio que recordara a Astrid; sólo halló algunas prendas de ropa espantosas y varios libros muy usados. Astrid estaba acostumbrada a vivir en la clandestinidad. Había sido miembro de la Fracción del Ejército Rojo y pasado muchos años en lugares como Beirut, Trípoli y Damasco; sabía ir de un sitio a otro sin dejar huellas.
La independencia obsesiva de Delaroche le impedía amar a otro ser humano, pero había profesado gran afecto a Astrid y, sobre todo, había confiado en ella. Era la única mujer que conocía la verdad sobre él; podía relajarse en su compañía. Habían proyectado irse al Caribe en cuanto terminaran el trabajo, vivir juntos en algo parecido al matrimonio, pero la mujer de Michael Osbourne la había matado en Shelter Island.
Delaroche subió de nuevo la escalera de cámara y cerró el candado. Montó en la bicicleta y pedaleó hacia su casa a la luz de las farolas. Delaroche mataba por dos razones: porque lo contrataban para matar o para protegerse. Maurice Leroux pertenecía a la segunda categoría. Nunca había matado por furia ni por venganza, pues estaba convencido de que la sed de sangre era la más destructiva de las emociones y no casaba con una actitud profesional. Sin embargo, mientras pedaleaba por las calles de aquella ciudad que no era la suya, con un rostro que no reconocía, Delaroche se vio embargado por el deseo de matar a Michael Osbourne.
Vio a la chica alemana esperando en el portal de la casa. Delaroche cruzó el Herengracht y esperó; no quería volver a verla. Finalmente, la chica garabateó una nota y la empujó bajo la puerta antes de alejarse por el canal. Delaroche recogió la nota al entrar en el vestíbulo. «Maldito hijo de puta. Llámame, por favor. Con amor, Eva.» Delaroche entró la bicicleta en su casa.
Se dirigió al estudio y arrojó la pintura inacabada sobre un montón de otras obras también incompletas. De repente le resultaba insoportable, artificial, carente de imaginación, tediosa. Se quitó el abrigo y colocó un lienzo nuevo en el caballete. La había pintado una vez, pero la obra, al igual que el resto de sus efectos personales, había sido destruida en Mikonos. Permaneció largo rato inmóvil en la semipenumbra, pensando, intentando recordar su rostro. Poseía cierta cualidad bizantina, eso lo recordaba. Pómulos marcados, boca generosa, ojos azules muy líquidos y separados. El rostro de una mujer de otro tiempo, de otro lugar.
Encendió las deslumbrantes lámparas halógenas suspendidas del techo y empezó a trabajar. Descartó un lienzo porque no le gustaba la pose y otro porque no había logrado plasmar la estructura de sus huesos faciales. El tercer lienzo le proporcionó una sensación de bienestar desde el primer momento. Pintó el recuerdo más indeleble que guardaba de ella… Astrid apoyada contra una barandilla de hierro forjado oxidado en el balcón de un hotel en El Cairo, ataviada tan sólo con una camisa de hombre desabrochada hasta el vientre, con el sol atravesando la delgada tela de algodón blanco, revelando las suaves líneas de su espalda y su pecho erguido.
Trabajó toda la noche. Había contaminado su cuerpo con café, vino y cigarrillos. Cuando acabó de pintar no logró conciliar el sueño porque le dolía la cabeza. Llevó el lienzo a su habitación y lo apoyó contra el pie de la cama. Por fin, poco antes del mediodía, se sumió en un sueño inquieto.
Londres – Nueva York
Michael Osbourne se vio obligado a permanecer en Londres tres días después del asunto de Hartley Hall, ocupándose del verdadero enemigo de todo servidor del mundo secreto, el papeleo. Pasó dos días prestando dilatadas declaraciones a las autoridades, ayudó a Wheaton a limpiar la porquería del suicidio de Preston McDaniels, colaboró con el Cuerpo Especial para incrementar la seguridad en torno a Douglas y asistió al funeral de los dos hombres del SAS asesinados en los montes Sperrin, en Irlanda del Norte.
Pasó el último día en Londres en una celda insonorizada de las catacumbas de Thames House, soportando el interrogatorio ritual de los mandarines del MI5. Al terminar caminó veinte minutos bajo la lluvia por Millbank en busca de un taxi, porque Wheaton había confiscado el coche oficial de Michael con un pretexto dudoso. Por fin decidió ir a la estación de metro de Pimlico y coger el metro. De repente, Londres, una ciudad que amaba, se le antojaba siniestra y opresiva. Sabía que había llegado el momento de volver a casa.
A la mañana siguiente, Graham se presentó en Winfield House para llevar a Michael al aeropuerto, esta vez en un Jaguar en lugar del Rover del departamento.
– Tenemos que parar en un sitio de camino al aeropuerto -anunció Graham cuando Michael se acomodó en el asiento trasero junto a él-. Nada grave, querido, sólo un par de cabos sueltos que hay que atar.
El coche dejó Regent's Park y se dirigió hacia el sur por Baker Street. Graham cambió de tema.
– ¿Has visto esto? -preguntó al tiempo que señalaba un artículo aparecido en el Times sobre el misterioso asesinato de un conocido cirujano plástico francés.
– Le he echado un vistazo -repuso Michael-. ¿Por qué?
– Era un chico malo.
– ¿A qué te refieres?
– Siempre habíamos sospechado que se ganaba un sobresueldo cambiando caras de criminales -explicó Graham-. El buen doctor viajaba a menudo a lugares exóticos tales como Trípoli y Damasco. Pedimos a los franceses que lo vigilaran, y como de costumbre nos contestaron que nos fuéramos a tomar por el culo.
Michael leyó el artículo; ocupaba tan sólo dos párrafos y apenas daba detalles. Maurice Leroux había sido asesinado a tiros en su piso del Sexto Distrito de París. La policía había abierto una investigación.
– ¿Qué clase de arma utilizó el asesino?
– Nueve milímetros.
El Jaguar avanzó por Park Lane, atravesó Green Park por Constitution Hill y al cabo de unos instantes cruzó la entrada de Buckingham Palace.
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