También se dio cuenta de que acababa de cometer un error fatal.
El arma del soldado no emitió más que un chasquido sordo. Fletcher sabía que había disparado porque vio destellos en la boca del cañón. Las balas rasgaron el chándal, atravesaron el chaleco antibalas, le destrozaron la columna y le practicaron un orificio en el músculo del corazón. Fletcher cayó hacia atrás, llevándose por delante la puerta acristalada, y se desplomó en el suelo del invernadero.
El hombre del SAS apareció ante él al cabo de unos segundos.
Se inclinó sobre Fletcher, le palpó el pulso con ademán brusco, cogió la Uzi y se alejó mientras James Fletcher moría.
Edward Mills oyó el estruendo de los vidrios rotos cuando corría entre las ruinas que rodeaban la iglesia de Santa Margarita. Aún poseía el cuerpo delgado y de músculos ligeros que lo había convertido en campeón de cross en la escuela, de modo que sorteaba con facilidad los montones de piedras y los muros bajos del pueblo en ruinas. Al igual que Fletcher, llevaba chándal negro y pasamontañas. Ante él, la iglesia de Santa Margarita se cernía sobre el cementerio. Mills corrió por un antiguo sendero que conducía del pueblo hasta la fachada posterior de la iglesia.
No había hecho nada parecido en su vida, pero se sentía sorprendentemente tranquilo. Era miembro de la Orden de Orange, de la que su padre había portado el estandarte en Portadown, al igual que su abuelo antes de él, pero había rehuido a los paramilitares hasta el verano anterior. Fue entonces cuando el ejército y la policía del Ulster habían prohibido a la Orden de Orange desfilar por Garvaghy Road en Portadown. Al igual que la mayoría de los orangistas, Mills estaba convencido de su derecho absoluto a desfilar por la avenida de la Reina cuando le viniera en gana, independientemente de lo que pensaran los católicos. Como protesta contra la prohibición, había permanecido seis semanas en los campos que circundaban la iglesia de Drumcree. Gavin Spencer lo había abordado allí, en el destartalado camping de Drumcree, para pedirle que se uniera a la Brigada de Liberación del Ulster.
Cruzó el viejo cementerio a toda velocidad, abriéndose paso entre lápidas y cruces. Se acercaba a la puerta del cementerio cuando sintió un dolor agudo en la espinilla izquierda. Perdió pie y cayó de bruces como un fardo. Intentó incorporarse, pero al cabo de un segundo un hombre se abalanzó sobre él, le asestó dos golpes en la nuca y le cubrió la boca con una mano enguantada. Mills sintió que estaba a punto de perder el conocimiento.
– Si mueves un solo músculo, te meto una bala en la nuca -advirtió el hombre.
Por el tono sereno que empleó, Mills supo que no se trataba de una amenaza vacua. Al mismo tiempo comprendió que habían caído en una trampa. El hombre intentó arrebatarle la Uzi, y Mills cometió la insensatez de resistirse. El hombre le golpeó la cabeza con el codo, y Edward Mills perdió el mundo de vista.
Alex Craig y Lennie West corrían por el césped llano del coto de ciervos en dirección al ala este de Hartley Hall. Ambos eran veteranos de la Fuerza de Voluntarios del Ulster y habían trabajado juntos muchas veces. Avanzaban en silencio, uno junto al otro, las armas preparadas. Salieron del coto y llegaron al sendero de grava que conducía al ala este.
– ¡Tirad las armas y poned las manos detrás de la cabeza! -gritó de repente una voz a su espalda.
Craig y West se pararon en seco, pero no soltaron las armas.
– ¡Tirad las armas ahora mismo! -repitió la voz.
Mientras esperaban el momento de entrar en acción cerca de Blakeney, Craig y West habían decidido que, en el caso de que surgieran problemas, preferían luchar que acabar detenidos. Cambiaron una mirada.
– Parece que nos han tendido una trampa -susurró Craig-. Por Dios y por el Ulster, ¿eh, Lennie?
West asintió.
– Yo me encargaré del que tenemos detrás -añadió.
– Vale.
West se arrojó al suelo, rodó sobre sí mismo y empezó a disparar a ciegas. Alex Craig se lanzó de bruces y disparó contra el ala este de la casa, rompiendo varios cristales. Al cabo de unos segundos vio la respuesta en una de las ventanas destrozadas, el destello del cañón de un arma semiautomática con silenciador.
West vio lo mismo en la hierba alta del coto, pero era demasiado tarde. Varias balas le volatilizaron la cabeza, convirtiéndola en una lluvia de sangre y sesos.
Craig no sabía qué le había sucedido a su compañero. Disparó contra el hombre de la ventana, pero no tardó en aparecer otro y al poco un tercero. Se dio cuenta de que el arma de West había enmudecido. Al volverse vio un cadáver sin cabeza tendido junto a él sobre la grava.
Vació el primer cargador, introdujo otro y volvió a disparar. Al cabo de unos instantes, el tirador apostado en el interior de la mansión lo localizó, al igual que el hombre del coto. El cuerpo de Craig sucumbió a las balas. Sus últimos disparos, efectuados a causa de un espasmo de sus manos moribundas, hicieron añicos el magnífico reloj que ornaba la cúpula del ala este e inmovilizaron sus agujas a las cuatro y un minuto.
Gavin Spencer oyó los disparos mientras corría por el sendero de grava en dirección al porche sur. Por un instante consideró la posibilidad de dar media vuelta y refugiarse en el santuario del bosque North. No sabía qué les había sucedido a sus hombres. ¿Habían logrado entrar en la mansión? ¿Los habían detenido los guardaespaldas del Cuerpo Especial?
Se detuvo un instante con la mente funcionando a toda velocidad y la respiración entrecortada. No oyó más disparos, solamente el viento y la lluvia. Echó a correr de nuevo. Entró en el porche rematado por numerosos pilares ornamentales y se apoyó contra la puerta.
Una vez más aguzó el oído. Los disparos parecían haber cesado definitivamente. La puerta estaba cerrada, de modo que retrocedió un paso y abrió fuego contra ella, cerrando los ojos para protegerse de las astillas. Luego dio un puntapié a la hoja y la derribó. Entró en el vestíbulo y se paró de nuevo, Uzi en ristre.
Una silueta apareció en la puerta que daba al gran salón; era una figura alta, de hombros anchos, casco y lentes de visión nocturna. SAS, sin lugar a dudas, se dijo Spencer. Giró sobre sus talones y le apuntó con la Uzi. El hombre del SAS intentó abrir fuego, pero el rifle se le había atascado. Trató de sacar la pistola enfundada en la sobaquera, pero Spencer se le adelantó.
Los disparos derribaron al soldado en un santiamén. Spencer se acercó a él y le quitó la pistola de la sobaquera. Luego cruzó el vestíbulo y empezó a subir la escalera.
– Base a Alfa cinco tres cuatro, base a Alfa cinco tres cuatro, ¿me recibes? Repito, ¿me recibes? -dijo el operador de radio con voz serena en el centro de mando.
Al no obtener respuesta se volvió hacia Michael.
– No contesta, señor Osbourne. Creo que tenemos a uno de la Brigada suelto por la casa.
– ¿Dónde está el hombre del SAS más próximo?
– En el ala este.
Michael se sacó la Browning del bolsillo y quitó el seguro.
– ¡Que venga inmediatamente!
Michael salió del centro de mando al pasillo en penumbra y cerró la puerta tras de sí. Oyó a Gavin Spencer subir por la escalera principal y se puso en cuclillas con los brazos extendidos y la Browning aferrada con ambas manos. Al cabo de unos segundos, Spencer apareció ante él.
– ¡Tire el arma! -chilló.
Gavin Spencer se volvió hacia él y le apuntó con la Uzi. Michael efectuó dos disparos. El primero pasó de largo e hizo añicos uno de los bustos clásicos que adornaban la escalera. El segundo alcanzó a Spencer en el hombro izquierdo.
Spencer no soltó la Uzi, sino que disparó una ráfaga al pasillo. Armado sólo con la Browning y sin posibilidad de ponerse a cubierto, Michael no podía medirse con un terrorista que llevaba una Uzi. Volvió a abrir la puerta y se arrojó al interior del centro de mando. De inmediato cerró la puerta con llave.
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