Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Un hombre ocupaba la silla de espaldas a la puerta. Se levantó al oír entrar a Hartley y Douglas. Por un instante, Douglas tuvo la sensación de mirarse en un espejo empañado. De hecho, abrió la boca estupefacto al tiempo que le tendía la mano y esperaba que se la estrechara. El hombre se limitó a sonreír, disfrutando a todas luces del efecto que surtía su presencia. Era de la misma estatura y constitución que Douglas, y llevaba el cabello cano y ralo cortado de un modo similar. Su tez ofrecía el mismo aspecto rubicundo, curtido, de poros abiertos. Las facciones eran algo distintas, los ojos un poco más estrechos, pero la impresión general resultaba asombrosa.

En aquel momento se abrió la puerta del vestidor, y por ella entraron Michael y Graham Seymour. Michael advirtió la expresión de su suegro y lanzó una carcajada.

– Embajador Douglas Cannon -dijo-, permítame que le presente al embajador Douglas Cannon.

– Joder -masculló Douglas entre dientes.

Rebecca Wells pasó la tarde observando los pájaros. Llevaba en Norfolk tres días, alojada en una pequeña caravana en la playa, en las afueras de Sheringham. Había recorrido la costa desde Hunstanton, al oeste, hasta Cromer, al este, paseando por los senderos de Peddars y la costa de Norfolk con los prismáticos al cuello, fotografiando la amplia variedad de aves autóctonas. Había chorlitos, zarapitos, archibebes y perdices. Era la primera vez que iba a Norfolk, y cada día, al menos durante un rato, conseguía olvidar el motivo de su visita. Era un lugar mágico de marismas, riachuelos, lodazales y playas que parecían extenderse hasta el horizonte, un paraje llano, solitario y de una belleza salvaje.

A última hora de la tarde se adentró en el bosque North, contiguo a Hartley Hall. Sabía por las guías que la familia Hartley había cedido el bosque al gobierno treinta años atrás; ahora era un parque natural y zona de acampada. Caminó por un sendero arenoso, reblandecido por la pinaza y las agujas caídas de los abetos, y al cabo de un rato se detuvo.

Fingió fotografiar una bandada de ocas migratorias, pero su verdadero objetivo era Hartley Hall, situada al sur del bosque, en el otro extremo de un prado muerto en invierno. El embajador tenía prevista su llegada a las cuatro de la tarde; Rebecca llegó al punto de observación a las cuatro menos cuarto, pues no quería permanecer allí más de lo necesario. El sol se ocultó bajo el horizonte, y la temperatura descendió de forma radical. El cielo de poniente aparecía surcado de trazos color violeta y naranja. El viento marino agitaba los árboles. Rebecca se frotó el rostro con las manos enguantadas para entrar en calor.

A las cuatro y cinco oyó varios coche atravesar el bosque, y al cabo de unos instantes, los vehículos emergieron de las sombras y recorrieron el sendero privado de Hartley Hall. Un hombre salió del monumental porche cuando la pequeña caravana se detuvo ante la casa. Rebecca Wells se llevó los prismáticos a los ojos y observó a Douglas Cannon mientras éste se apeaba de la limusina y estrechaba la mano del otro hombre. Durante varios minutos pasearon por la finca bajo la mirada vigilante de Rebecca Wells.

Cuando acabaron el paseo y entraron en la casa, Rebecca se levantó y guardó la cámara y los prismáticos en una mochila de nylon. Atravesó de nuevo el bosque hasta el estacionamiento donde había dejado el Vauxhall alquilado y condujo por la estrecha carretera de la costa hasta su caravana.

Ya era de noche. El camping estaba desierto a excepción de una familia que estaba de paso y un grupo de adolescentes daneses que recorrían Norfolk mochila a la espalda. Los cuatro integrantes de su equipo estaban dispersados por otras zonas de acampada de las inmediaciones. La marea estaba bajando, y el aire olía a marisma. Rebecca entró en la caravana, puso en marcha el calefactor portátil, encendió el hornillo de propano y preparó café instantáneo. Llenó un termo, vertió el resto del café en un tazón de cerámica y se lo tomó mientras paseaba por la playa.

Era extraño, se dijo, pero por primera vez en mucho tiempo se sentía en paz. Suponía que se debía al lugar, ese lugar hermoso y místico. Pensó en lo curioso que era pasar por un pueblo sin ver indicio alguno de los conflictos sectarios. Nada de banderas británicas ni tricolores irlandesas, ningún mural belicoso ni máximas políticas garabateadas en las paredes, ninguna comisaría fortificada. Su vida entera había quedado consumida por el conflicto. Su padre había estado metido en grupos paramilitares protestantes, y se había casado con un miembro de la Fuerza de Voluntarios. La habían educado en el odio y la desconfianza hacia los católicos. En Portadown se respiraba el conflicto por todas partes. Ser protestante en Portadown había conferido sentido a su vida. Era consciente de su lugar en la historia. Los rituales del odio, los ciclos de muerte y venganza daban a las cosas un orden macabro.

Pensó en lo que sucedería después del asesinato. Kyle Blake le había proporcionado dinero, un pasaporte falso y un escondrijo en París. Sabía que tendría que permanecer oculta durante meses, tal vez años. No sabía si podría regresar alguna vez a Portadown.

Apuró el café mientras contemplaba las olas que rompían en la playa, casi fosforescentes a la luz de la luna. Quiero un lugar como éste, pensó. Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre.

Volvió a la caravana a oscuras, entró y conectó el ordenador portátil. Con ayuda de un módem celular accedió a su servidor de Internet y redactó un breve mensaje de correo electrónico:

LO ESTOY PASANDO MUY BIEN AQUÍ EN NORFOLK. HACE FRÍO, PERO TAMBIÉN SOL. HOY HE VISTO VARIAS ESPECIES DE AVES POCO FRECUENTES. TENGO INTENCIÓN DE QUEDARME UNOS CUANTOS DÍAS MÁS.

Envió el mensaje y apagó el ordenador. Luego cogió el termo de café y un paquete de cigarrillos. Tenía por delante un largo trayecto. Salió de la caravana y subió al Vauxhall. Unos minutos más tarde conducía por la A 148 en dirección a King's Lynn, la primera etapa de su viaje a la costa occidental de Escocia.

– Su verdadero nombre es Oliver Taylor -explicó Graham Seymour a Douglas-, pero preferiría que lo olvidara. Es sombra de profesión, ¿verdad Oliver? Y uno de los mejores, por cierto.

– El parecido es impresionante -musitó Douglas, atónito.

– En la actualidad, Oliver se dedica sobre todo a entrenar a nuevos reclutas, pero de vez en cuando aún le encomendamos alguna misión cuando necesitamos a un auténtico profesional. De hecho, ha pasado algún tiempo siguiendo a la encantadora Rebecca Wells, ¿verdad, Oliver?

Taylor asintió.

– Por favor, acompáñeme, embajador Cannon -pidió Graham-. Me gustaría enseñarle un par de cosas.

Graham condujo a Douglas y Michael a una habitación repleta de aparatos electrónicos y televisores. Dos técnicos saludaron brevemente a los recién llegados y volvieron a concentrarse en su trabajo.

– Este es el centro neurálgico electrónico de la operación -empezó Graham-. La finca está llena de cámaras de vigilancia, detectores de movimiento y sensores de calor. Cuando la Brigada de Liberación del Ulster mueva ficha, seremos los primeros en saberlo.

– ¿Cómo sabe que lo intentarán? -preguntó Douglas.

– Porque Rebecca Wells está en Norfolk -repuso Graham-. Lleva unos tres días aquí. Se aloja en una caravana en la playa, a pocos kilómetros de aquí. Hace unos minutos, cuando usted llegó, estaba en el bosque North. Sabe que está usted aquí.

– De hecho, acaba de marcharse de la zona de acampada, señor -informó uno de los técnicos.

– ¿Hacia dónde se dirige?

– Hacia el oeste por la carretera de la costa.

– ¿Qué hay de la caravana? -Sigue en el camping, señor.

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