Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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La granja se encontraba en el fondo de un pequeño valle. A su alrededor se extendían varias hectáreas de pastos, pero al otro lado de la valla se alzaban colinas cubiertas de árboles. En una de esas colinas, al este de la granja, los hombres de la E 4 y el SAS habían instalado el puesto de vigilancia. La segunda noche, el paisaje aparecía envuelto en un manto de nubes espesas y bajas.

Yeats y Wilde iban de negro y se habían pintado la cara con hollín para disimular su clara tez irlandesa. Se aproximaban por el este, entre los pinos, subiendo y bajando por el paisaje ondulado, avanzando poquísimos metros por minuto. A veces permanecían tumbados e inmóviles durante varios minutos, el cuerpo apretado contra la tierra húmeda, observando a su presa por los prismáticos de visión nocturna. A unos seiscientos metros de la granja se separaron; Yeats siguió hacia el norte, Wilde hacia el sur.

A las cuatro de la madrugada estaban exhaustos, calados hasta los huesos y helados. Yeats se había formado en el ejército británico y estaba bien preparado, tanto física como mentalmente, para soportar una noche entera a la intemperie, pero Wilde no. Había crecido en Shankill, West Belfast, y su experiencia se centraba en las calles, no en el campo. Durante los minutos previos al ataque, se preguntó si podría seguir adelante. La hipotermia empezaba a hacer mella en él; tenía las manos y los pies entumecidos, pero ya no sentía frío. Temblaba muchísimo y temía no poder disparar cuando llegara el momento.

A las cinco ya estaban en sus puestos; Yeats, tumbado de bruces tras un gran árbol, vigilaba al hombre del SAS, que montaba guardia en un puesto de vigilancia cubierto de hojas y ramitas a modo de camuflaje. Yeats sacó el arma, una Walther semiautomática de nueve milímetros con silenciador. Wilde llevaba la misma arma. Ambos sabían que sus adversarios tenían muchas más armas que ellos, de modo que si querían sobrevivir no podían permitirse el lujo de errar los primeros disparos.

Yeats clavó una rodilla en el suelo y empezó a disparar. La Walther silenciada apenas emitió sonido alguno. Los primeros disparos alcanzaron al hombre del SAS en el torso con sendos golpes sordos y lo derribaron. A juzgar por el sonido, el hombre llevaba chaleco antibalas, lo que significaba que, con toda probabilidad, seguía vivo.

Yeats se levantó con dificultad y corrió en la oscuridad. Cuando estaba a pocos metros del soldado, éste se incorporó de repente y empezó a disparar. También su arma llevaba silenciador, de modo que el único sonido que emitía era un leve chasquido metálico.

Yeats se arrojó al suelo, y los disparos silbaron inofensivos sobre su cabeza, astillando varios troncos. Yeats rodó sobre sí mismo, volvió a tenderse boca abajo con los brazos extendidos y la Walther bien sujeta en ambas manos. Apuntó y apretó el gatillo dos veces en rápida sucesión, tal como le habían enseñado en el ejército. Los disparos alcanzaron al soldado en el rostro; murió antes de caer al suelo.

Yeats siguió avanzando, le arrebató el rifle automático y corrió hacia el lugar donde sabía que se ocultaban los hombres de la E 4.

Wilde lo tuvo más fácil aún. El hombre del SAS al que debía matar había reaccionado al sonido de cuerpos reptando entre el brezo. Se levantó, miró en varias direcciones y luego corrió a ayudar a su compañero. Wilde salió de detrás de un árbol cuando el soldado pasó junto a él, le apuntó a la nuca y disparó. El soldado extendió los brazos y cayó de bruces. Wilde le cogió el arma y echó a correr entre los árboles en pos de Yeats.

Los dos hombres de la E 4, Marks y Sparks, estaban en sus escondrijos, ocultos bajo sendas lonas de camuflaje, ramas de árboles y hojarasca. Marks acababa de despertarse. Yeats le disparó varias veces a través del saco de dormir. Sparks, que montaba guardia, alargó la mano hacia su pequeña automática. Wilde le disparó al corazón.

Poco después de las cinco de la mañana, Gavin Spencer atravesó a toda velocidad el pueblo de Cranagh y enfiló la estrecha carretera que conducía a la granja. Al llegar detuvo el coche en el fango y paró el motor. Luego rodeó la casa en la oscuridad, abriéndose paso entre cajas rotas y aperos de labranza oxidados. Al cabo de un instante, los vio descender por la colina bajo la lluvia. Los esperó en el patio con las manos embutidas en los bolsillos. En aquel momento habría dado lo que fuera por estar en su pellejo, pero cuando se acercaron vio su ropa mojada y sucia, la mirada atormentada pintada en sus ojos, y supo que no había nada que celebrar.

– Ya está -dijo el que se hacía llamar Wilde.

– ¿Cuántos? -preguntó Spencer.

– Cuatro.

Yeats le arrojó un rifle. Con gran destreza, Spencer sacó las manos de los bolsillos y lo cazó al vuelo antes de que le golpeara el pecho.

– Un recuerdo -explicó Yeats-. El rifle de un soldado del SAS muerto.

Spencer cargó una bala en la recámara.

– ¿Queda alguna bala?

– No ha llegado a disparar ninguna -aseguró Wilde.

– Id al coche -ordenó Spencer-. Volveré dentro de un momento.

Spencer cruzó el patio con el rifle en la mano y entró en la casa. Sam Dalton, el mayor de los dos hermanos, estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo té y fumando con nerviosismo. Llevaba pantalones de chándal azul oscuro, mocasines y un jersey de lana. Iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados de sueño.

– ¿Qué coño pasa ahí fuera, Gavin? -masculló.

– Hemos eliminado a tus amigos de la colina. ¿Tienes más de esto? -preguntó al tiempo que señalaba el té con la cabeza.

Dalton hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Que los habéis eliminado? -exclamó con los ojos abiertos de par en par-. ¿Y qué pasará cuando descubran que los habéis eliminado? Dije que escondería unas cuantas armas y un poco de Semtex, Gavin, pero no me dijiste que me las vería con el puto Cuerpo Especial y el puto ejército británico.

– No tienes por qué preocuparte, Sam -lo tranquilizó Spencer-. Me lo voy a llevar todo esta misma noche. Aunque el Cuerpo Especial lo registre todo de arriba a abajo, no encontrarán nada.

– ¿Te lo vas a llevar todo? -repitió Sam Dalton con expresión incrédula.

– Todo -asintió Spencer-. ¿Dónde está tu hermano?

– Arriba, durmiendo -repuso Dalton, volviendo la mirada al techo.

– Saca las armas y el explosivo. Quiero hablar un momento con la Bella Durmiente. Ahora vuelvo.

Sam Dalton asintió y bajó al sótano. Gavin Spencer subió la escalera y encontró a Christopher Dalton dormido en la cama, con la boca abierta y roncando suavemente. Spencer sacó una Walther automática con silenciador del bolsillo del abrigo, se inclinó hacia el hombre y le metió el cañón en la boca. Christopher Dalton despertó sobresaltado y abrió los ojos como platos. Spencer apretó el gatillo; la sangre y los sesos empaparon la almohada y la ropa de cama. Spencer guardó el arma y salió del dormitorio, dejando atrás el cuerpo sacudido por los espasmos.

– ¿Dónde está Chris? -preguntó Dalton cuando Spencer llegó al sótano.

– Sigue durmiendo; no me he atrevido a despertarlo.

Dalton acabó de recoger las armas y los explosivos, que llenaban tres bolsas de lona. Estaba arrodillado, cerrando la cremallera de la última de ellas, cuando Spencer le oprimió el cañón de la automática del SAS contra la nuca.

– No, Gavin -imploró Dalton, jadeante-. No lo hagas, por favor.

– No te preocupes, Sam. Te vas a un lugar mejor.

Dicho aquello, Spencer apretó el gatillo.

A las seis de la mañana sonó el teléfono colocado sobre la mesilla de noche del dormitorio de invitados que Michael ocupaba en Winfield House. Se dio la vuelta y descolgó antes de que sonara el segundo timbrazo. Era Graham Seymour, que lo llamaba desde su casa de Belgravia.

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