Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Enviaron la grabación a Langley por satélite y por el método tradicional, es decir, por mensajero, al MI5 y al MI6. Un lingüista del MI5 concluyó que su acento inglés era falso y que con toda probabilidad procedía de Irlanda del Norte, concretamente de las afueras de Belfast.

Wheaton no sabía si confiar en McDaniels e insistió en que se vigilaran todos sus movimientos por audio y vídeo. El MI5 entró en su piso de South Kensington y escondió cámaras y micrófonos en cada habitación a excepción del dormitorio. Michael consideraba que el audio bastaba, y Wheaton accedió a regañadientes. Una pareja de agentes del MI5, un hombre entrado en años y una chica bastante guapa, fueron enviados al restaurante Riccardo. Por casualidad, Rachel fue su camarera. Les recomendó la ternera, comentando que estaba divina. Por motivos de seguridad, el segundo equipo pidió spaghetti a la carbonara y pollo a la milanesa.

El MI5 instaló a toda prisa el campamento base en un gran piso amueblado de Evelyn Gardens, a poca distancia del piso de McDaniels. Cuando Michael y Wheaton llegaron aquella noche, les salió al encuentro el hedor a cigarrillos y curry. En el salón, media docena de técnicos preocupados manejaban sus receptores y monitores de vídeo. Agentes aburridos miraban por televisión un espantoso documental de la BBC sobre las costumbres migratorias de las ballenas grises. Graham Seymour tocaba una pieza suave al piano.

Habían colocado tantos micrófonos en el piso de McDaniels que cuando la mujer que se hacía llamar Rachel Archer llamó al interfono, el timbre sonó como una alarma de incendios.

– A jugar -exclamó Wheaton.

Todos se congregaron en torno a las pantallas, todos a excepción de Graham, que siguió sentado al piano, tocando los últimos acordes de la Claro de luna.

Cualquier duda que pudieran albergar sobre la capacidad de Preston McDaniels para manejar la situación se disipó con el largo beso con que la recibió en la puerta. Preparó unas bebidas para ambos, vino blanco para ella, un whisky enorme para él, y los dos se sentaron en el sofá del salón, frente a una de las cámaras ocultas. Empezaron a besarse, y por un instante Michael temió que se pusieran a hacer el amor en el sofá, pero McDaniels la llevó al dormitorio. A Michael le pareció ver algo de Sarah en ella y se preguntó si habría algo de McDaniels en él.

– Necesitamos un nombre en clave -dijo Wheaton en un intento de pensar en otra cosa, cualquier cosa, que no fueran los sonidos procedentes de los altavoces-. No tenemos nombre en clave.

– Mi padre trabajó en una operación similar durante la guerra -explicó Graham mientras sus dedos se deslizaban ligeros por el teclado-. El MI5 filtró información falsa a una espía alemana a través de un oficial naval estadounidense.

– ¿Y cuál era el nombre en clave?

– Me parece que Timbal.

– Timbal -repitió Wheaton-. Suena bien. Pues que sea Timbal.

– ¿Cómo salió aquella operación? -preguntó Michael. Graham dejó de tocar y alzó la mirada.

– Ganamos, querido.

Fue un técnico del MI5 quien lo vio primero y despertó al resto del equipo. Wheaton se había agenciado el único dormitorio, Michael dormía en el sofá y Graham dormitaba inquieto en un sillón de orejas como un pasajero nervioso en un vuelo transatlántico. Con los párpados hinchados por el sueño, se agolparon en torno a la hilera de monitores y observaron a la mujer mientras se sentaba a la mesa del estudio de McDaniels y empezaba a revolver el contenido del maletín.

– Bueno, señoras y señores, parece que acabamos de dar el primer paso para desarticular a la Brigada de Liberación del Ulster -anunció Wheaton-. Felicidades, Michael. Esta noche invitas a cenar tú.

Preston McDaniels yacía despierto en la cama, de espaldas a la puerta. Había intentado dormir, pero sin éxito, de modo que permaneció inmóvil hasta que la oyó levantarse de la cama y salir del dormitorio. La imaginó en su estudio, revolviendo sus papeles, y lo acometió una oleada de sentimientos encontrados. Sentía vergüenza por haberse dejado engañar con tanta facilidad, humillado por el hecho de que Wheaton y Michael Osbourne lo hubieran convertido en peón de su partida, pero sobre todo se sentía traicionado.

Por unos instantes, mientras hacían el amor, McDaniels imaginó que Rachel realmente sentía algo por él pese a albergar otras motivaciones. Llegaría a un acuerdo, pensó. Lo arreglaría todo para que pudieran estar juntos cuando todo terminara.

Oyó abrirse la puerta y cerró los ojos. Al cabo de un momento, Rachel se tendió junto a él. Quería darse la vuelta, estrecharla entre sus brazos, atraerla hacia sí, sentir sus piernas alrededor de la cintura. Pero se limitó a seguir tumbado, fingiendo dormir y preguntándose qué haría sin ella cuando todo terminara.

25

Londres

– Se llama Hartley Hall -dijo Graham Seymour a última hora de la mañana en el despacho de Wheaton-. Está aquí, en la zona septentrional de la costa de Norfolk. -Golpeteó el gran mapa militar con la punta del bolígrafo-. Tiene varios centenares de hectáreas para hacer excursiones a pie y a caballo, y por supuesto la playa está muy cerca. En resumidas cuentas, es el lugar ideal para que un embajador estadounidense pase un fin de semana tranquilo en el campo.

– ¿Quién es el propietario? -inquirió Michael.

– Un amigo del servicio de inteligencia.

– ¿Un buen amigo?

– Hizo su parte durante la guerra y algunos trabajos esporádicos en los cincuenta y los sesenta, pero nada espectacular.

– ¿Hay algo público que pueda relacionarlo con la inteligencia británica?

– Nada en absoluto -replicó Graham-. La Brigada de Liberación del Ulster no tendrá forma de saber que el anfitrión del embajador tuvo relación alguna con el servicio.

– ¿Qué estás pensando, Michael?

– Que Douglas quiere pasar un fin de semana fuera de Londres, un fin de semana en la intimidad con pocas medidas de seguridad en casa de un viejo amigo. Lo incluimos en su agenda para que la mujer se entere a través de McDaniels. Con un poco de suerte, la Brigada de Liberación del Ulster picará.

– Y tendremos un equipo del SAS esperándolos -añadió Graham-. El plan tiene otra ventaja importante, y es que es imposible que se produzcan bajas civiles gracias al emplazamiento de la finca.

– Detener gente no es la especialidad del SAS -comentó Wheaton-. Si seguimos adelante y la Brigada de Liberación del Ulster muerde el anzuelo, se derramará muchísima sangre.

Miró primero a Graham, quien guardó silencio, y luego a Michael.

– Mejor su sangre que la de Douglas -señaló Michael-. Yo recomiendo ejecutar el plan.

– Tendré que consultarlo -advirtió Wheaton-. La Casa Blanca y el Departamento de Estado tendrán que dar su consentimiento; puede que me lleve algunas horas.

– ¿Qué hay de la mujer? -preguntó Michael.

– La hemos seguido esta mañana cuando ha salido de casa de McDaniels -explicó Graham-. Es cierto que vive en Earl's Court. Se mudó hace un par de semanas. Tenemos un equipo vigilando el piso.

– ¿Dónde está ahora?

– Parece que durmiendo.

– Me alegro de que alguien pueda dormir -espetó Wheaton. Descolgó el teléfono seguro y marcó el número de Monica Tyler en Langley.

– Ha sido idea suya, ¿verdad? -exclamó Preston McDaniels-. Es usted un hijo de puta de los grandes, eso está clarísimo.

Estaban sentados en un banco con vistas a la Serpentine de Hyde Park. El viento agitaba los sauces y formaba olas en la superficie del lago. Las nubes preñadas de lluvia se cernían sobre ellos. Michael intentó localizar a los agentes de Graham. ¿Sería el hombre que tiraba pan a los patos? ¿La mujer que leía un libro de Josephine Hart en el banco contiguo? ¿Tal vez el muchacho rubio y desgarbado que hacía tai chi en el césped ataviado con un anorak azul?

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