Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Pues encontrar el origen de la filtración -espetó Wheaton-. Determinar si es un traidor o si hay alguien más implicado. Y luego acabar con la fuga.

Michael se levantó y empezó a pasearse por el pequeño cubículo.

– ¿Cuántas personas de la embajada conocen con antelación la agenda del embajador? -inquirió por fin.

– Depende del día, pero por lo general al menos veinte -repuso Wheaton.

– ¿Y cuántos de ellos son hombres?

– Algo más de la mitad -contestó Wheaton con voz un poco irritada-. ¿Por qué?

– Por algo que me dijo Kevin Maguire poco antes de morir. Dijo que cuando la sección de inteligencia del IRA investigó el asesinato de Eamonn Dillon, descubrieron que había habido una filtración en el cuartel general del Sinn Fein. Una chica joven, una de las secretarias, había trabado amistad con una mujer protestante a la que había revelado sin darse cuenta detalles de los movimientos de Eamonn Dillon.

– ¿Qué aspecto tenía la mujer?

– Treinta y pocos años, atractiva, cabello negro, tez clara, ojos grises.

Michael esbozó una sonrisa.

– Esa cara ya te la he visto antes -comentó Graham-. ¿Qué estás pensando, Michael?

– Que de la adversidad surge la oportunidad.

Eran las cinco y media de esa tarde cuando el teléfono de la mesa de Preston McDaniels ronroneó suavemente. Por un instante, McDaniels contempló la posibilidad de no cogerlo, pues estaba ansioso por llegar al restaurante para ver a Rachel. El mensaje quedaría grabado en su contestador, y podría ocuparse del asunto a primera hora del día siguiente. Sin embargo, durante todo el día habían circulado rumores por la embajada, rumores sobre algún problema de seguridad, de empleados llevados ante un tribunal de inquisidores en la última planta. McDaniels sabía que los sabuesos de los medios de comunicación tenían la virtud de oler aquella clase de rumores, de modo que descolgó el auricular a regañadientes.

– McDaniels.

– Soy David Wheaton -se presentó la voz al otro lado de la línea, sin molestarse en dar más detalles, pues todo el mundo en la embajada sabía que Wheaton era el jefe de la CIA en Londres-. Me gustaría hablar con usted a solas.

– A decir verdad, ya me iba. ¿Es algo que pueda esperar hasta mañana?

– Es importante. ¿Puede subir ahora mismo?

Wheaton colgó sin esperar respuesta. Algo en su tono perturbó a McDaniels. Nunca le había gustado el jefe de la CIA, pero sabía que no le convenía estar a malas con él. Salió de su despacho, recorrió el pasillo y cogió el ascensor.

Al entrar en la sala vio a tres hombres sentados a un lado de una larga mesa rectangular. Wheaton, el yerno del embajador Cannon, Michael Osbourne, y un inglés de aspecto hastiado. Frente a ellos había un asiento vacío. Wheaton lo señaló con el bolígrafo dorado sin decir palabra, y McDaniels se sentó.

– No me andaré con rodeos -empezó Wheaton-. Por lo visto, hay una filtración en la embajada acerca de la agenda del embajador, y tenemos intención de localizarla.

– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– Es usted una de las personas de la embajada que tiene acceso a la agenda del embajador con cierta antelación.

– Por supuesto -espetó McDaniels-. Y si me pregunta si alguna vez he revelado algún secreto, la respuesta es no.

– ¿Ha proporcionado a alguna persona externa a la embajada una copia de la agenda del embajador?

– Por supuesto que no.

– ¿La ha comentado alguna vez con algún periodista?

– Sólo cuando se trataba de algún acto público.

– ¿Alguna vez ha revelado a algún periodista detalles tales como el itinerario del embajador o el medio de transporte empleado?

– Claro que no -exclamó McDaniels, enojado-. Además, a los periodistas les importan un comino esas cosas.

Michael Osbourne hojeaba un expediente.

– No está casado -constató, levantando la vista.

– No -repuso McDaniels-. ¿Por qué está usted aquí?

– Nosotros haremos las preguntas, si no le importa -dijo Wheaton.

– ¿Sale con alguien? -inquirió Michael.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Un par de semanas.

– ¿Cómo se llama?

– Rachel. ¿Les importaría decirme de qué…?

– ¿Rachel qué más?

– Rachel Archer.

– ¿Dónde vive?

– En Earl's Court.

– ¿Ha estado alguna vez en su casa?

– No.

– ¿Y ella en la de usted?

– Eso no es de su incumbencia.

– Si afecta la seguridad, sí es de nuestra incumbencia -puntualizó Michael-. Conteste a la pregunta, por favor, señor McDaniels. ¿Ha estado Rachel Archer alguna vez en su casa?

– Sí.

– ¿Cuántas veces?

– Varias.

– ¿Cuántas?

– No lo sé…, ocho o diez, quizás.

– ¿Se ha llevado alguna vez una copia de la agenda del embajador a casa?

– Sí -asintió McDaniels-. Pero tengo mucho cuidado, nunca la pierdo de vista.

– ¿Ha estado Rachel Archer en su casa algún día en que usted tuviera allí una copia de la agenda del embajador?

– Sí.

– ¿Le ha enseñado alguna vez la agenda del embajador?

– Ya le he dicho que no.

– ¿Rachel Archer tiene treinta y pocos años, cabello negro, tez clara y ojos grises?

Preston McDaniels palideció.

– Dios mío, ¿qué he hecho? -musitó.

Al inicio de la noche era idea de Michael. En un principio, Wheaton se opuso oficialmente, pero al final de aquella larga noche de teleconferencias con Langley, reuniones tensas con los mandarines del MI5 y el MI6, así como conversaciones concisas con Downing Street y la Casa Blanca, Wheaton ya afirmaba que la idea había partido de él.

Había que resolver dos asuntos. ¿Debían hacerlo? Y si lo hacían, ¿quién dirigiría el cotarro? La segunda pregunta era más difícil de responder porque implicaba cuestiones territoriales, y en el mundo de la inteligencia el territorio se protege a toda cosa, con frecuencia mejor que los secretos. Se trataba de un problema de seguridad estadounidense relacionado con el embajador estadounidense, pero Irlanda del Norte era una cuestión británica, y la operación tendría lugar en suelo británico. Tras una hora de tensas negociaciones, los dos bandos llegaron a un acuerdo. Los británicos aportarían el talento callejero, es decir, a los vigilantes y artistas de la vigilancia técnica, y cuando llegara el momento de la verdad, también proporcionarían la fuerza bruta. Por su parte, los estadounidenses se encargarían de Preston McDaniels y aportarían el material para su maletín… tras consultar a los británicos, por supuesto.

La lucha interna de la Agencia fue igual de encarnizada. El Centro de Antiterrorismo había abierto el caso, y Adrian Carter quería que Michael dirigiera la parte americana de la operación. Wheaton se puso duro, y en un ácido telegrama al cuartel general arguyó que era una operación de Londres que requería una estrecha colaboración de los servicios del país anfitrión, y por tanto la estación londinense debía asumir la responsabilidad del CAT. Monica Tyler se encerró en su despacho en el ambiente enrarecido de la séptima planta para meditar su decisión. Wheaton recurrió a viejos amigos e incluso enemigos para que respaldaran su causa. Por fin, Monica eligió a Wheaton con el argumento de que Michael acababa de regresar a la Agencia tras una larga ausencia, por lo que no podía esperarse que funcionara al cien por cien a nivel operativo. Así pues, Wheaton cortaría el bacalao, aunque Michael permanecería en Londres para ayudarlo en lo que se terciara.

Preston McDaniels inició el proceso aquella misma noche. Desde la mesa de Wheaton llamó al Ristorante Riccardo Lane y pidió por Rachel Archer. Una voz con acento italiano le comunicó que estaba ocupada, «es la hora de la cena, ¿sabe usted?», pero McDaniels replicó que era urgente, y la mujer acudió al teléfono al cabo de pocos instantes. La conversación duró exactamente treinta y dos segundos; Michael y Wheaton la cronometraron y la escucharon una docena de veces en busca de Dios sabe qué. McDaniels le dijo que no podría pasar a tomar una copa porque trabajaría hasta tarde. La mujer exteriorizó cierta decepción entre el estruendo de las vajillas y las palabrotas vociferadas por Riccardo Ferrari. McDaniels preguntó a Rachel si podían verse más tarde, y la mujer repuso que pasaría por su casa al salir del trabajo.

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