Era un jueguecito al que les encantaba jugar, el de las bromitas sobre otros amantes, los celos fingidos. Era increíble la rapidez con que había progresado su relación.
– Eres la única mujer con la que he estado en toda mi vida.
– Mentiroso.
– Te abro.
Se alisó el cabello mientras aguardaba la llegada de Rachel. Al cabo de unos instantes oyó pasos en el pasillo, pero no quería parecer demasiado ansioso por verla, de modo que esperó a que llamara a la puerta. Cuando abrió, Rachel se arrojó a sus brazos y lo besó en la boca. Separó los labios y deslizó la sedosa lengua contra la de él.
– Llevo toda la noche esperando esto -musitó tras retroceder un poco.
– ¿Cómo es que me ha tocado la suerte de conocer a alguien como tú? -le preguntó Preston McDaniels con una sonrisa.
– La suerte es mía.
– ¿Te apetece tomar algo?
– A decir verdad, tengo un problema muy grave y tú eres el único que puede resolvérmelo.
Le asió la mano y lo condujo al dormitorio mientras se desabrochaba la blusa. Luego lo hizo sentar en el borde de la cama y le atrajo la cabeza hacia los pechos.
– Dios mío -gimió McDaniels.
– Date prisa, cariño. Date prisa, por favor -jadeó ella.
Rebecca Wells despertó a las tres de la madrugada. Permaneció inmóvil unos instantes, escuchando la respiración de McDaniels. Solía dormir a pierna suelta, y además esa noche habían hecho el amor dos veces. Se incorporó, se levantó de la cama y cruzó el dormitorio. Su blusa yacía en el suelo, donde la había dejado. La recogió, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.
Se puso la blusa mientras recorría el pasillo y entraba en el despacho. Cerró la puerta tras de sí y se sentó a la mesa. El maletín estaba en el suelo. Rebecca lo abrió y revolvió el contenido hasta encontrar lo que buscaba, la carpeta con los detalles de la agenda del embajador Douglas Cannon para el día siguiente.
Cogió un cuaderno de la mesa de Preston y se puso a escribir a toda velocidad. Estaba todo allí, la hora de cada reunión, el medio de transporte, el itinerario… Acabó de copiar el calendario y hojeó apresuradamente los demás papeles en busca de cualquier otro pormenor interesante. Al terminar dejó la carpeta en su lugar y apagó la luz.
Salió de nuevo al pasillo y entró en el baño. Tras cerrar la puerta encendió la luz, se echó agua en la cara y se miró al espejo.
Cuando el IRA asesinó a su marido se hizo una promesa. No volvería a casarse ni llevaría a ningún otro hombre al lecho que habían compartido. Había creído que sería un voto difícil de mantener, pero el odio que envenenaba su corazón tras la muerte de Ronnie no dejaba lugar para ninguna otra emoción, sobre todo para el amor hacia otro hombre. Algunos hombres de Portadown habían intentado acercarse a ella, pero los había rechazado. En la Brigada, los hombres sabían que cualquier intento de aproximación era una pérdida de tiempo.
Pensó en Preston McDaniels dentro de su cuerpo y sintió ganas de vomitar. Se dijo que era por una buena causa, el futuro del modo de vida protestante en Irlanda del Norte. En cierto modo, casi compadecía a McDaniels. Era un hombre decente, amable y tierno, pero había caído en la trampa más vieja del mundo. Esa misma noche le había dicho que estaba enamorado de ella. No quería ni pensar en lo que le sucedería cuando descubriera que lo había traicionado, lo cual era inevitable.
Bebió un vaso de agua, tiró de la cadena, apagó la luz y volvió sigilosamente a la cama.
– Creía que no volverías nunca -murmuró McDaniels.
Rebecca estuvo a punto de proferir un grito, pero logró mantener la compostura.
– Es que tenía sed.
– ¿Has traído agua, por casualidad?
– No, cariño, lo siento.
– La verdad es que hay algo que me apetece mucho más que el agua.
McDaniels se tendió sobre ella.
– Tú.
– ¿Puedes?
McDaniels guió la mano de Rebecca hasta su entrepierna.
– Vaya, vaya, tendremos que hacer algo al respecto.
McDaniels la penetró profundamente. Rebecca Wells cerró los ojos y pensó en su esposo muerto.
Condado de Tyrone, Irlanda del Norte
Poco después de que estallara la violencia en Irlanda del Norte en 1969, el servicio de inteligencia británico decidió que la mejor forma de combatir el terrorismo consistía en vigilar los movimientos individuales de terroristas. La inteligencia británica y la E 4, la unidad especial de vigilancia de la policía del Ulster, siguen y controlan de forma constante a los miembros conocidos de las organizaciones paramilitares. Los datos se introducen en un ordenador del cuartel general de inteligencia militar en Belfast. Si el terrorista desaparece de repente de una lista de vigilancia, el ordenador da la alarma de forma automática, y las fuerzas de seguridad suponen que está participando en una operación.
Una vigilancia de semejante magnitud requiere miles de agentes y tecnología muy avanzada. Los puntos más conflictivos, como Falls Road, en Belfast, quedan cubiertos por numerosas cámaras de vídeo. El ejército aposta soldados en la azotea del bloque de Divis Flats. Durante el día, los efectivos peinan las calles con prismáticos de alta potencia en busca de miembros conocidos del IRA, y por la noche utilizan aparatos de infrarrojos para visión nocturna. Los servicios de seguridad colocan dispositivos de seguimiento en los coches, micrófonos y videocámaras en miniatura en hogares, pubs, vehículos y pajares. Intervienen los teléfonos e incluso ocultan localizadores en armas para controlar sus movimientos por la región. Aviones extremadamente sofisticados patrullan los cielos para comprobar si hay actividad humana nocturna en lugares donde no debería haber ninguna. Pequeños aparatos sin piloto realizan vuelos de reconocimiento a poca altitud. En los árboles esconden sensores para detectar movimientos humanos.
Pero pese a todos los artilugios de alta tecnología, gran parte de la vigilancia se lleva a cabo a la antigua usanza, hombre a hombre. Es un trabajo peligroso, en ocasiones mortal. Agentes secretos patrullan con regularidad la zona de Falls Road; permanecen escondidos en desvanes y azoteas durante días enteros, subsistiendo a base de raciones de supervivencia y fotografiando a sus presas. En el campo se ocultan en madrigueras, detrás de arbustos y entre las ramas de los árboles. En el léxico de la inteligencia de Irlanda del Norte, dicha práctica recibe el nombre de «excavación» y fue el método elegido para vigilar la destartalada granja situada a las afueras de la aldea de Cranagh, en los montes Sperrin.
Graham Seymour llegó de Londres el sexto día de la operación. Como puesto de vigilancia estática habían elegido un campo de aulaga rodeado de espigadas hayas, en una suave cuesta a unos ochocientos metros de la casa. Una pareja de agentes de la E 4 se encargaban del equipo técnico, consistente en cámaras de objetivo largo e infrarrojos, así como micrófonos direccionales de largo alcance. Trabajaban sigilosos como monaguillos y parecían igual de jóvenes. Se presentaron en broma como Marks y Sparks *.
A lo largo de los años, el IRA había tendido emboscadas y matado a docenas de agentes de inteligencia en el transcurso de operaciones de vigilancia, y éstos, pese a que los objetivos eran presuntamente protestantes, no corrían riesgos. Dos comandos del Servicio Aéreo Especial, el SAS, formaban un perímetro de protección en torno a Graham, Marks y Sparks. Llevaban uniforme de camuflaje y el rostro pintado de negro. En dos ocasiones Graham estuvo a punto de tropezar con ellos mientras orinaba entre la aulaga. Se moría por un cigarrillo, pero estaba prohibido fumar. Después de tres días sin comer nada aparte de barritas energéticas, también se moría incluso por los platos incomestibles de Helen. Por la noche, acostado en la cuesta húmeda y fría, maldecía en silencio a Michael Osbourne.
Читать дальше