Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Le felicito por el trabajo de Ahmed Hussein -empezó el Director al tiempo que alzaba su copa de vino.

Delaroche no le devolvió el gesto. No le proporcionaba placer matar, tan sólo la sensación de haber cumplido una misión de forma profesional. Delaroche no se consideraba un asesino cualquiera, sino un asesino a sueldo. Los hombres que encargaban las muertes eran los verdaderos asesinos; él no era más que el arma.

– Los clientes están muy complacidos -continuó el Director con voz reseca como hojas muertas-. La muerte de Hussein ha provocado la reacción que se esperaba. Sin embargo, ha creado un pequeño problema de seguridad que le implica a usted.

De repente, Delaroche sintió que la nuca le ardía de ansiedad. A lo largo de toda su carrera había velado de forma obsesiva por su seguridad personal. Casi todas las personas que se dedicaban a su profesión se sometían periódicamente a operaciones de cirugía plástica para cambiar de aspecto, pero Delaroche afrontaba la cuestión de otro modo. Muy pocos de los que sabían cómo se ganaba la vida habían llegado a ver su rostro. Las únicas fotografías que existían de él eran las que figuraban en sus pasaportes falsos, y Delaroche había alterado ligeramente su apariencia en cada una de ellas a fin de que no sirvieran de nada a la policía ni los servicios de inteligencia. Cuando caminaba por terminales de aeropuertos o estaciones ferroviarias siempre llevaba sombrero y gafas de sol para ocultar su rostro a las cámaras de vigilancia. Sin embargo, era consciente de que la CIA conocía su existencia y había compilado un dossier bastante voluminoso de sus asesinatos a lo largo de los años.

– ¿Qué clase de problema? -inquirió.

– La CIA ha cursado un aviso a la Interpol y a todos los servicios de inteligencia amigos. Figura usted en una lista internacional, y todos los agentes de control de pasaportes y policías fronterizos de Europa tienen uno de éstos.

El Director se sacó un papel doblado del bolsillo de la pechera y se lo entregó a Delaroche. Este desdobló el papel y se quedó mirando un retrato robot de su rostro. Era un dibujo muy realista, a todas luces creado por un complejo sistema informático.

– Pensaba que me creían muerto.

– Yo también, pero es evidente que ahora le creen vivo -replicó el Director antes de encenderse un cigarrillo-. No disparó a Ahmed Hussein en la cara, ¿verdad?

Delaroche denegó con la cabeza y se golpeteó el pecho con el índice. Delaroche tenía una única vanidad profesional; durante su carrera había matado a casi todas víctimas de tres disparos en el rostro. Suponía que lo hacía movido por el deseo de que sus enemigos conocieran su existencia. Delaroche sólo tenía dos cosas en la vida: su arte y su oficio. No firmaba sus cuadros por razones de seguridad y los vendía anónimamente, de modo que había decidido firmar sus asesinatos.

– ¿Quién está detrás de esto? -quiso saber.

– Su viejo amigo Michael Osbourne.

– ¿Osbourne? Creía que se había retirado.

– Hace poco le pidieron que volviera para dirigir un equipo especial que se encargará de Irlanda del Norte. Por lo visto, Osbourne tiene cierta experiencia en el tema.

Delaroche le devolvió el retrato robot.

– ¿Qué tiene pensado?

– Parece que tenemos dos opciones. Si no hacemos nada, me temo que sus posibilidades de trabajar quedarán gravemente mermadas. Si no puede viajar, no puede trabajar. Y si todas las policías del mundo conocen su rostro, no puede viajar.

– ¿Y la segunda opción?

– Le damos un nuevo rostro y un nuevo lugar para vivir.

Delaroche contempló el mar. Sabía que no le quedaba más remedio que hacerse la cirugía y cambiar de aspecto. Si no podía trabajar, el Director cortaría amarras con él. Perdería la protección de la Sociedad y la posibilidad de ganarse la vida. Tendría que pasarse el resto de la vida mirando por encima del hombro y preguntándose cuándo irían a por él sus enemigos. Quería seguridad más que ninguna otra cosa en el mundo, y eso significaba aceptar las condiciones del Director.

– ¿Tiene a alguien?

– Sí, un francés llamado Maurice Leroux.

– ¿Es de fiar?

– Por supuesto. No podrá salir de Grecia hasta después de la operación, así que Leroux tendrá que venir. Alquilaré un piso en Atenas para la intervención. Se quedará usted allí hasta que las cicatrices desaparezcan.

– ¿Qué hay de la villa?

– De momento la conservaré. Necesito un sitio para la reunión primaveral del consejo ejecutivo, y esta casa es el lugar idóneo.

Delaroche miró a su alrededor. La recóndita casa en el norte de Mikonos le había proporcionado cuanto necesitaba, intimidad, seguridad, magníficos motivos pictóricos y una orografía emocionante para montar en bicicleta. No quería marcharse, como tampoco había querido marcharse de su hogar anterior, la casa de la costa bretona, en Francia, pero no le quedaba otra alternativa.

– Tendremos que encontrarle otra casa -prosiguió el Director-. ¿Alguna preferencia?

– Ámsterdam -repuso Delaroche tras un instante de reflexión.

– ¿Habla holandés?

– No muy bien, pero no me llevará mucho tiempo.

– Estupendo, Ámsterdam entonces.

Stavros, el agente de la propiedad inmobiliaria, encontró a un cuidador para la casa. Delaroche le dijo que permanecería ausente largo tiempo pero que cabía la posibilidad de que un amigo suyo usara la casa de vez en cuando. Stavros propuso a Delaroche una cena de despedida en la taberna, pero Delaroche declinó cortésmente la invitación.

Pasó su último día en Mikonos pintando la plaza de Ano Mera, la terraza de la villa, las rocas de Linos… Trabajó desde el alba hasta el anochecer, hasta que la mano derecha, la mano lesionada, empezó a dolerle.

Se sentó en la terraza y bebió vino hasta que el sol poniente tiñó la casa de un matiz siena que Delaroche jamás podría reproducir sobre un lienzo. Entonces entró, encendió un fuego en la chimenea, recorrió todas y cada una de las estancias de la villa, registrando armario por armario, cajón por cajón, y quemó todo indicio de su existencia.

– Es una lástima tener que estropear un rostro tan hermoso -comentó Maurice Leroux al día siguiente.

Estaban sentados delante de un gran espejo iluminado en el piso de Atenas que el Director había alquilado para la operación y la convalecencia de Delaroche.

Leroux tocó el pómulo de Delaroche con la yema de su delgado dedo índice.

– No es usted francés -declaró con solemnidad, como si creyera que esa noticia pudiera ser dura de sobrellevar para un compatriota-. En mi profesión se aprende mucho sobre etnicidad y ascendencia.

Delaroche guardó silencio mientras Leroux seguía con su discurso.

– Lo veo aquí, en los pómulos anchos, la frente chata, la mandíbula angulosa. Y mire, mire sus ojos. Son almendrados y de color azul brillante. No, no, tendrá nombre francés, pero me temo que por sus venas corre sangre eslava, y de la buena.

Delaroche observó el reflejo de Leroux en el espejo. Era un hombre de aspecto débil, nariz inmensa, mentón huidizo y un ridículo peluquín demasiado negro. Leroux tocó de nuevo el rostro de Delaroche. Tenía manos de anciana, pálidas, blandas y surcadas de gruesas venas azules, pero apestaban a colonia de hombre joven.

– A veces se puede hacer a un hombre más atractivo a través de la cirugía plástica. Hace unos años operé a un palestino llamado Muhammad Awad.

Delaroche se sobresaltó al oír el nombre de Awad. Leroux había cometido el pecado más grave que podía cometerse en su profesión, revelar el nombre de un cliente anterior.

– Ahora está muerto, pero lo dejé muy guapo -se enorgulleció Leroux-. Sin embargo, en su caso creo que sucederá lo contrario. Me temo que tendré que dejarlo menos atractivo para alterar su aspecto. ¿Le parece bien, monsieur?

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