Michael reconoció el rostro que había visto en los expedientes de Cynthia Martin en una fotografía tomada en la cárcel de Maze, donde aquel hombre había pasado varios años durante los ochenta.
– ¡Dios mío! Les dije a mis hombres que le pegaran un poquito, pero parece que le han dado una paliza de órdago. Lo siento, a veces los chicos se desmadran un poco.
Michael guardó silencio.
– Se llama usted Michael Osbourne y trabaja para la Agencia Central de Inteligencia en Langley, Virginia. Hace algunos años reclutó a un agente en el IRA, Kevin Maguire. Supervisó a Maguire en una operación conjunta con el MI5. Al volver a Virginia entregó a Maguire a otro supervisor, un hombre llamado Buchanan. No se moleste en negarlo, señor Osbourne. No tenemos tiempo para eso y además no pretendo hacerle ningún daño.
Michael siguió callado. Ese hombre tenía razón; podía negarlo todo, asegurar que se trataba de un error, pero ello no haría más que prolongar su cautiverio y tal vez provocar otra paliza.
– ¿Sabe quién soy, señor Osbourne?
Michael asintió con un gesto.
– ¿Por qué no me lo dice?
El hombre encendió dos cigarrillos, se quedó uno y alargó el otro a Michael. Al cabo de unos instantes, una nube de humo pendía entre ellos.
– Se llama Seamus Devlin.
– ¿Sabe a qué me dedico?
– Es usted el jefe de inteligencia del IRA.
Alguien llamó a la puerta y murmuró unas palabras en gaélico.
– Póngase de cara a la pared -ordenó Devlin.
La puerta se abrió, y Michael oyó que alguien entraba y dejaba un objeto sobre la mesa. La puerta volvió a cerrarse.
– Ya puede darse la vuelta -dijo Devlin.
El objeto que habían dejado sobre la mesa era una bandeja con una tetera, dos tazones desportillados y una jarrita de leche. Devlin sirvió té para ambos.
– Espero que esta noche haya aprendido una lección valiosa, señor Osbourne. Espero que haya aprendido que no puede agujerear este ejército impunemente. ¿Cree que no somos más que un atajo de católicos estúpidos e ignorantes? El IRA lleva casi cien años luchando contra el gobierno británico, y le aseguro que por el camino hemos aprendido algo sobre inteligencia.
Michael bebió un sorbo de té sin decir nada.
– Por cierto, por si eso le hace sentir mejor, fue Buchanan quien nos condujo hasta Maguire, no usted. El IRA tiene una unidad especial que sigue a los voluntarios sospechosos de traición. Es una unidad tan secreta que yo soy el único que conoce la identidad de sus miembros. El año pasado hice seguir a Maguire en Londres, y lo vimos reunirse con Buchanan.
La información no hizo que Michael se sintiera mejor.
– ¿Por qué me traído aquí? -preguntó por fin.
– Porque quiero decirle algo -repuso Devlin al tiempo que se inclinaba sobre la mesa con el mentón apoyado en sus manos de obrero-. La CIA y los servicios secretos británicos intentan localizar a los miembros de la Brigada de Liberación del Ulster, y creo que el IRA puede resultarles de ayuda. A fin de cuentas, también a nosotros nos interesa que la violencia quede bajo control lo antes posible.
– ¿Qué tienen?
– Un cargamento de armas en los montes Sperrin. No es nuestro y no creemos que pertenezca a ninguna otra organización protestante.
– ¿En qué lugar de los Sperrin?
– Una granja en las afueras de Cranagh.
Devlin alargó a Michael un papel con un tosco mapa que indicaba la ubicación de la granja.
– ¿Qué han visto? -inquirió Michael.
– Camiones que vienen y van, hombres descargando cajas, lo de siempre.
– ¿Mucha gente?
– Al parecer, en la granja viven un par de tipos que patrullan los alrededores con regularidad. Van armados hasta los dientes.
– ¿El IRA aún vigila la granja?
– Nos hemos retirado; no tenemos el equipo para hacerlo bien.
– ¿Por qué acude a mí? ¿Por qué no a los británicos o a la policía del Ulster?
– Porque no me fío de ellos y nunca me fiaré. Recuerde que algunos elementos de la jefatura de policía del Ulster y de la inteligencia británica han cooperado con los paramilitares protestantes a lo largo de los años. Quiero que echen el guante a esos cabrones protestantes antes de que nos vuelvan a arrastrar a la guerra, y no me fío de los británicos ni de la policía del Ulster.
Devlin aplastó el cigarrillo, miró a Michael y sonrió de nuevo-. ¿Qué me dice? ¿Merecen la pena un par de cortes y rasguños?
– Que le den por el culo, Devlin -masculló Michael.
Devlin lanzó una carcajada.
– Bueno, ya es libre. Póngase el abrigo; quiero enseñarle algo antes de que se vaya.
Michael siguió a Devlin por la casa. El aire olía a bacon frito. Devlin atravesó un salón y entró en una cocina con cacerolas de cobre colgadas sobre el fogón. La estancia parecía sacada de una revista de decoración irlandesa a excepción de los seis hombres sentados a la mesa que miraban a Michael por las aberturas de los pasamontañas.
– Necesitará esto -advirtió Devlin al tiempo que cogía una gorra de lana del estante situado junto a la puerta y se la ponía con cuidado sobre el cuero cabelludo inflamado-. Hace una noche de perros.
Michael siguió a Devlin por un sendero enfangado. La noche era tan oscura que tenía la sensación de volver a llevar la capucha. Ante él veía el contorno de la enorme silueta de Devlin avanzando por el camino, y se sintió extrañamente atraído hacia él. Al llegar al granero, Devlin llamó a la puerta y murmuró algo en gaélico. Luego abrió la puerta y entró seguido de Michael.
Michael tardó algunos segundos en comprender que el hombre atado a la silla era Kevin Maguire. Estaba desnudo y temblaba de frío y terror. Le habían propinado una paliza de muerte. Tenía el rostro horriblemente deformado, y le brotaba sangre de numerosos cortes sobre el ojo, en las mejillas, alrededor de la boca. Sus dos ojos estaban cerrados por la inflamación. Por todas partes se veían heridas, contusiones, abrasiones, marcas de látigo, quemaduras de cigarrillo… Estaba sentado sobre sus propios excrementos. Tres hombres con pasamontañas montaban guardia a su alrededor.
– Esto es lo que hacemos con los traidores en el IRA, señor Osbourne -advirtió Devlin-. Recuérdelo la próxima vez que intente convencer a uno de nuestros hombres para que traicione al IRA y a su gente.
– ¿Eres tú, Michael? -farfulló Maguire.
Michael avanzó despacio, se colocó entre los torturadores de Maguire y se arrodilló junto a él. Sabía que no había nada que decir, de modo que se limitó a limpiarle como pudo la sangre de los ojos y le apoyó una mano en el hombro.
– Lo siento, Kevin -susurró con voz ronca por la emoción-. Lo siento muchísimo.
– No es culpa tuya, Michael -musitó Maguire antes de detenerse a recobrar el aliento, pues hablar le exigía un esfuerzo sobrehumano e intensificaba el dolor-. Es este lugar, ya te lo dije. Nada va a cambiar. Nada cambiará nunca aquí.
Devlin avanzó hacia él y lo asió del brazo para alejarlo de Maguire.
– Esto es el mundo real -dijo en cuanto salieron del granero-. Yo no he matado a Kevin Maguire; lo ha matado usted.
Michael giró sobre sus talones y le asestó un puñetazo en el pómulo izquierdo. Devlin cayó de espaldas en el barro, se echó a reír y se frotó la mejilla. Dos hombres salieron corriendo de la casa, pero Devlin les indicó por señas que se alejaran.
– No está mal, Michael, nada mal.
– Haga venir a un sacerdote -jadeó Michael-. Que Maguire pueda confesarse por última vez. Y luego péguele un tiro; ya ha sufrido bastante.
– Tendrá un sacerdote -prometió Devlin sin dejar de frotarse la cara-. Y me temo que también tendrá su bala. Pero recuerde una cosa. Si usted y sus amigos británicos no acaban con la Brigada de Liberación del Ulster, esto va explotar. Y si eso sucede, ni se le ocurra intentar reclutar un traidor en el IRA, porque le aseguro que el cabrón acabará igual que Maguire.
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