Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Gracias a la capucha que le impedía ver, todos los demás sentidos de Michael se aguzaron en gran medida, y oía todo lo que sucedía en el interior del coche. Oía el chirrido de los muelles de los asientos, la música de la radio, la dura resonancia del gaélico que hablaban los hombres. Por lo que a él concernía, podían estar comentando el tiempo o dónde dejarían su cadáver, porque no entendía una sola palabra.

Durante varios minutos, el coche avanzó a bastante velocidad por una carretera lisa. Michael sabía que llovía porque oía el siseo del asfalto mojado. Al cabo de un rato, unos veinte minutos, suponía, el coche efectuó un giro de noventa grados y aminoró la velocidad al enfilar una vía de peor pavimento, llena de cuestas y curvas. Cada bache y cada recodo le provocaban oleadas de dolor desde el cuero cabelludo hasta la entrepierna. Intentó pensar en otra cosa, cualquier cosa que no fuera el dolor.

Pensó en Elizabeth, en su casa. En Nueva York caía la tarde. Probablemente, Elizabeth estaba dando a los niños el último biberón antes de acostarlos. Por un instante se sintió como un perfecto imbécil por cambiar su idílica vida con Elizabeth por un secuestro y una paliza en Irlanda del Norte. Sin embargo, aquél era un pensamiento derrotista, de modo que lo desterró de su mente al instante.

Pensó en su madre por primera vez en muchos años. Suponía que era porque parte de él sospechaba que tal vez no saldría de Irlanda del Norte con vida. Los recuerdos que guardaba de ella se parecían más a los de un antiguo amante que a los de un hijo. Tardes en cafés romanos, paseos por playas mediterráneas, cenas en tabernas griegas, peregrinajes a la Acrópolis a la luz de la luna. En ocasiones, su padre estaba ausente semanas enteras sin que tuvieran noticias suyas, y cuando regresaba no podía contar nada de su trabajo ni de los lugares en los que había estado. Su madre lo castigaba hablando única y exclusivamente en italiano, una lengua que lo desconcertaba. Asimismo, lo castigaba acostándose con desconocidos, hecho que jamás ocultó a Michael. Con frecuencia decía a Michael que su verdadero padre era un rico terrateniente siciliano, lo que explicaba la tez olivácea de Michael, el cabello casi negro y la nariz larga y estrecha. Michael nunca supo a ciencia cierta si bromeaba o no. El secreto compartido de su adulterio forjó un vínculo místico entre ellos. Su madre murió de cáncer de mama cuando Michael tenía dieciocho años. Su padre sabía que su mujer y su hijo tenían secretos para él; el viejo engañador había sido engañado. Durante el año siguiente a la muerte de Alexandra, Michael y su padre apenas se dirigieron la palabra.

Se preguntó qué habría sido de Kevin Maguire. La pena por traicionar al IRA era rápida y dura: torturas extremas y un disparo en la nuca. A renglón seguido se preguntó si Maguire había traicionado al IRA o a él. Repasó mentalmente los acontecimientos de la noche. Los dos coches del Europa, el Escort rojo y el Vauxhall azul. Los dos puntos de encuentro a los que Maguire no había acudido, el muelle junto al río Lagan y el Jardín botánico. Luego pensó en el propio Maguire, fumando un cigarrillo tras otro, sudando, recorriendo durante largas horas las calles de la ciudad. ¿Estaba tan nervioso porque temía que lo vigilaran? ¿O se sentía culpable porque estaba a punto de traicionar a su antiguo agente de control?

Salieron de la carretera para tomar un camino sin asfaltar. El coche rebotaba y se balanceaba con fuerza. Michael lanzó un gruñido involuntario cuando una oleada de dolor en las costillas rotas lo azotó como una puñalada.

– No se preocupe, señor Osbourne -exclamó una voz desde el interior del coche-. Llegaremos dentro de unos minutos.

Al cabo de cinco minutos, el coche se detuvo. El maletero se abrió, y Michael sintió una ráfaga de viento mojado. Dos de los hombres lo asieron de los brazos y tiraron de él. De repente se encontró de pie. Pese a la capucha, percibía el golpeteo de la lluvia sobre las heridas de la cabeza. Intentó dar un paso, pero las piernas no le obedecían, y sus captores lo agarraron para impedir que se desplomara. Michael se aferró a ellos, y entre ambos lo llevaron al interior de una casa de piedra. Atravesaran varias habitaciones y umbrales. Los pies de Michael se arrastraban por los tablones del suelo. Unos instantes más tarde lo sentaron en una silla dura de respaldo recto.

– Cuando oiga cerrarse la puerta, señor Osbourne, ya puede quitarse la capucha. Tiene agua caliente y un paño. Lávese. Tiene visita.

Michael se quitó la capucha, que estaba tiesa por la sangre seca, y parpadeó a causa de la intensa luz. Se hallaba en una habitación vacía a excepción de una mesa y dos sillas. El gastado papel pintado que cubría las paredes le recordaba la casita de invitados de Cannon Point. Sobre la mesa había una jofaina blanca llena de agua, y junto a ella un paño y un espejito. La puerta disponía de una mirilla por la que lo observaban.

Michael se miró al espejo. Tenía los ojos amoratados y casi cerrados por la inflamación. En el tejido blando sobre el ojo izquierdo vio un corte que requería puntos de sutura. Tenía los labios hinchados y partidos, así como un gran rasguño en la mejilla derecha y el cabello aplastado por la sangre. Le habían dejado el espejo por una razón concreta; el IRA había estudiado a fondo el arte del interrogatorio; querían que se sintiera débil, inferior y feo. Los británicos y el Cuerpo Especial de la policía del Ulster llevaban tres décadas aplicando la misma técnica con el IRA.

Michael se quitó el abrigo con cuidado y se arremangó el jersey. Luego mojó el paño en el agua caliente y procedió a lavarse la cara, limpiando la sangre de los ojos, la boca y la nariz. Al acabar sumergió el cabello en la jofaina, se lo lavó, se peinó con mucho tiento y volvió a mirarse al espejo. Sus facciones seguían espantosamente distorsionadas, pero al menos había conseguido eliminar casi toda la sangre.

En aquel momento llamaron a la puerta.

– Vuelva a ponerse la capucha -ordenó la voz.

Michael guardó silencio.

– He dicho que se vuelva a poner la puta capucha.

– Está ensangrentada -replicó Michael-. Quiero una limpia.

Oyó pasos al otro lado de la puerta y gritos enojados en gaélico. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de par en par, y por ella entró un hombre con pasamontañas. Cogió la capucha ensangrentada y la pasó con brusquedad por la cabeza de Michael.

– La próxima vez que le ordene ponerse la capucha, se la pone, joder -espetó-. ¿Me ha entendido?

Michael no contestó. La puerta se cerró tras el hombre, y de nuevo se quedó solo. Le habían impuesto su voluntad, pero había logrado una pequeña victoria. Lo dejaron ahí sentado, llevando una capucha que apestaba a su propia sangre, durante veinte minutos más. Oía voces en la casa, y en un momento dado le pareció oír un grito a lo lejos. Por fin oyó que la puerta se abría y cerraba. Un hombre había entrado en la habitación. Michael lo oía respirar y percibía sus olores: cigarrillos, loción capilar, un atisbo de perfume femenino que le recordó a Sarah. El hombre se sentó en la otra silla; debía de ser muy corpulento, pues la madera crujió bajo su peso.

– Ya puede quitarse la capucha, señor Osbourne.

Era una voz segura de sí misma, de timbre rico, la voz de un líder. Michael se quitó la capucha, la dejó sobre la mesa y miró de hito en hito a la persona sentada al otro lado de la mesa. Era un hombre de facciones romas, frente ancha y chata, pómulos pesados, nariz aplastada de boxeador. La hendidura que le dividía el mentón parecía cortada con un hacha. Llevaba camisa blanca, pantalones color carbón y chaleco a juego. Sus brillantes ojos azules despedían destellos de inteligencia, y por alguna razón sonreía.

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