Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Sabíamos que era lo mejor -comentó-, porque habríamos sido unos marginados en las dos comunidades. Habríamos tenido que irnos de Irlanda del Norte, vivir en Inglaterra o emigrar a América. Tuvo el bebé, un niño. No lo he visto nunca… ¿Sabes una cosa, Michael? -añadió tras una pausa-. Nunca he puesto una bomba en Shankill.

– Porque te daba miedo la posibilidad de matar a tu hijo.

– Sí, porque me daba miedo la posibilidad de matar a mi hijo, un hijo al que no he visto nunca -abrió otra cerveza-. No sé qué coño hemos hecho los últimos treinta años. No sé para qué hemos hecho lo que hemos hecho. He dado veinte años de mi vida al IRA, veinte años a la puta causa. Ya he cumplido los cuarenta y cinco, no tengo mujer ni familia. ¿Y todo para qué? ¿Un acuerdo al que se podría haber llegado una docena de veces desde el sesenta y nueve?

– Era lo mejor que podía esperar el IRA -señaló Michael-. No hay nada de malo en hacer compromisos.

– Y ahora a Jerry Adams se le ha ocurrido una idea genial -prosiguió Maguire sin hacer caso de las palabras de Michael-.

Quiere convertir Falls en una zona turística, abrir unos cuantos hotelitos. ¿Te lo imaginas? Pasen y vean las calles en las que protestantes y católicos han luchado durante tres décadas. ¡Por el amor de Dios, lo que hay que ver! Han hecho falta tres mil muertos para ir a parar por fin a la sección de viajes del New York Times.

Apuró la cerveza y arrojó la lata vacía, que rodó por la ladera de la montaña.

– Lo que los americanos no entendéis es que aquí nunca habrá paz. Puede que dejemos de matarnos unos a otros durante un tiempo, pero en definitiva no cambiará nada. Nada.

Arrojó la colilla al mismo lugar que la lata y siguió con la mirada el recorrido de la punta encendida.

– Pero en fin, no creo que hayas venido desde tan lejos para oírme parlotear sobre política y los fracasos del IRA.

– No. Quiero saber quién mató a Eamonn Dillon.

– Los cabrones del IRA también.

– ¿Qué sabes?

– Sospechamos que Dillon llevaba mucho tiempo siendo un objetivo.

– ¿Por qué?

– En cuanto mataron a Dillon, los chicos de la unidad de inteligencia pusieron manos a la obra. Sospechaban que alguien del Sinn Fein lo había traicionado, porque el asesino apareció en el lugar exacto a la hora exacta. Cabía la posibilidad de que los lealistas lo hubieran estado siguiendo, pero no era muy probable. Les resulta difícil operar en un lugar como Falls sin que los identifiquen, y Dillon era cauteloso.

– Entonces, ¿qué pasó?

– Inteligencia puso patas arriba la central del Sinn Fein. Registraron cada centímetro del edificio en busca de transmisores y cámaras de vídeo en miniatura. Además acojonaron a todo el personal y los voluntarios, y por fin encontraron lo que buscaban.

– ¿Qué?

– Una de las voluntarias, una chica llamada Kathleen que contestaba al teléfono, había trabado amistad con una protestante.

– ¿Cómo se llamaba?

– Se hacía llamar Stella. Kathleen no creía que hubiera nada malo en su amistad a causa del acuerdo de paz. El IRA la presionó muchísimo y acabó confesando que había contado a Stella cosas sobre los dirigentes del Sinn Fein, entre ellos Eamonn Dillon.

– ¿Sigue Kathleen entre nosotros?

– Pues no -repuso Maguire-. Dillon era muy querido en el IRA. Fue miembro de la Brigada de Belfast en los setenta, a las órdenes de Gerry Adams. Pasó diez años en la cárcel por tenencia de armas. El IRA quería pegar a la chica un tiro en la nuca, pero Gerry Adams intercedió por ella y le salvó la vida.

– Supongo que Kathleen dio al IRA una descripción de Stella.

– Alta, atractiva, pelo negro, ojos grises, buenos pómulos, mandíbula cuadrada. Por desgracia, es lo único que tienen. Stella era una auténtica profesional y muy cuidadosa. Nunca se encontraba con Kathleen en lugares con cámaras de vigilancia.

– ¿Qué sabe el IRA de la Brigada de Liberación del Ulster?

– Nada -repuso Maguire-. Pero te diré una cosa. El IRA no se va a quedar de brazos cruzados para siempre. Si las fuerzas de seguridad no solucionan el asunto muy pronto, esto va a estallar como un polvorín.

Michael dejó a Maguire en el cruce de Divis Street con Millfield Road. Kevin se apeó y se mezcló entre los transeúntes de Falls sin mirar atrás. Michael recorrió las escasas manzanas que lo separaban del Europa y dejó el Vauxhall al aparcacoches. Maguire no le había revelado gran cosa, pero menos, daba una piedra. La Brigada de Liberación del Ulster parecía disponer de un aparato de inteligencia muy complejo, y una de sus miembros era una mujer de cabello negro y ojos grises. Asimismo, se sentía muy bien consigo mismo; después de pasar mucho tiempo apartado de la acción, había vuelto al terreno de juego y celebrado una reunión clandestina con un agente. Se moría de impaciencia por volver a Londres para transmitir la información al cuartel general.

Era tarde, pero tenía hambre y estaba demasiado alterado para quedarse en la habitación del hotel. La recepcionista le indicó un restaurante llamado Arthur's que estaba junto a Great Victoria Street. Se sentó a una mesa pequeña cerca de la puerta con sus guías de viajes como protección. Comió ternera irlandesa con patatas ahogadas en crema y queso, todo ello regado con un clarete bastante decente. Eran las once cuando salió del establecimiento. Un viento frío barría el centro de la ciudad.

Caminó hacia el norte por Great Victoria Street, en dirección al Europa. Ante él vio a una chica que andaba hacia él con las manos embutidas en los bolsillos de un abrigo de cuero negro y con un bolso colgado del hombro. La había visto en algún lugar del Europa, en el bar o tal vez empujado un carro por un pasillo. La chica miraba al frente. La mirada de Belfast, se dijo Michael. En aquella ciudad, nadie parecía mirar a nadie, y menos aún en las aceras desiertas del centro a altas horas de la noche.

Cuando estaba a unos siete metros de distancia, la chica pareció tropezar con un desnivel de la acera y cayó. El contenido de su bolso se desparramó por la acera. Michael echó a correr y se arrodilló junto a ella.

– ¿Está bien? -preguntó.

– Sí -asintió la chica-. Sólo se me ha caído el bolso, no tiene importancia.

Se sentó en el suelo y empezó a recoger las cosas.

– Permítame que la ayude.

– No hace falta, de verdad.

Michael oyó un coche que aceleraba en Great Victoria Street. Al darse la vuelta vio un Nissan de tamaño mediano que se acercaba a él a toda velocidad con los faros apagados. Justamente entonces percibió una presión en la parte baja de la espalda.

– Suba al puto coche, señor Osbourne -ordenó la chica con voz serena-, o le meto una bala en la columna vertebral, se lo juro.

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos, y la puerta trasera se abrió. En el asiento posterior había dos hombres con las caras cubiertas por pasamontañas. Uno de ellos bajó de un salto, empujó a Michael al interior del coche y se sentó junto a él. El coche aceleró de nuevo, dejando atrás a la chica.

En cuanto salieron del centro de la ciudad, los dos hombres obligaron a Michael a echarse en el suelo y empezaron a asestarle puñetazos y golpes de culata. Michael se llevó los brazos a la cabeza y al rostro en un intento de protegerlos de la paliza, pero no le sirvió de nada. Al cabo de unos instantes vio un destello cegador y perdió el mundo de vista.

18

Condado de Armagh, Irlanda del Norte

Michael despertó de repente. No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente. Lo habían metido en el maletero del coche. Abrió los ojos, pero no vio más que negrura, pues también le habían cubierto la cabeza con una capucha negra. Volvió a cerrar los ojos e hizo inventario de sus heridas. Los hombres que lo habían atacado no eran la clase de profesionales que propinaban a uno una paliza de muerte sin dejar señales. Sentía el rostro magullado e inflamado, sabor a sangre seca alrededor de la boca. No podía respirar por la nariz, y el cráneo le dolía en una docena de puntos. Tenía varias costillas rotas, así que hasta la inspiración más superficial le causaba un dolor insoportable. También le dolía el vientre y tenía la entrepierna hinchada.

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