Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Fueron a la embajada en el coche oficial de Douglas, protegidos por un equipo de guardaespaldas del Cuerpo Especial. Poco antes de las once de la mañana, el ruido de los cascos de caballos llenaba Grosvenor Square. Michael miró por la ventanilla y vio al introductor de embajadores, que hizo su entrada en el primero de tres carruajes. El personal de la embajada empezó a aplaudir cuando Douglas salió del ascensor y echó a andar entre dos hileras de marines.

Douglas se sentó en el primer carruaje, junto al introductor de embajadores, mientras que Michael subía al tercero en compañía de tres altos cargos de la embajada. Uno de ellos era el jefe de la CIA en Londres, David Wheaton, un anglófilo descarado. Con su abrigo y su cabello gris engominado, parecía un actor del casting de Retorno a Brideshead. Wheaton nunca había ocultado su animadversión hacia Michael. Una eternidad atrás, Wheaton había trabajado para el padre de Michael, reclutando espías rusos. El padre de Michael consideraba que Wheaton carecía de las habilidades sociales y la astucia callejera necesarias para ser un buen reclutador y redactó un informe devastador, que a punto estuvo de costarle la carrera.

La Agencia decidió dar otra oportunidad a Wheaton. A los hombres como él, con el pedigree y la educación adecuados, siempre les daban una segunda oportunidad. Lo enviaron a África meridional como jefe de la estación de Luanda. Al cabo de seis meses fue detenido en un control policial cuando se dirigía a una reunión con un agente. En la guantera llevaba su «caja negra», es decir, la lista de nombres, procedimientos de contacto y calendarios de pago de todos los agentes de la CIA en Angola. Wheaton fue declarado persona non grata, y una red entera de agentes fueron detenidos, torturados y asesinados. La pérdida de catorce hombres no pareció perturbar en exceso su conciencia. En su informe sobre la catástrofe culpó a los agentes de desmoronarse durante los interrogatorios.

Finalmente, la Agencia retiró a Wheaton del servicio clandestino y lo asignó a la sección soviética del cuartel general, donde prosperó en el arte de la burocracia del chismorreo y la intriga. Londres era la vuelta de honor para una carrera mediocre y en ocasiones desastrosa. Dirigía la estación como si se tratara de su feudo privado. Michael había oído rumores de rebelión. La abreviatura que la Agencia empleaba para el jefe de estación era JE, que entre los agentes de Londres se traducía por Jodido Energúmeno.

– Vaya, vaya, pero si es el héroe de Heathrow -se mofó Wheaton cuando Michael subió al carruaje y se acomodó en el asiento de madera.

Durante el atentado de Heathrow, Michael había reducido a un tirador y matado a otro. La Agencia le había otorgado una mención al valor, algo que Wheaton jamás le había perdonado.

– ¿Cómo estás, David?

– Creía que te habías retirado.

– Y es cierto, pero te echaba tanto de menos que he vuelto.

– Tenemos que hablar.

– Me muero de impaciencia.

– Ya me lo imagino.

Turistas y transeúntes contemplaban boquiabiertos los carruajes mientras éstos avanzaban por el denso tráfico de Grosvenor Square, Park Lane, Hyde Park Corner y Constitution Hill, aunque parecían decepcionados al descubrir que no se trataba más que de un grupo de diplomáticos de mediana edad y no de algún miembro de la familia real.

Cuando los carruajes cruzaron la verja de Buckingham Palace, una pequeña banda, la misma que acompaña el cambio de guardia, atacó una inspirada versión de Yankee Doodle Dandy. Douglas se apeó, y a su encuentro acudieron el secretario privado de la reina y el jefe de protocolo del Ministerio de Exteriores.

Una vez en el interior del palacio, subieron la grandiosa escalera y cruzaron toda una serie de estancias doradas que dejaban Winfield House a la altura del betún. Michael y los altos cargos de la embajada los seguían a algunos pasos de distancia. Por fin llegaron ante una puerta de doble hoja. Esperaron unos instantes hasta que a una señal secreta la puerta empezó a abrirse.

La reina Isabel II estaba de pie en el centro de una sala cavernosa. Llevaba un traje azul oscuro, y de su muñeca pendía el sempiterno bolso. El subsecretario permanente del Ministerio de Exteriores, sir Patrick Wright, esperaba a su lado. Douglas atravesó la sala a paso un poco demasiado rápido y se inclinó ante ella de forma correcta. Acto seguido le alargó el sobre que contenía sus credenciales y recitó la frase de rigor.

– Majestad, tengo el honor de presentar la carta de retirada de mi predecesor y mis credenciales.

La reina Isabel cogió el sobre y se lo entregó a sir Patrick sin examinar su contenido.

– Estoy muy complacida de que el presidente Beckwith haya tenido la visión y el sentido común de nombrar a alguien de su calidad embajador en Londres en un momento como éste -dijo-. Para serle franca, embajador Cannon, no entiendo por qué sus presidentes suelen nombrar embajadores en Londres a sus partidarios políticos en lugar de profesionales como usted.

– Bueno, Majestad, tampoco yo soy un profesional. En el fondo de mi corazón soy político. Que yo sepa, sólo un profesional ha sido embajador en Londres; me refiero a Raymond Seitz, que representaba a George Bush.

– Era un hombre encantador -aseguró la reina-, pero estamos impacientes por empezar a trabajar con usted. Tiene usted mucha experiencia en asuntos internacionales, y si no recuerdo mal, presidió ese comité del Senado… Ay, Patrick, ¿cómo se llama…?

– El Comité de Relaciones Internacionales -terció sir Patrick.

– Es cierto.

– En estos momentos, la situación en Irlanda del Norte es muy tensa, y necesitamos el respaldo de su gobierno para llevar el proceso de paz a buen puerto.

– Será un honor para mí colaborar con usted, Majestad.

– Lo mismo digo.

Douglas percibió que la reina estaba inquieta; la conversación había llegado a su conclusión natural.

– ¿Me permite que le presente a los altos cargos de la embajada, Majestad?

La reina asintió. La puerta se abrió, y por ella entraron diez diplomáticos. Douglas los presentó uno a uno. Cuando describió a Wheaton como jefe de relaciones políticas, la reina le lanzó una mirada dubitativa.

– Soy viudo, Majestad, mi esposa murió hace algunos años. Mi hija no ha podido acompañarme, pero me gustaría presentarle a mi yerno, Michael Osbourne -pidió Douglas.

La reina volvió a asentir, y Michael cruzó el umbral. Un destello de reconocimiento brilló en los ojos de la reina.

– ¿No es usted el hombre que estuvo implicado en lo de Heathrow el año pasado? -murmuró, inclinándose hacia él.

– Sí, Majestad, pero…

– No se preocupe, señor Osbourne -lo atajó la reina en un susurro conspiratorio-. Le sorprendería saber las cosas que me cuentan; le aseguro que sé guardar un secreto.

– Estoy convencido de ello, Majestad -repuso Michael con una sonrisa.

– Si alguna vez deja su trabajo, me gustaría honrarle como Dios manda por lo que hizo aquel día. Su intervención salvó innumerables vidas. Lamento que no hayamos tenido ocasión de conocernos hasta ahora.

– Trato hecho, Majestad.

– Estupendo.

Michael retrocedió para situarse junto a los diplomáticos y sonrió a Wheaton, pero éste le devolvió una mueca como si acabara de tragarse el alfiler de la corbata.

Volvieron sobre sus pasos por las estancias de Buckingham Palace. Wheaton apareció junto a Michael y lo asió del codo. Wheaton jugaba al tenis y tenía mucha fuerza en la mano derecha a base de apretar la pelota para aliviar la ansiedad del poder. Michael contuvo el impulso de desasirse. Wheaton era un abusón, seguramente porque también él había sufrido abusos.

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