Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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Leroux era un hombre feo a quien las apariencias importaban sobremanera, mientras que Delaroche era un hombre atractivo a quien las apariencias traían sin cuidado. Sabía que algunas mujeres lo hallaban atractivo, hermoso, incluso, pero nunca le había importado mucho su aspecto. Lo único que le preocupaba era que su rostro se había convertido en una amenaza para él, y lo afrontaría como afrontaba todas las amenazas, eliminándolo.

– Haga lo que tenga que hacer -masculló.

– Muy bien. Tiene un rostro anguloso y afilado que vamos a redondear. Tengo intención de limar parte de sus pómulos para quitarles fuerza, y le inyectaré colágeno en el tejido de las mejillas para que su rostro parezca más pesado. Su mentón es muy fino; lo haré más ancho y cuadrado. Su nariz es una obra de arte, pero me temo que tendré que cambiársela. La achataré y la ensancharé entre los ojos. En cuanto a éstos, no puedo hacer nada aparte de cambiarlos de color con lentillas.

– ¿Funcionará?

– Cuando termine no se reconocerá -aseguró Leroux-. ¿Está seguro de que quiere seguir adelante? -añadió tras una vacilación. Delaroche asintió.

– Muy bien, pero me siento un poco como ese imbécil que atacó la Pietá con un martillo.

Sacó un rotulador y empezó a dibujar marcas en el rostro de Delaroche.

21

Londres

Preston McDaniels era un funcionario del Ministerio de Exteriores destinado a la sección de prensa de la embajada estadounidense en Londres. Tenía cuarenta y cinco años, estaba en forma y era un hombre presentable, aunque no convencionalmente atractivo. Asimismo era un soltero empedernido que había salido con pocas mujeres, lo que había esparcido el rumor entre sus compañeros de trabajo de que era homosexual. Pero Preston McDaniels no era homosexual, sino que nunca se le habían dado bien las mujeres…, hasta hacía poco.

Eran las seis de la tarde. McDaniels estaba recogiendo sus cosas y ordenando su pequeña oficina mientras contemplaba Grosvenor Square por la ventana. Había luchado duro por volver a Londres después de muchos años pasados en terribles destinos como Lagos, Ciudad de México, El Cairo o Islamabad. Nunca había sido feliz como ahora. Le encantaban el teatro, los museos, ir de compras y los interesantes lugares que podían visitarse los fines de semana. Tenía un bonito piso en South Kensington e iba a trabajar cada mañana en metro. Su trabajo era bastante aburrido, pues se dedicaba a emitir comunicados de prensa rutinarios, preparar resúmenes diarios de la prensa británica sobre temas de interés para el embajador y coordinar la cobertura de las apariciones públicas del embajador, pero el hecho de vivir en Londres lo compensaba todo.

Cogió una pila de expedientes de su mesa y los guardó en el maletín de cuero. Luego descolgó el abrigo del perchero situado detrás de la puerta, salió y fue al lavabo para mirarse al espejo.

A veces se preguntaba qué veía ella en él. Intentó arreglarse el cabello de forma que disimulara la calvicie, pero la maniobra no hacía más que empeorar su aspecto. Ella decía que le gustaban los hombres calvos, pues parecían más inteligentes y maduros. Es demasiado joven para mí, se dijo, demasiado joven y demasiado guapa. Pero ¿qué le iba a hacer? Por primera vez en su vida tenía una relación sexual emocionante. No podía dar marcha atrás ahora.

Estaba lloviendo, y la noche había caído en Grosvenor Square. Abrió el paraguas y se abrió paso por entre la muchedumbre que atestaba las aceras hasta Park Lane. Al llegar al restaurante se detuvo y la observó unos instantes a través del escaparate. Era alta, de cuerpo atlético, espeso cabello negro, rostro ovalado y ojos grises. La blusa blanca que llevaba no lograba ocultar sus grandes pechos redondeados. Era una amante maravillosa que parecía conocer todas sus fantasías. Cada tarde, en la oficina, miraba el reloj cada dos por tres, anticipando el momento en que volvería a verla.

McDaniels entró en el restaurante y se sentó a una mesa del bar. Al verlo, la mujer le guiñó el ojo y formó con los labios las palabras «Ahora voy».

Al cabo de unos instantes le llevó una copa de vino blanco. Preston le acarició la mano cuando la dejó sobre la mesa.

– Te he echado muchísimo de menos, cariño.

– Creía que no llegarías nunca -repuso ella-. Pero ahora no puedo hablar mucho; Riccardo está atravesando un episodio totalmente psicótico. Si me pesca hablando contigo me echa.

– Sólo te muestras amable con un cliente asiduo.

– Muy amable -musitó ella con una sonrisa seductora.

– Necesito estar contigo.

– Salgo a las diez.

– No puedo esperar tanto rato.

– Pues me temo que no te queda otro remedio.

Se alejó con otro guiño. McDaniels se bebió el vino mientras la observaba ir de mesa en mesa, tomando nota, llevando platos de comida y relacionándose con los clientes. Era la clase de mujer en que se fijan los hombres, demasiado atractiva e inteligente para servir mesas. McDaniels sabía que algún día encontraría su lugar en el mundo y entonces lo dejaría.

Apuró la copa, dejó un billete de diez libras sobre la mesa y salió. De repente se dio cuenta de que era demasiado dinero por una copa de vino. Creerá que la considero una prostituta, se dijo. Contempló la posibilidad de volver y dejar una cantidad menor, pero eso resultaría aún más raro. Por fin se alejó y pensó que si algún día lo abandonaba, tal vez se suicidaría.

Se tomó su tiempo para volver a casa. La lluvia había remitido, de modo que decidió ir a pie, disfrutando de la ciudad, de la sensación del vino y de la idea de pasar siquiera unos minutos con Rachel. Nunca había sentido nada parecido a la obsesión, pero sabía que debía de ser algo así. La relación empezaba a afectar su trabajo; en las reuniones se distraía, perdía el hilo y dejaba las frases sin acabar. La gente empezaba a murmurar, a hacer preguntas. Lo cierto era que no le importaba. Llevaba toda la vida sin experimentar el amor de una mujer, de modo que gozaría de él mientras durara.

Cenó en un pub cerca de Brompton Road. Mientras comía leyó el periódico y logró desterrar a Rachel de sus pensamientos durante un rato; sin embargo, no tardó en reaparecer como una pieza musical agradable y pegadiza. La imaginó en la cama con la boca abierta de placer, los ojos cerrados. Y entonces se apoderaron de su mente las fantasías más ridículas. La boda en una iglesia rural inglesa, la casa de campo en los Cotswolds, los niños… Era una imagen absurda, pero le encantaba. Se había enamorado perdidamente, pero Rachel no parecía ser de las que se casaban. Quería dedicarse a escribir y valoraba sobremanera su libertad tanto intelectual como sexual. Lo más probable era que, cuando le mencionara por primera vez el matrimonio, Rachel pusiera pies en polvorosa.

McDaniels paseó por las tranquilas callecitas de South Kensington. Tenía un agradable piso de dos dormitorios en el primer piso de una casa adosada estilo rey Jorge. Al llegar hojeó el correo de la tarde, tomó una larga ducha y se puso unos pantalones caqui y un jersey de algodón.

Utilizaba el segundo dormitorio como despacho. Allí vio las noticias de las nueve mientras despachaba el papeleo que se había traído de la oficina. El embajador Cannon tenía una agenda muy apretada al día siguiente. Reunión con el ministro de Exteriores, almuerzo con un grupo de hombres de negocios británicos, entrevista con un periodista del Times… Al acabar guardó los papeles en un sobre de papel manila y lo metió de nuevo en el maletín.

Poco antes de las diez y media sonó el interfono. McDaniels descolgó.

– ¿Quién es? -preguntó en tono juguetón.

– Soy yo, cariño. ¿Acaso esperabas alguna de tus otras amantes?

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