El taxista era un árabe con la barba sin recortar de los musulmanes devotos. Michael le indicó una dirección de Madison Avenue, a cinco manzanas de su casa. Al llegar pagó al taxista y echó a andar por la concurrida acera, deteniéndose a mirar los escaparates y comprobando si lo seguían. Era un temor que jamás lo abandonaba, que un día apareciera un viejo enemigo para vengarse de él. Pensó en su padre, registrando el coche en busca de bombas, destrozando teléfonos y comprobando si lo vigilaban hasta el día de su muerte. El secreto era como una enfermedad, la ansiedad, como un viejo y querido amigo. Michael se resignaba al hecho de que nunca se libraría de ella… El asesino llamado Octubre ya se había encargado de ello.
Caminó hacia el oeste hasta la Quinta Avenida, giró a la derecha y se dirigió hacia la parte alta de la ciudad. La inteligencia requería una paciencia notable, pero Michael empezaba a ponerse nervioso en lo tocante a Octubre. Cada mañana ojeaba los comunicados en la esperanza de hallar su nombre en alguna lista porque alguien lo había visto en un aeropuerto o en una estación de tren, pero nunca encontraba nada. Y la pista se iría enfriando a medida que transcurría el tiempo.
Michael entró en su edificio y subió en ascensor hasta su piso. Elizabeth ya había llegado; lo besó en la mejilla y le alargó una copa de vino blanco.
– Ya tienes la cara casi normal -comentó.
– ¿Eso es bueno o malo?
– Bueno, desde luego -aseguró Elizabeth tras besarlo en la boca-. ¿Cómo estás?
– Pero ¿se puede saber qué te pasa? -replicó Michael con una mirada burlona.
– Nada, cariño, que me alegro de verte.
– Yo también. ¿Qué tal el trabajo?
– Bastante bien. Me he pasado el día preparando a mi testigo principal para el juicio.
– ¿Aguantará?
– A decir verdad, creo que se desmoronará ante el fiscal.
– ¿Los niños aún están despiertos?
– Acabo de acostarlos.
– Quiero verlos.
– Michael, si los despiertas te juro que…
Michael entró en la habitación infantil y se inclinó sobre las cunas. Los pequeños dormían uno junto al otro para poder verse por entre los barrotes de las camitas. Michael permaneció largo rato inmóvil, escuchando sus respiraciones. Por unos instantes se sintió en paz, embargado por una sensación de felicidad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Pero la angustia no tardó en reaparecer, ese miedo a que sus enemigos les hicieran daño a él o a sus hijos. En aquel momento oyó el teléfono. Besó a los niños y salió.
Cuando llegó al salón, Elizabeth le alargó el teléfono.
– Es Adrian -dijo.
Michael cogió el auricular.
– ¿Sí?
Escuchó unos minutos en silencio.
– Dios mío -murmuró antes de colgar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Elizabeth.
– Tengo que ir a Londres.
– ¿Cuándo?
Michael miró el reloj.
– Si me doy prisa, puedo coger un vuelo esta misma noche.
Elizabeth lo observó con detenimiento.
– Michael, nunca te había visto así. ¿Qué pasa?
A primera hora de la mañana siguiente, cuando el avión de la British Airways en el que viajaba Michael Osbourne se aproximaba al aeropuerto de Heathrow, Kyle Blake y Gavin Spencer caminaban juntos por Market High Street, en Portadown. El cielo estaba adquiriendo el matiz gris azulado que precede al alba. Las farolas seguían encendidas, y el aire olía a tierras de cultivo y pan recién horneado. Spencer caminaba con el paso relajado de un hombre despreocupado, lo cual no era cierto esa mañana. Kyle Blake, una cabeza más bajo y varios centímetros menos corpulento, andaba con la economía de movimientos de un juguete a pilas. Spencer habló largo rato sin dejar de apartarse los espesos rizos negros de la frente, Blake escuchaba con atención mientras encendía un cigarrillo tras otro.
– Puede que la vista te esté jugando una mala pasada -aventuró Kyle Blake por fin-. Puede que te dijeran la verdad y no fuera más que un control rutinario.
– Registraron el coche de arriba a abajo -replicó Spencer-. Y tardaron un huevo, joder.
– ¿Ha desaparecido algo?
Spencer denegó con la cabeza.
– ¿Ha aparecido algo que no debiera estar ahí?
– Yo también he registrado el puto coche de arriba a abajo. No he encontrado nada, pero eso no significa gran cosa. Esos micrófonos son tan pequeños que podrían haberme metido uno en el bolsillo sin que me enterara.
Kyle caminó en silencio durante unos instantes. Gavin Spencer era un hombre inteligente y un jefe de operaciones con talento. No era la clase de tipo que veía amenazas donde no las había.
– Si estás en lo cierto, si realmente iban a por ti, eso significa que vigilan la granja.
– Exacto -asintió Spencer-. Y acabo de esconder allí el primer cargamento de Uzis. Necesito esas armas para el trabajo del embajador. A Eamonn Dillon sí que se le podía matar con una pistola, pero para asesinar al embajador estadounidense se necesita bastante más.
– ¿Qué hay del equipo?
– El último hombre sale para Inglaterra esta noche en el transbordador de Liverpool. Mañana por la noche tendré a cuatro de mis mejores muchachos en Londres, esperando la orden de atacar. Pero necesito esas armas, Kyle.
– Pues iremos a buscarlas.
– Pero están vigilando la granja.
– Pues nos cargaremos a los vigilantes.
– Lo más probable es que estén protegidos por el SAS. No sé tú, pero yo no estoy de humor para luchar contra el SAS.
– Sabemos que están en alguna parte; no tenemos más que encontrarlos.
Blake se detuvo y clavó una mirada dura en Spencer.
– Además, si el IRA puede con el SAS, nosotros también.
– Somos soldados británicos, Kyle. Fuimos soldados británicos en su día, ¿lo recuerdas?
– Ya no estamos en el mismo bando -masculló Blake con brusquedad-. Si los británicos quieren jugar, jugaremos, joder.
Londres
– Por lo visto, tenemos una filtración en el edificio -empezó Graham Seymour.
Michael, Graham, Wheaton y Douglas estaban sentados alrededor de una mesa en un cubículo acristalado y aislado en la sección que la CIA tenía en la embajada. Cuando Graham habló, Wheaton se encogió como si lo hubieran amenazado con el puño y empezó a apretar su pelota de tenis. Siempre estaba listo para ofenderse, y había algo en el tono de Graham, en su mirada aburrida e insolente, que nunca le había gustado.
– ¿Por qué estás tan seguro de que la filtración procede de este edificio? -preguntó-. Puede que venga de tu lado. El Cuerpo Especial protege al embajador y recibe su agenda con varios días de antelación.
– Supongo que todo es posible -admitió Graham.
– ¿Por qué no fotografiaste los documentos? -quiso saber Wheaton.
– Porque no había tiempo -replicó Graham-. Decidí que era más valioso para nosotros suelto que detenido. Echamos un vistazo rápido, le pusimos un localizador en el coche y lo dejamos marchar.
– ¿Quién es? -inquirió Michael.
Graham abrió un maletín y distribuyó varias fotografías, una policial y otras tomadas por las cámaras de vigilancia, en las que se veía a un hombre de espeso cabello negro.
– Se llama Gavin Spencer -explicó Graham-. Antes era un miembro destacado de la Fuerza de Voluntarios del Ulster. Una vez lo detuvieron por posesión de armas, pero el caso quedó desestimado. Es un radical; dejó la Fuerza de Voluntarios del Ulster al inicio del proceso de paz porque se oponía a él.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Wheaton.
– Vive en Portadown. Ahí es adonde fue después de que lo paráramos.
– ¿Y ahora qué hacemos, caballeros? -terció Douglas.
Читать дальше