Al llegar a Park Lane giró hacia el norte en dirección a Marble Arch, bajó a la estación del metro, cruzó las barreras y caminó a buen paso hacia el andén.
En aquel momento llegaba el metro. Entró en un vagón y se situó junto a las puertas. En la siguiente parada, Bond Street, se apeó, cruzó al andén opuesto y subió a otro tren rumbo a Marble Arch. En Marble Arch repitió la maniobra, y unos instantes más tarde se dirigía hacia el este, sintiéndose bastante solo.
Graham Seymour llamó a Michael desde el cuartel general del MI5.
– Me temo que tu hombre se ha esfumado.
– ¿A qué te refieres?
– A que lo hemos perdido -explicó Graham-. Bueno, de hecho nos ha despistado. Hizo unas maniobras bastante diestras en el metro. No ha estado nada mal, a decir verdad.
– ¿Dónde?
– En la línea Central, entre Marble Arch y Bond Street.
– Maldita sea. ¿Qué vais a hacer?
– Bueno, estamos intentando encontrarle, querido.
– Llámame en cuanto sepas algo.
– Vale.
En Tottenham Court Road, Preston McDaniels bajó del tren de la línea Central y recorrió los pasillos del transbordo hacia la línea Norte. Qué apropiado, pensó, la temida línea del norte. Los trenes de la línea Norte, anticuados, asmáticos y renqueantes, no paraban de fallar en las horas punta, por lo que quienes se veían obligados a aguantar sus frecuentes cambios de humor hablaban de la línea Desgracia o la línea Negra. Era perfecto, se dijo Preston. Los periódicos sensacionalistas de Londres harían su agosto.
¿Qué había dicho Michael Osbourne? «Seguirá adelante como si no hubiera sucedido nada.» Pero ¿cómo iba a hacer eso? Notó que el andén empezaba a vibrar. Se volvió y escudriñó las profundidades del túnel, por el que se aproximaba la tenue luz de un tren.
Pensó en ella, bajo su cuerpo, la espalda arqueada hacia él, y entonces la imaginó en su estudio, robándole sus secretos. Oyó su voz al teléfono. «Tengo que irme unos días… No, lo siento, Preston, pero ahora mismo no podemos vernos…»
Preston McDaniels miró el reloj. Ya estarían preocupados por él, preguntándose adonde habría ido. Tenía una reunión al cabo de diez minutos, pero se la perdería.
El tren salió del túnel con una ráfaga de aire caliente. Preston McDaniels se acercó al borde del andén y de repente saltó a la vía.
Portadown – Londres – Condado de Tyrone
La noche siguiente, Rebecca Wells estaba de regreso en Portadown, sentada en un reservado del pub de McConville. Gavin Spencer entró primero, seguido al cabo de cinco minutos por Kyle Blake. El pub estaba muy concurrido. Rebecca Wells habló en voz baja entre el estruendo del bar, informando a Blake y Spencer de lo que había encontrado en el maletín del estadounidense.
– ¿Cuándo llega Cannon? -preguntó Blake.
– El sábado que viene -repuso Rebecca.
– ¿Y cuánto tiempo se quedará?
– Sólo una noche, la del sábado. Volverá a Londres a primera hora de la tarde del domingo.
– Eso nos da cinco días -señaló Blake antes de volverse hacia Gavin Spencer-. ¿Puedes prepararlo todo en cinco días?
Spencer asintió.
– Sólo necesitamos las armas. Si conseguimos las armas, el embajador Douglas Cannon es hombre muerto.
Kyle Blake reflexionó unos instantes mientras se frotaba las manchas de tinta y nicotina que le ensuciaban los dedos. Por fin alzó la vista.
– Pues iremos a buscar las armas -dijo.
– ¿Estás seguro, Kyle?
– No estarás perdiendo el valor, ¿eh?
– A lo mejor convendría esperar un poco, hasta que la cosa se calme un poco.
– No tenemos tiempo para esperar, Gavin. Cada semana que pasa es una victoria para los partidarios del acuerdo de paz. O lo destruimos ahora o tendremos que vivir con él para siempre. Y no sólo nuestra generación pagará el precio, sino también nuestros hijos y nuestros nietos. No estoy dispuesto a permitirlo.
Se levantó de un salto y se abrochó la chaqueta.
– Ve a buscar esas armas, Gavin. De lo contrario encontraré a otro que lo haga.
En el momento en que los tres dirigentes de la Brigada de Liberación del Ulster salían del pub, Graham Seymour llegaba a la embajada estadounidense. La oficina de Wheaton parecía el centro de mando de un ejército batiéndose en retirada. El suicidio de Preston McDaniels había desencadenado una auténtica conflagración en Washington, y Wheaton llevaba casi veinticuatro horas pegado al teléfono en un intento infructuoso de extinguirla. El Departamento de Estado estaba furioso con la Agencia por su forma de manejar el asunto. Douglas Cannon se encontraba en la poco envidiable situación de desaprobar en secreto las acciones de su propio yerno. El presidente Beckwith había hecho ir a Monica Tyler a la Casa Blanca para echarle el rapapolvo del siglo. A su vez, Monica se había desfogado con Wheaton y Michael.
– Por favor, dime que tienes alguna buena noticia -imploró Michael cuando Graham se sentó.
– Pues la verdad es que así es -replicó Graham-. Scotland Yard ha decidido cooperar. Dentro de un rato emitirán un comunicado según el cual el suicida de Tottenham Court Road se había fugado de un hospital psiquiátrico. La línea Norte es tristemente célebre por semejantes incidentes. Hay un hospital psiquiátrico en Stockwell, al sur del río.
– Gracias a Dios -suspiró Wheaton.
Michael sintió que se relajaba un poco. Era imprescindible mantener en secreto el suicidio para poder seguir adelante con la operación. Si la Brigada de Liberación del Ulster se enteraba de que Preston McDaniels se había tirado a la vía del tren, lo más probable era que sospecharan que la información que le habían robado era falsa.
– ¿Cómo silenciaréis el asunto aquí? -inquirió Graham.
– Por suerte, McDaniels apenas tenía familia -explicó Wheaton-. El Departamento de Estado nos ha concedido cierto margen de acción, aunque a regañadientes. McDaniels ha tenido que ir a Washington y pasará allí dos semanas. Si la mujer llama preguntando por él, le contarán eso y le darán un mensaje personal de McDaniels.
– Por cierto, la mujer tiene nombre -anunció Graham-. La E 4 la vigila desde que ha llegado a Belfast esta mañana. Se llama Rebecca Wells. Estaba casada con Ronnie Wells, un miembro de la sección de inteligencia de la Fuerza de Voluntarios del Ulster que fue asesinado por el IRA en el noventa y dos. Al parecer, Rebecca ha reanudado el trabajo de su marido.
– ¿Y la policía del Ulster está actuando con discreción? -terció Michael.
– La han seguido hasta Portadown para averiguar su identidad, pero nada más -repuso Graham-. Ahora mismo vuela libre como un pájaro.
– ¿Y el SAS?
– Mañana me reuniré con ellos en su cuartel general de Hereford para ponerlos en antecedentes. Podéis acompañarme los dos si queréis. Son bastante raros los del SAS; creo que disfrutan con todo esto.
Wheaton se levantó y se restregó los ojos enrojecidos e hinchados.
– Señores, la pelota está en el campo de la Brigada de Liberación del Ulster. -Se puso la americana sobre la arrugada camisa y caminó hacia la puerta-. No sé vosotros, pero yo necesito dormir. No me molestéis a menos que sea urgente.
La primera noche había sido despejada, serena y extremadamente fría. Kyle Blake y Gavin Spencer decidieron esperar; una noche más o menos no importaba, y la previsión meteorológica prometía. La segunda noche fue perfecta. Cielo encapotado que debilitaba los prismáticos de infrarrojos de los hombres del SAS, viento y lluvia para ahogar el sonido de su aproximación. Kyle Blake dio su visto bueno, y Spencer envió a dos de sus mejores hombres a hacer el trabajo. Uno de ellos era un veterano del ejército británico que había servido en el extranjero como mercenario. El otro era un antiguo pistolero de la UDA, el hombre que había asesinado a Ian Morris. Spencer los hizo marchar algunas horas después de la puesta de sol con instrucciones de atacar una hora antes del amanecer… como los Peep O'Day Boys.
Читать дальше