Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Estos hombres son nuestras guadañas, embajador Cannon -dijo Graham-. Permítame ahora que le presente a nuestros instrumentos contundentes.

El SAS es la unidad de élite de las fuerzas armadas británicas y una de las organizaciones militares más respetadas del mundo. Con base en Hereford, unos doscientos kilómetros al noroeste de Londres, cuenta con un regimiento en activo, con alrededor de seiscientos miembros. El SAS es una fuerza de intervención concebida para operar tras las líneas enemigas. Se divide en cuatro escuadrones operativos, cada uno de ellos con una especialidad distinta: aire, anfibio, montaña y vehículos de asalto. La unidad demostró su destreza antiterrorista en mayo de 1980, cuando puso fin con éxito al asedio de la embajada iraní en Londres ante los ojos de millones de telespectadores de todo el mundo. Los reclutadores del SAS buscan soldados de inteligencia superior a la media que demuestren capacidad de improvisación y de actuación en solitario. Los soldados del SAS son famosos por su egocentrismo, descaro y sarcasmo, razón por la que gran parte del aparato militar británico desconfía de la unidad. Y como está mandado, los hombres del SAS no paran de mutilar su propio lema y proclaman sacrílegamente: «A quién le importa quién gane».

Los ocho hombres de la gran sala de juegos no se parecían a los soldados a los que Douglas había visto a lo largo de su vida. Llevaban el pelo largo y descuidado, algunos iban rapados al cero y varios lucían bigotes desaliñados. Dos jugaban a billar, otros dos disputaban un ruidoso partido de ping pong, y los demás estaban desparrancados en torno a un televisor de pantalla ancha, mirando una película de vídeo, La doble vida de Verónica, y pidiendo silencio de vez en cuando. La partida de billar y el partido de ping pong se interrumpieron cuando los hombres del SAS repararon en la presencia de Douglas.

– Cuando la Brigada de Liberación del Ulster mueva ficha, estos hombres los estarán esperando -explicó Graham-. Le aseguro que todo acabará en un santiamén. Estos caballeros saben lo que les pasó la otra noche a sus compañeros en el condado de Tyrone. El SAS es una unidad pequeña, y como puede imaginar, están ansiosos por saldar cuentas.

– Lo comprendo, pero si es posible evitar un derramamiento de sangre innecesario…

– Harán cuanto esté en su mano por capturar a los terroristas con vida -aseguró Michael a su suegro-. Depende de cómo reaccionen los de la Brigada de Liberación del Ulster cuando descubran que les hemos tendido una trampa.

– Ha llegado el momento de sacarlo de aquí, embajador Cannon -declaró Graham-. Ya ha hecho su parte… Me temo que el regreso no será tan agradable como el trayecto hasta aquí.

Michael y Douglas se despidieron en el vestíbulo principal. Mientras se estrechaban la mano, Douglas rodeó con un brazo el hombro de su yerno.

– Ten cuidado, Michael.

Graham llevó a Douglas hasta la puerta de servicio. Una furgoneta de lunas tintadas esperaba fuera con el motor en marcha. En el costado se veía el nombre de una empresa de catering. Douglas subió y tomó asiento en una silla especial fijada en el suelo de la caja. Se despidió con un guiño de Graham, quien cerró las puertas posteriores. La furgoneta se alejó.

A primera hora de la mañana siguiente, Rebecca Wells estaba en la playa de la bahía de Ardnacross, en la costa occidental de Escocia. Era una mañana brumosa, hacía un frío espantoso y aún estaba bastante oscuro, pese a que ya hacía una hora que había salido el sol. Caminaba por la playa estrecha y pedregosa, fumando un cigarrillo y tomando los últimos sorbos del café instantáneo que había preparado casi doce horas antes. Estaba exhausta, sólo la sostenían los nervios y la adrenalina. Era un día sin viento, ni una ola alteraba el espejo del mar. Más allá de la bahía se encontraba el estrecho de Kilbrannan. Al sudoeste, al otro lado del Canal del Norte, se extendía la costa de Antrim, en Irlanda del Norte.

Transcurrieron otros veinte minutos. Rebecca empezaba a temer que la barca no llegara. Sería una Zodiac, le había explicado Kyle Blake, que llegaría a bordo de un carguero protestante procedente de Londonderry. En ella viajaría un miembro de la brigada con una bolsa de lona llena de armas para el asalto a Hartley Hall.

Pasaron otros diez minutos, y Rebecca empezaba a pensar en la posibilidad de abortar la misión. La luz se había intensificado, y los primeros vehículos de la mañana recorrían la carretera de la playa. Fue entonces cuando oyó el renqueo de un motor en el agua plana. Al cabo de unos instantes divisó una pequeña Zodiac por entre la bruma que cubría la bahía.

Mientras la embarcación se acercaba a la orilla, Rebecca escudriñó al hombre que viajaba a bordo con la caña del timón en la mano. Era Gavin Spencer. Levantó la hélice y atracó en la arena. Rebecca corrió hacia la barca y tiró de la bolina.

– Pero ¿qué narices haces aquí? -exclamó.

– Quería participar.

– ¿Lo sabe Kyle?

– No tardará en enterarse, ¿no te parece?

Spencer bajó de la Zodiac y cogió la bolsa de lona de la proa.

– Ayúdame a sacar este trasto de la playa.

Juntos arrastraron la Zodiac fuera de la playa y la escondieron entre las dunas cubiertas de aulaga. Acto seguido, Spencer volvió a la playa y se cargó la bolsa al hombro. Rebecca lo condujo hasta el Vauxhall.

– ¿Cuándo fue la última vez que dormiste? -inquirió Spencer al tiempo que la observaba.

– No me acuerdo.

– Conduzco yo.

Rebecca le dio las llaves. Spencer colocó la bolsa de lona en el maletero, se sentó al volante y puso el motor en marcha. Estaba temblando de frío, de modo que encendió la calefacción, y al cabo de unos instantes el interior del Vauxhall parecía una sauna. Pararon en el pueblo de Ballochgair para comprar bocadillos de bacon y té en un puesto de carretera. Spencer engulló tres bocadillos y paladeó el té.

– Bueno, cuéntame -pidió.

Durante un cuarto de hora, Rebecca describió la topografía de la costa de Norfolk y la situación de Hardey Hall. Estaba exhausta y hablaba de forma automática, como si recitara de memoria sin ser consciente de lo que decía. Era una tontería que Gavin estuviera allí, porque era un estratega, no un hombre de acción, pero se alegraba de que hubiera venido.

Cerró los ojos mientras Spencer le hacía más preguntas. Hizo cuanto pudo por contestar, pero sentía que su voz se debilitaba cada vez más mientras recorrían las desoladas marismas y el bosque de Carradale. El calor sofocante la despojó de los últimos vestigios de energía. Se quedó dormida, el sueño más profundo que conciliaba desde hacía mucho tiempo, y no despertó hasta llegar a la costa de Norfolk.

28

Hartley Hall, Norfolk

Parecía un típico día de invierno en Hartley Hall. El cielo estaba despejado, el sol brillaba con fuerza y el aire olía a mar. Después de comer fueron a Cley en el coche oficial de Douglas Cannon y pasearon por la playa de Blakeney Point, arrebujados en sus gruesos abrigos y gorros de lana. El mar del Norte centelleaba al sol. Los guardaespaldas del Cuerpo Especial los seguían discretamente mientras los perdigueros de Nicholas Hartley acosaban a las golondrinas de mar y los gansos. Al anochecer empezó a llover, y cuando llegaron los invitados a la cena, la tormenta se había convertido en una auténtica galerna invernal del mar del Norte.

Eran poco más de las diez de la noche cuando Gavin Spencer salió del escondrijo del bosque North y volvió por entre los árboles a la playa. Una vez allí abrió el maletero del Vauxhall y sacó la bolsa de lona. Cruzó con ella la zona de acampada y llamó a la puerta de la caravana.

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