– ¿Estás seguro de que no quieres llevarme contigo a París? -preguntó cuando acabó de vestirse.
– Muy seguro -repuso Delaroche.
Sin embargo, había algo en ella que le gustaba.
– Volveré mañana por la noche. Ven a las nueve y te prepararé la cena -le propuso.
– No quiero cenar; te quiero a ti.
Delaroche meneó la cabeza.
– Soy demasiado viejo para ti.
– No eres demasiado viejo. Tienes un cuerpo estupendo y una cara interesante.
– ¿Interesante?
– Sí, interesante.
La chica miró los lienzos apoyados contra las paredes.
– ¿Vas a París para trabajar? -inquirió.
– Sí.
Delaroche fue en taxi hasta la Centraal Station de Ámsterdam y compró un billete de primera clase para el tren matinal a París. En la tienda de regalos de la terminal compró varios periódicos y los leyó mientras el tren recorría la llana campiña holandesa y se adentraba en Bélgica.
Las noticias lo dejaron intrigado. La madrugada anterior, un grupo paramilitar protestante de Irlanda del Norte había intentado asesinar al embajador estadounidense en Londres cuando pasaba un fin de semana en una casa de campo en Norfolk. Según los periódicos, agentes del Cuerpo Especial habían matado a tres miembros de la banda y detenido a otros dos. El supuesto líder de la Brigada de Liberación del Ulster, un hombre llamado Kyle Blake, había sido detenido en Portadown. La policía buscaba a una mujer relacionada con el grupo.
Delaroche dobló el periódico y miró por la ventana. Se preguntaba si Michael Osbourne, yerno del embajador, habría tenido algo que ver con el incidente. El director le había contado en Mikonos que Osbourne volvía a trabajar en la CIA como encargado de Irlanda del Norte.
El tren llegó a la Gare du Nord de París a primera hora de la tarde. Delaroche cogió su pequeña maleta, se apeó, cruzó la estación a toda prisa y paró un taxi. Se alojaba en un pequeño hotel de la rué de Rivoli, con vistas a los jardines de las Tullerías. Pidió al taxista que lo dejara a unas manzanas de distancia, en la rué Saint-Honoré, y recorrió a pie el resto del camino.
Se registró con nombre holandés y habló con el recepcionista en francés con acento. Le dieron una habitación abuhardillada en la última planta con bonitas vistas a los jardines y los puentes del Sena.
Deslizó un cargador en su Beretta y salió.
El doctor Maurice Leroux, cirujano plástico, tenía su consulta en un elegante edificio de la avenida Víctor Hugo, cerca del Arco de Triunfo. Sin dar su nombre, Delaroche confirmó por teléfono que el médico estaría; dijo a la recepcionista que iría a verle más tarde y colgó.
Luego se sentó en un café de la acera de enfrente y esperó a que Leroux saliera, cosa que sucedió poco antes de las cinco de la tarde. Llevaba un abrigo gris de cachemira y por lo visto era el último hombre de París que llevaba boina. Caminaba a buen paso y parecía muy satisfecho de sí mismo. Delaroche dejó dinero sobre la mesa y salió.
Leroux caminó hasta el Arco de Triunfo, rodeó la plaza Charles de Gaulle y paseó por la avenida de los Campos Elíseos. Entró en el restaurante Fouquet's y fue recibido por una mujer de mediana edad. Delaroche la reconoció al instante; era una actriz no demasiado famosa que representaba papeles secundarios en series televisivas.
El maître condujo a Leroux y la actriz entrada en años a la zona privada del restaurante. Delaroche escogió una mesa en el comedor general, desde la que podía ver la puerta. Pidió un pastel de carne con patatas y bebió media botella de un Burdeos decente. Cuando acabó aún no había rastro de Leroux, de modo que pidió queso y un café con leche.
Transcurrieron casi dos horas antes de que Leroux y su acompañante salieran del restaurante. Delaroche los observó desde su mesa. Hacía viento, y Leroux se subió con ademán dramático el cuello del abrigo de cachemira. A continuación dio a la actriz un beso muy teatral y le tocó la mejilla como si admirara su obra. La ayudó a subir a un coche, fue a comprar algunos periódicos y revistas en un quiosco y echó a andar entre la muchedumbre vespertina que atestaba los Campos Elíseos.
Delaroche pagó la cuenta y empezó a seguirlo.
A Maurice Leroux le gustaba andar. Con los periódicos debajo del brazo, caminó por los Campos Elíseos hasta la plaza de la Concorde. No tenía razón alguna para sospechar que lo seguían, por lo que seguirlo resultaba fácil en extremo; Delaroche no tenía más que caminar tras él a cierta distancia por las concurridas aceras. El corte de su americana cara y la absurda boina lo convertían en un blanco fácil de localizar entre el gentío. Cruzó el Sena por el puente de la Concorde y paseó largo rato por el Boulevard Saint-Germain. Delaroche encendió un cigarrillo y fumó mientras caminaba.
Por fin, Leroux entró en un café bistró cerca de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés y se sentó en la barra. Delaroche entró al cabo de unos instantes y ocupó una mesita cerca de la puerta. Leroux tomó vino y charló con el camarero. Una chica bastante guapa hizo caso omiso de sus avances.
Media hora más tarde, Leroux salió del café muy borracho, lo cual complació a Delaroche, pues le facilitaría la tarea. Leroux caminó haciendo eses por el Boulevard Saint-Germain bajo la llovizna y dobló por una calle lateral en las inmediaciones de la estación de metro de Mabillon.
Se detuvo en la entrada de un bloque de pisos y tecleó el código de seguridad. Delaroche se coló en el edificio antes de que la puerta se cerrara. Entraron juntos en el ascensor, una anticuada jaula instalada en el hueco de la escalera. Leroux pulsó el botón del quinto, Delaroche el del sexto. Delaroche habló del mal tiempo en francés con acento parisino. Leroux farfulló algo ininteligible. A todas luces, no reconocía a su paciente.
Leroux salió en su planta. Cuando el ascensor prosiguió su camino, Delaroche lo vio entrar en su piso. Una vez en la sexta planta, bajó un piso y llamó suavemente a la puerta de Leroux.
El cirujano abrió al cabo de un instante con expresión perpleja.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó.
– Sí -asintió Delaroche antes de asestarle un tremendo puñetazo en el cuello.
El golpe dejó al médico sin resuello y doblado sobre sí mismo de dolor. Delaroche cerró la puerta.
– ¿Quién es usted? -jadeó Leroux-. ¿Qué quiere?
– Soy el de la cara que ha destruido.
En aquel instante, Leroux se dio cuenta de que era Delaroche quien tenía frente a sí.
– Dios mío -musitó.
Delaroche sacó la Beretta con silenciador del bolsillo del abrigo. Leroux empezó a temblar violentamente.
– Soy de fiar -aseguró-. He operado a muchos como usted.
– Eso no es cierto -replicó Delaroche antes de pegarle dos tiros en el corazón.
Delaroche llegó a Ámsterdam a primera hora de la tarde siguiente. Volvió a su casa en taxi y guardó sus útiles de pintura en una mochila de nylon azul: dos pequeños lienzos, pinturas, una cámara Polaroid, un caballete portátil y la Beretta. Luego condujo su bicicleta de montaña por las calles adoquinadas hasta un punto del Keizersgracht donde había un puente cuyos arcos se iluminaban al caer la noche.
Aparcó la bicicleta, puso el candado y caminó por el puente durante un rato hasta dar con la perspectiva que quería, una panorámica de casas barco en primer término y un trío de espléndidas casas con tejados de dos aguas al fondo. Sacó la cámara de la mochila y tomó varias instantáneas de la escena, primero en blanco y negro, para captar las formas y líneas esenciales, y luego en color.
Empezó a trabajar deprisa, impulsado por el instinto, ansioso por plasmar el crepúsculo antes de que sucumbiera a la noche. Cuando las luces del puente se encendieron, dejó el pincel y se dedicó a contemplarlo. Miró el reflejo de las luces en la superficie lisa del canal. Esperó a que la pintura lo hechizara, a que desapareciera de su mente la imagen de los ojos muertos de Maurice Leroux, pero el momento no llegaba.
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